el Nietzsche católico
POR IGNACIO
BALCARCE
La Prensa,
03.11.2024
Leer a Léon Bloy
(1846-1917) es una empresa arriesgada, exige valor y aplomo, lanzarse a una
lectura apresurada, sin los recaudos suficientes, no es recomendable, puede
agitar el espíritu, perturbar el corazón y desestabilizar toda una vida. Para
que su lectura sea provechosa hay que ingresar dispuestos a encontrarse con un
hombre con determinación, de mensaje frontal y expresiones vigorosas, que nos
va a guiar por un camino de purificación.
Quienes lo hagan
no se encontrarán con literatura pasteurizada ni cristianismo merengoso. Hoja a
hoja se les revelará un escritor de fe robusta y encarnada, con vocación de
polemista, convicciones desarrolladas, discurso pujante y una disposición
completa a fustigar el siglo y a los católicos mareados por las ideas modernas.
Se toparán con una pluma fogosa e intransigente que asciende en ritmo
vertiginoso hasta estallar en sonora pirotecnia verbal que desmorona todo
castillo de comodidad, sacudiendo a las más indiferentes conciencias.
Inflamados
renglones con melancólicos lamentos, sollozos interminables y exasperantes,
condenas y diatribas, ruegos y súplicas, siempre acusan impacto en el lector,
impacto que puede ir del desconcierto y la perplejidad, al estupor y el
desasosiego, o a la más radical de las conversiones a la fe.
“Soy triste por
naturaleza, como se es bajo o se es rubio. Nací triste, profundamente,
horriblemente triste, y si estoy poseído por un violento deseo de alegría es en
virtud de la misteriosa ley que atrae a los contrarios. Si llegas a ser mi
mujer, tendrás que cuidar a un enfermo. Me verás pasar súbitamente, sin causa
conocida ni transición apreciable, de la alegría más intensa a la más negra
melancolía, acaso hacia la desesperación.”
De este modo Bloy
confesaba en cartas a su novia un inestable perfil psicológico y la trama de
una existencia devorada por punzantes angustias con breves intervalos de luz,
como intuiciones de una resurrección.
GUERRA AL BURGUES
Sobre esa
existencia desgarrada destacan dos notas que lo hacen atractivo y sugerente: su
catolicismo místico y su desmesura total. Rasgos que se van trenzando a lo
largo de sus páginas al integrar los clamores desolados con las más virulentas
críticas a la Francia revolucionaria y los cristianos aburguesados.
Celebró nupcias
con la pobreza, y toda su vida desandó esa ruta. Se sintió profeta y denunció
las infidelidades de su pueblo. Su voz resonó como una trompeta, y nadie lo
quiso escuchar. Mordido por el cilicio de la desesperación y la angustia, su
existencia fue un oscuro Getsemaní. Buscó paz y consuelo en el regazo materno
de Nuestra Señora de la Salette, a la que profesaba encendida devoción. Bloy
-que tenía el don de las lágrimas- se sentía muy cercano a la Virgen que llora
la impiedad moderna.
Su talante
belicoso -siempre dispuesto al pugilato según Rubén Darío- lo llevó a
confrontar con todo tipo de gente; detestó a los mimados del sistema, Victor
Hugo y Zola; se cruzó en calurosas querellas con esos articulistas obsecuentes
del poder que se prostituyen en los mingitorios del periodismo por conseguir
algo de fama; desenmascaró a los herejes protestantes; despotricó contra
usureros, demócratas y ateos; expuso a curas tibios y lujuriosos como a los
católicos puritanos que hacen del pecado carnal la afrenta más horrorosa,
mientras acopian y cultivan los más peligrosos vicios del espíritu.
Vomitó su furia
sobre la mentalidad economicista que todo lo piensa y mide en orden a obtener
beneficios y acumular más sangre de pobre (dinero).
Finalmente, su
cólera intempestiva y su rechazo visceral a todo pragmatismo y rumbo
acomodaticio, lo llevó a distanciarse de sus amigos más próximos, Huysmans,
Paul Bourget, e incluso con el gran periodista católico Louis Veuillot. En el
trato cercano y al interior del hogar, con su familia y con la gente más
postergada, siempre fue cariñoso y amable.
Su guerra
declarada fue con el burgués y la mediocridad. Vomitó su furia sobre la
mentalidad economicista que todo lo piensa y mide en orden a obtener beneficios
y acumular más sangre de pobre (dinero). El nuevo régimen nacido de la
revolución francesa impuso su moral rastrera bajo lemas y principios
elocuentes, la búsqueda egoísta de bienes personales se había
institucionalizado en una república oligárquica que despreciando a Dios tenía
por consecuencia inevitable e inmediata pisotear a los más humildes. Bloy
entendía que lo más dramático de ese nuevo régimen era la contagiosa estulticia
burguesa que había contaminado al catolicismo.
LOS MALDITOS
Verlaine fue el
primero en referirse a los “poetas malditos” y Rubén Darío los reclasificó como
“raros”. De este modo se denominaba al elenco de artistas bohemios que con su
vida y obra desafiaban los paradigmas culturales establecidos, y la
consecuencia de esas impertinencias solía ser la marginación social.
Juan Manuel de Prada
-a quien ya hemos dedicado un artículo-, gran admirador de Bloy y estudioso de
la bohemia, describe a los escritores malditos como aquellos que se rebelan
contra las convenciones ideológicas y estéticas imperantes en una época, pero
advierte que el sistema ha sabido domesticar a estas figuras, haciendo de los
excéntricos un poderoso combustible de los valores sistémicos bajo la atractiva
apariencia de libertad y rebeldía.
En esa estrategia
comercial que instrumentaliza a los “raros” se desnaturaliza y manipula la
lícita desobediencia contra las convenciones injustas y arbitrarias. El
resultado es que las personas han quedado en rebelión contra lo que son en
realidad (la identidad biológica y la tradición familiar, religiosa y
nacional), mientras se acepta sumisamente lo que los poderes quieren que seamos
(la identidad basada en el consumo y la moda).
Por eso sostiene
De Prada que hoy los verdaderamente proscritos, malditos y raros son los que
rezan a los santos, reivindican la templanza y defienden las tradiciones, y no
los activistas del desenfreno y el hedonismo que agita la publicidad,
provocadores que simulan vivir a la intemperie cuando cuentan con todo el
respaldo mediático.
LOS CONVERSOS
Volvamos sobre
nuestro maldito. Su conversión al catolicismo fue mediante influencia del
pintoresco Jules Barbey D´Aurevilly al que sirvió como secretario y que nunca
supuso el monstruo que desataba. Más tarde llamó a Bloy “una gárgola de
catedral que vomita el agua del cielo sobre buenos y malos”. Borges por su parte
lo calificó como “un especialista de la injuria”. Otros lo han considerado como
un Nietzsche católico, por compartir el bigote cerdoso, los arrebatos
desquiciados y una pluma delicada. Lo cierto es que su calidad estilística
unida a la aspereza verbal genera una literatura que inquieta y brilla a la
vez.
Sus mejores obras
son La mujer pobre y El desesperado; en esta última novela autobiográfica, que
cuenta la vida errante de Caín Marchenoir, su alter ego, se puede sentir todo
el caudal de angustia que pesaba sobre el escritor mientras se suceden las
anécdotas más dolientes y desconcertantes. Como su relación con Verónica, una
prostituta que Bloy encamina a la conversión, y que termina sus días en un
manicomio -la conversión de esta mujer es tan radical que la va a describir en
sus últimos días como “un incensario siempre humeante hacia Dios”-. En esas
páginas encontramos todo su itinerario de pobreza, decepciones y amargos
rechazos.
Lo que nunca ha
dejado de llamar la atención en Bloy es esa productiva capacidad para comunicar
la fe católica. La energía de su testimonio, que a muchos irrita y escandaliza,
a otros tantos ha empujado a ascender con decisión por el Tabor personal que
nos lleva al encuentro con la gracia de Cristo que todo lo regenera. La conversión
por contacto con Léon Bloy ha sido el caso de numerosas personalidades.
Quizás los más
reconocidos conversos que entraron en relación directa con Bloy fueron Jacques
y Raissa Maritain, y el delicado escritor holandés Van der Meer de Walcheren. Pero
al día de hoy siguen produciéndose asombrosos casos de personas que logran
despertar su sensibilidad religiosa y captar la aurora vital y luminosa que
late en la pascua redentora de Nuestro Señor Jesucristo, a través de los
estremecimientos espirituales que suscita la lectura atenta de este gran
escritor consagrado al testimonio de la verdad sin jamás otorgar concesiones al
mundo.