Juan Pablo Montiel
Clarin, 05/12/14
Existen razones para
preocuparse tras los últimos ataques al Poder Judicial. Todos sabemos que este
tipo de embestidas del Gobierno no son nuevas y encontraron su punto más álgido
en el contexto de la aprobación y la declaración de inconstitucionalidad de la
“Ley de Democratización de la
Justicia ”. Si quisiéramos encontrar alguna novedad ahora,
podríamos decir que hubo un aumento en el tono de las bravuconeadas. De
“corporaciones mediáticas” pasaron a ser “golpistas”, “atacantes despiadados” y
“pistoleros”. En realidad, el mayor motivo de preocupación es que con esta
actitud parece haberse declarado públicamente a favor de la corrupción como
política de Estado. Todo aquel que se oponga a ello, entonces, tendrá que
enfrentarse al “duro brazo” del Estado, ora mediante investigaciones de la AFIP o planteando la
destitución del juez que conduce una investigación.
En este caso, el
Gobierno podría haber elegido un camino menos confrontativo pese a no ser éste
su estilo habitual. Esa fue su actitud en muchos momentos de la investigación
judicial a Amado Boudou, en la que, sin ahorrar cuestionamientos a la Justicia , confiaba
demostrar la inocencia del vicepresidente. Sin embargo, esta vez la postura
parece ser otra: junto a la cáustica crítica a la Justicia habría venido a
transmitir el mensaje “nosotros no rendimos cuenta de nuestros actos a nadie”.
Con ello, no sería exagerado interpretar que el Gobierno dio uno de los saltos
contrarios a las instituciones más grandes visto desde la vuelta a la
democracia, al reivindicar que, al menos la mandataria, estaría por encima de
la ley. Si bien antes el Gobierno había pretendido sortear las restricciones a
la acumulación del poder público, esta vez la ruptura con el Estado de Derecho
alcanza su máxima expresión: el cumplimiento de la ley y la Constitución es tarea
de todo ciudadano, menos de quien detenta el poder.
Analizar los méritos
o deméritos éticos o técnicos del juez Claudio Bonadío o de la propia jefa de
Estado es un aspecto del problema. Pero, en realidad, el verdadero debate no es
ése, sino el deber de todo funcionario de rendir cuentas ante la ley como
cualquier ciudadano. La actitud del Gobierno debería ser leída, entonces, como
un punto de inflexión en nuestra todavía joven democracia. A partir de allí
sería esperable que los precandidatos presidenciables miren en sus agendas
políticas más allá de la seguridad y la inflación, e incluyan entre sus
principales temas de campaña la lucha contra la corrupción. Así como la salud
de la economía debe evitar recaídas inflacionarias, la de nuestras
instituciones requiere un cambio verdadero en las políticas de transparencia.
Será responsabilidad de la nueva dirigencia mostrar que en 2015 finaliza una
etapa que tuvo a la corrupción como política de Estado. Para ello se requiere
probidad y consenso.