Alberto Buela (*)
En estos días se caldearon los ánimos en la ciudad de Buenos
Aires porque le dieron el premio a personalidad distinguida de la cultura a un
conductor de televisión, hacedor de programas soeces, chabacanos y de mal
gusto. Que de culto tiene lo que nosotros de chinos.
Las voces de la cultura, sobre todo de la cultura kirchnerista
que está en el poder del Estado desde hace más de diez años, a través del
filósofo oficial Joseph Feinmann, saltaron como leche hervida. Claro está, los
representantes de la cultura son ellos, con sus diarios, radios, canales de TV
y múltiples secretarías de Estado (nacionales y provinciales) de cultura,
propaganda, control ideológico y cuanta persecución se pueda imaginar. (Ej. A
nosotros mismos nos han bajado de Wikipedia cuatro veces y todas desde
Argentina).
Del otro lado están los que bajo la muletilla de que “todo es
cultura” hacen de ella un amasijo incomprensible. Y acá se alinean desde el
secretario de cultura de Buenos Aires hasta el último tilingo que parlotea por
radio y TV.
Sobre la policía del pensamiento que ejercen los oficialistas ya
nos hemos ocupado en múltiples oportunidades, corresponde ahora ocuparnos de la
tilinguería intectualoide que gobierna los destinos porteños.
Para ello reproducimos lo siguiente:
El círculo hermenéutico de la idea de cultura
Cada vez que escuchamos
hablar de cultura o de gente culta, asociamos la idea con la gente que sabe
mucho, que tiene títulos, que es léida, como decían nuestros padres, allá lejos y hace tiempo. Es por eso que
ha hecho fama, a pesar de su demonización política, la frase de Goebbels: Cada
vez que me hablan de cultura llevo la mano a mi revólver. Porque sintetiza mejor que nadie, en un brevísimo juicio,
el rechazo del hombre común, del hombre del pueblo llano, al monopolio de la
cultura que desde la época del Iluminismo para acá poseen y ejercen los
ilustrados y sus academias.
Cultivo
En cambio para nosotros cultura es el hombre manifestándose. Es
todo aquello que él hace sobre la naturaleza para que ésta le otorgue lo que de
suyo y espontáneamente no le da. Es por ello que el fundamento último de lo que
es cultura, como su nombre lo indica, es el cultivo.
Cultura es
tanto la obra del escultor sobre la piedra amorfa, como la obra del tornero
sobre el hierro bruto o como la de la madre sobre la manualidad del niño,
cuando le enseña a tomar el cubierto.
Vemos de entrada nomás, como esta concepción es diametralmente
opuesta a esa noción libresca y académica que mencionamos al comienzo.
Suele recomendarse en filosofía, así lo han hecho, entre otros,
Heidegger, Zubiri, Bollnow, Wagner de Reyna, que la primera aproximación al
objeto de estudio sea a través de un acercamiento etimológico. Porque, “el lenguaje empieza y termina por hacernos
señas de la esencia de una cosa”(1). Así comprobamos que cultura proviene
del verbo latino colo/cultum que
significa cultivar.
Para el padre de los poetas latinos Virgilio la
cultura está vinculada al genius loci
(lo nacido de la tierra en un lugar determinado) y él le otorgaba tres rasgos
fundamentales: Clima, suelo y paisaje.
Caracterizado así el genius loci de un pueblo, éste
podía compartir con otros el clima y el paisaje pero no el suelo. Así
como nosotros los argentinos compartimos el clima y paisaje con nuestros
vecinos pero no compartimos el suelo. Y ello no sólo porque sea éste último
donde se asienta el Estado-Nación sino, desde la perspectiva de Virgilio el
suelo es para ser cultivado por el pueblo que sobre el se asienta para
conservar su propia vida y producir su propia cultura.
Enraizamiento
Pero para que un cultivo fructifique, éste debe
echar buenas raíces, profundas y vigorosas que den savia a lo plantado. Toda
cultura genuina exige un arraigo como lo exige toda planta para crecer lozana y
fuerte, y en este sentido recordemos aquí a Simone Weil, la más original
filósofa del siglo XX, cuando en su libro L´Enracinement nos dice: el reconocimiento de la humanidad del otro, este compromiso con el
otro, sólo se hace efectivo si se tienen “raíces”, sentimiento de cohesión que
arraiga a las personas a una comunidad” (2). La filósofa ha dado un paso
más, pues, pasó del mero echar raíces al arraigo que siempre indica una
pertenencia a una comunidad en un lugar determinado.
El arraigo, a diferencia del terruño que es el trozo
de tierra natal, abarca la totalidad de las referencias de la vida que nos son
familiares y habituales.
Fruto
Luego de haber arado, rastreado, sembrado, regado y
esperado, aparece lo mejor que da el suelo: el fruto, que cuando es acabado,
cuando está maduro, es decir perfecto, decimos que el fruto expresa plenamente
la labor y entonces, nos gusta.
Sabor
Y aquí aparece una de esas paradojas del lenguaje
que nos dejan pensando acerca del intrincado maridaje entre las palabras y las
cosas. Nosotros aun usamos para expresar el gusto o el placer que nos produce
un fruto o una comida una vieja expresión en castellano: el fruto nos “sabe bien”. Y saber proviene del latín sapio, y sapio significa sabor. De
modo tal que podemos concluir que hombre culto no es aquel que sabe muchas
cosas sino el que saborea las cosas de la vida.
Sapiente
Existe para expresar este saber un término que es el
de sapiente, que nos indica, no sólo al hombre sabio, sino a aquel que une en sí mismo sabiduría más experiencia por el conocimiento de sus raíces
y la pertenencia a su medio (3). Los antiguos griegos tenían una palabra
para expresar este concepto(phrónesis)
.
Vemos, entonces, como la cultura no es algo exterior
sino que es un hacerse y un manifestarse uno mismo. Por otra parte la cultura,
para nosotros argentinos, tiene que americanizarse, pero esto no se entiende si
se concibe la cultura como algo exterior. Como una simple imitación de lo que
viene de afuera, del extranjero.
No hay que olvidar que detrás de toda cultura
auténtica está siempre el suelo. Que como decía nuestro maestro y amigo el
filósofo Rodolfo Kusch: “El simboliza el
margen de arraigo que toda cultura debe tener. Es por eso que uno pertenece a
una cultura y recurre a ella en los momentos críticos para arraigarse y sentir
que está con una parte de su ser prendido al suelo” (4)
Cultura y dialéctica
Es sabido desde Hegel para acá, que el concepto, que en el
filósofo de Berlín es “lo que existe
haciéndose”, encuentra su expresión acabada en la dialéctica, que tiene
tres momentos: el suprimir, el conservar y el superar. Hemos visto hasta ahora
como la cultura pone fin, hace cesar la insondable oquedad de la naturaleza
prístina con el cultivo, la piedra o el campo bruto, por ejemplo, y en un
segundo momento conserva y retiene para sí el sabor y el saber de sus frutos,
vgr.: las obras de arte. Falta aún describir el tercero de los momentos de esta
Aufhebung o dialéctica. (5)
Si bien podemos entender la cultura como el hombre
manifestándose, “la cultura no es sólo la
expresión del hombre manifestándose, sino que también involucra la
transformación del hombre a través de su propia manifestación” (6).
El hombre no
sólo se expresa a través de sus obras sino que sus obras, finalmente, lo
transforman a él mismo. Así en la medida que pasa el tiempo el campesino se
mimetiza con su medio, el obrero con su trabajo, el artista con su obra.
Esta es la razón última, en nuestra opinión, por la cual el
trabajo debe ser expresión de la persona humana, porque de lo contrario el
trabajador pierde su ser en la cosas. El trabajo deviene trabajo enajenado. Y
es por esto, por un problema eminentemente cultural, que los gobiernos deben
privilegiar y defender como primera meta y objetivo: el trabajo digno.
Esta imbricación entre el hombre y sus productos en donde en un
primer momento aquél quita lo que sobra de la piedra dura o el hierro amorfo
para darle la forma preconcebida o si se quiere, para desocultar la forma, y,
en un segundo momento se goza en su producto, para, finalmente, ser
transformado, él mismo, como consecuencia de esa delectación, de ese sabor que
es, como hemos visto, un saber. Ese saber gozado, experimentado es el que crea
la cultura genuina.
Así la secuencia cultura, cultivo, enraizamiento, fruto,
sabor, sapiencia y cultura describe ese
círculo hermenéutico que nos propusimos como objeto de este trabajo.
Círculo que se alimenta dialécticamente en este hacerse
permanente que es la vida, en donde comprendemos lo más evidente cuando
llegamos a barruntar lo más profundo: que el ser es lo que es, más lo que puede
ser.
Notas:
1.-Heidegger, Martín: Poéticamente
habita el hombre, Rosario, Ed. E.L.V., 1980, p. 20.-
2.-Weil, Simone: Echar
Raíces, Barcelona, Trotta, 1996, p. 123.-
3.- Buela, Alberto: Traducción y comentario del Protréptico de Aristóteles, Bs.As., Ed.
Cultura et labor, 1984, pp. 9 y 21. “Hemos
optado por traducir phronimós por sapiente y phrónesis por sapiencia, por dos
motivos. Primero porque nuestra menospreciada lengua castellana es la única de
las lenguas modernas que, sin forzarla, así lo permite. Y, segundo, porque dado
que la noción de phrónesis implica la identidad entre el conocimiento teórico y
la conducta práctica, el traducirla por “sabiduría” a secas, tal como se ha hecho
habitualmente, es mutilar parte de la noción, teniendo en cuenta que la
sabiduría implica antes que nada un conocimiento teórico”.
4.-Kusch, Rodolfo: Geocultura
del hombre americano, Bs.As. Ed. F.G.C., 1976, p.74.-
5.- Buela, Alberto: Hegel:
Derecho, moral y Estado, Bs.As. Ed. Cultura et Labor- Depalma, 1985, p. 61 “En una suscinta aproximación podemos decir
que Hegel expresa el concepto de dialéctica a través del término alemán
Aufhebung o Aufheben sein que significa tanto suprimir, conservar como superar.
La palabra tiene en alemán un doble sentido: significa tanto la idea de
conservar, mantener como al mismo tiempo la de hacer cesar, poner fin. Claro
está, que estos dos sentidos implican un tercero que es el resultado de la interacción
de ambos, cual es el de superar o elevar. De ahí que la fórmula común y
escolástica para explicar la dialéctica sea la de: negación de la negación”.
6.-Buela, Alberto: Aportes
al pensamiento nacional, Bs.As.’., Ed. Cultura et labor, 1987, p.44.-