Urge que el
presidente se comporte como anhela que se conduzca el argentino medio. Debe ser
el espejo en que se mire la sociedad y de paso mirarse él.
Por Dardo Gasparré
La Prensa,
22.11.2024
Con la escenografía
de un reportaje periodístico el primer mandatario entregó uno de sus habituales
monólogos, en su mayor parte reiterativo calificando sus logros de únicos en el
mundo y en la historia, en una gran simplificación que no viene al caso
comentar.
Sacrificando la
oportunidad para explicar más en detalle sus planes para el futuro a partir de
una cierta estabilidad cambiaria y monetaria evidentemente alcanzada, Milei
prefirió dedicar una parte importante de su entrega a defenestrar y
descalificar a su vicepresidente, olvidando que su compañera de fórmula obtuvo
la misma cantidad de votos que los obtenidos por él y también su solitaria
solidaridad de los comienzos.
Luego de
reprocharle el tener un enfoque distinto al suyo en temas fundamentales no
especificados –y no reflejados en el accionar de la funcionaria en el Senado–
la acusó de identificarse con la “casta”, enemigo ideológico que el presidente
agita como un fantasma según su conveniencia circunstancial.
Seguramente la
ofuscación provocada por su ira habitual le impidió recordar su empecinada, y
costosa, defensa de la postulación de Ariel Lijo –símbolo de la casta por
antonomasia– la presencia en su gabinete de Cúneo Libarona, Francos y Scioli,
la creación de la nueva SIDE donde se resucitó a todos los espías que siempre
estuvieron al servicio de esa casta, la manutención en la nueva ARCA de los
cuadros kirchneristas que tanto le costaron al país.
También la
tolerancia bondadosa con el sindicalismo más rancio, la reciente pasividad
mansa y artística ante la falta de quorum kirchnerista para tratar la ley de
ficha limpia, las escasas denuncias contra la corrupción rampante de la Cámpora
y todos los gobiernos de germen cristinista, el aislamiento y ostracismo a que
sometió su gobierno a los funcionarios que osaron denunciar varios de esos
delitos, como Talerico e Iguacel, el reemplazo también iracundo de Diana
Mondino por el gran beneficiado y predicador kirchnerista Gerardo Werthein, su
acercamiento personal y admiración a cuestionados empresarios siempre socios de
todas las castas.
Sin dejar de lado la preferencia de su
triángulo de hierro por muchos de los más cuestionados especímenes empleados,
delegados o socios de la casta que aún ocupan buena parte de las posiciones
clave de la administración.
Tampoco es posible
omitir que las proverbiales castas, tanto la política como la empresaria,
sindical y judicial, no han cooperado demasiado en compartir los costos del
ajuste que ha sufrido la sociedad.
Inquina
Estos comentarios
sólo se puntualizan concediendo la posibilidad de que el mandatario crea lo que
ha manifestado y no se trate de una excusa. Pero no es posible ignorar que la
inquina de Karina Milei contra la vicepresidente, como antes con Mondino, ha
terminado por hacer estallar la chispa de la ira de Dios. Como tampoco es
posible ignorar la vocación de ocupar el segundo lugar de la fórmula de la
actual secretaria de la presidencia.
Si el Presidente
tuviera buenos asesores, además de no intimidarlos si disienten de sus ideas,
le harían notar que esa pretensión le puede costar muchos votos en las
elecciones de medio término en las que pone tantas esperanzas, y con más razón
en cualquier eventual postulación para una reelección. A menos que el converso
al libertarismo abjure de sus creencias y abrace la doctrina peronista y
kirchnerista de que la familia hereda el poder por la ósmosis de la portación
de apellido.
Difícilmente el
pueblo argentino quiera tomar el riesgo de ser gobernado por la hermana
presidencial en caso de eventual necesidad, no sólo porque no parece haber
captado la simpatía popular, sino porque tampoco parece haber convencido a las
mayorías de su capacidad y preparación para semejante tarea. Ni siquiera a una
buena parte de los autodenominados libertarios, que cuando escuchan hablar a
Karina o a Lidia, no pueden dejar de pensar en Isabelita, alguien de quien sin
querer -o no– Villarruel hizo resucitar su recuerdo.
En términos menos
puntuales pero no menos trascendentes, el Presidente ha ido dejando aflorar su
defensivo, pueril enojo e intolerancia con más frecuencia y efervescencia a
medida que fue obteniendo éxitos que son de todas maneras temporarios y aún no
consolidados, que requieren políticas y acciones complejas y especializadas y
un profundo conocimiento de las distintas áreas productivas, de gestión
económica y de acción gubernamental, a la vez que el envío de señales de una
fuerte institucionalidad.
Ambiciones
primitivas
No parece que de
este modo se esté facilitando ese camino, mucho menos cuando queda latente la
sensación de que esos enojos y explosiones de ira o revancha son inducidos por
intereses o ambiciones primitivas. La facilidad en calificar de “ratas” y otros
animales a quienes en algunos aspectos no piensan igual tiene un resabio
totalitario y sancionador no muy distinto al uso de “gusanos” tristemente
popularizado por algunos dictadores.
La utilización del
término casta para sancionar o descalificar a quienes no practican la
obediencia debida corre el riesgo de perder de vista o de terminar ocultando a
la verdadera casta, definición en la que Milei debería ponerse de acuerdo con
el resto del país sobre quienes la componen y como neutralizarla, no usarla
como un enemigo flexible que va cambiando de formato y de cara según las
conveniencias de cada momento, so pena de terminar por entronizarla, no de
desmantelarla. Ese proceder también suele ser utilizado por los salvadores
providenciales de las sociedades, que terminan siendo tiranos. En la ficción
distópica y en la vida real.
Por supuesto que
la tarea de quien quiera cambiar las prácticas, vicios y principios que han
puesto al país de rodillas, y no sólo en el aspecto económico, requiere
perseverancia, fortaleza de carácter, dureza, insistencia, resiliencia y hasta
empecinamiento. Pero esos atributos no se deben confundir con el insulto, la
descalificación y mucho menos con la arbitrariedad. No sólo caer en esos
excesos sería poco liberal. Sería poco inteligente.