La Voz del Interior, 18 de mayo de 2018
Por Prudencio Bustos Argañarás*
La celebración del Centenario de la Reforma
Universitaria de 1918 no debe limitarse, a mi entender, a rendir homenaje a ese
episodio de nuestra historia en que la juventud liberal impulsó importantes
cambios en la ya por entonces casi tricentenaria Universidad de Córdoba.
Entiendo que la efeméride amerita un debate profundo acerca de la universidad
estatal que tenemos y la que queremos y necesitamos, para que, inspirados en
aquella gesta, comencemos a diseñar la reforma que esta hoy necesita.
El populismo que inficiona nuestras instituciones y
que reivindica el monopolio de lo políticamente correcto evita ese debate, y
las pocas voces que se escuchan acerca del tema apuntan en general a reflotar
viejos mitos que todavía se esgrimen como verdades absolutas e irrefutables, y
que, en muchos casos, son, según mi criterio, la causa de esa degradación de
nuestra enseñanza superior. Propongo en estas líneas un análisis desapasionado
de algunos de ellos.
La gratuidad
“En las universidades de gestión pública, la enseñanza
debe ser gratuita”, se nos dice, sin advertir que la gratuidad es una mentira,
pues si no paga el que recibe el beneficio, lo hace por él el resto de la
sociedad.
Constituye, además, un mecanismo perverso de
reasignación de recursos, pues aunque a los impuestos los pagamos todos, la
mayor parte de los que concurren a la universidad no son precisamente los
pertenecientes a los estratos socioeconómicos menos favorecidos, con lo que el
pobre termina pagándole los estudios al hijo del rico.
Mucho más justo sería que el que puede pagar lo haga y
el que no, si acredita dedicación y voluntad de estudio, reciba una beca que le
permita hacerlo.
Si los mismos recursos que hoy se destinan a subsidiar
la oferta pasaran a subsidiar la demanda, habríamos dado un paso importante en
orden a su eficiente asignación y a la promoción de los sectores más
postergados de la sociedad. Además de incrementar el presupuesto universitario
con los aportes de quienes pueden pagar.
El ingreso irrestricto
El ingreso irrestricto es otro gran engaño al pueblo,
al que se le obliga a pagar los estudios de todos cuantos quieran ingresar, sin
permitirle que les exija previamente una demostración de su verdadera vocación
y su concentración al estudio, que lo hagan acreedor a tamaño subsidio.
El daño social resulta mayor aún por cuanto esos
recursos que se le sustraen a la comunidad sirven para atiborrarla de
profesionales mal preparados, porque la excelencia académica es enemiga de la
masividad.
En ningún país serio del mundo se ingresa a las carreras
de gran demanda en las universidades públicas sin examen previo, y resulta
paradójico que sean los grupos autocalificados de izquierda los que
reivindiquen el ingreso irrestricto, privilegiando el interés individual por
encima del social.
Habrá que idear mecanismos de selección eficientes
para evitar las arbitrariedades, pero sin olvidar que la universidad no está
para compensar las falencias de los niveles primario y secundario. Igualar para
abajo es la mejor manera de deteriorar una sociedad.
El cogobierno
Otro de los mitos es el del cogobierno, un invento
argentino que en ningún otro lado existe y que atenta contra la naturaleza
misma de las cosas. El estudiante, al asumirse como tal, admite su ignorancia y
reconoce la capacidad de sus profesores para enseñarle. Resulta entonces una
rara paradoja que intervenga con su voto en la elección de quienes van a
conducir la institución.
Desde luego que deben implementarse mecanismos ágiles
para que los estudiantes –razón de ser de la universidad– hagan oír su voz y
den a conocer sus inquietudes y sus propuestas. Pero de allí a hacerlos
gobernar, hay un abismo.
La universidad debe educar a los jóvenes para vivir en
democracia, pero no corresponde aplicar esta en la elección de sus autoridades
y en su gobierno. La democracia sólo tiene cabida cuando los integrantes de una
comunidad son iguales entre sí.
Es posible en la sociedad civil republicana, en la que
todos los ciudadanos somos –al menos en teoría– iguales ante la ley.
Pero resulta inviable en instituciones en las que
existen jerarquías, como la familia, las fuerzas armadas, las iglesias o los
institutos de enseñanza.
¿Puede alguien concebir a un padre haciendo votar a
sus hijos menores para decidir en qué gastará su sueldo? ¿O a los soldados eligiendo
la conducta que van a seguir en la batalla?
Haber convertido a la universidad en el campo de
Agramante en el que los partidos políticos dirimen sus contiendas electorales
ha sido la mejor manera de degradarla.
Hoy asistimos azorados a elecciones estudiantiles que
disputan las distintas agrupaciones políticas, como si se tratara de bancas
legislativas.
La autonomía
La autonomía es la capacidad de una institución de
fijar sus propias normas. Si la universidad pertenece al pueblo, que la
financia con sus impuestos, le asiste a ese pueblo el derecho inalienable de
imponerle, por medio de sus representantes, sus fines y algunas de sus pautas
de manejo. Por caso, la determinación del número de profesionales que cada
universidad –tanto las públicas como las privadas– puede admitir debe ser
establecida por el Congreso, como parte de una política integral que contemple
las necesidades de la sociedad y la capacidad de cada casa de estudios.
Esto es particularmente importante en las profesiones
de alto impacto social; tales los casos de medicina, ingeniería y arquitectura.
Algo muy diferente, con lo que suele confundirse la autonomía, es la libertad
doctrinal o de cátedra, que debe sí defenderse a todo trance de los partidismos
y los fanatismos.
Los problemas que aquejan a la universidad actual son
muy diferentes de los que existían en 1918 y exigen que nos ocupemos de
inmediato de buscarles soluciones eficientes.
Las consecuencias de los errores en este campo no se
miden en años sino en generaciones, y a los argentinos no nos está sobrando el
tiempo para perseverar en el ejercicio de experiencias fracasadas.
* Médico e historiador