viernes, 4 de mayo de 2018

ESPEJISMOS DEL HIPERPRESIDENCIALISMO



Sergio Berensztein
  La Nación, 4 de mayo de 2018 

La sensación inicial es de omnipotencia. La final, de resignación. Más temprano que tarde, el legado de los presidentes argentinos tiende a diluirse con inusitada velocidad. Los sucesores se victimizan con la pesada herencia recibida, hacen leña del árbol caído y mueven el péndulo en la dirección inversa. Los aplaudidores de siempre se esperanzan con promesas que tampoco serán cumplidas mientras intentan obtener alguna ventaja sectorial o personal. Todos los mandatarios creen que con ellos la historia será diferente, que esta vez sí el país será "normal". Y si bien cada uno hace o intenta introducir algunos cambios, el estándar no varía desde hace al menos larguísimas siete décadas: lo normal es que se crean la solución y terminen siendo el problema. Esto ocurre porque les (nos) cuesta diferenciar algo elemental: no se trata de ellos como personas, líderes políticos o seres humanos, sino del rol institucional que deben desempeñar.

La Constitución Argentina le otorga a nuestra institución presidencial una enorme cantidad de poder y recursos. Considerando nuestra (falta de) cultura cívica, la típica tentación es gobernar con medidas de emergencia y un variopinto conjunto de prácticas y mecanismos informales de concentración de autoridad. Es una de las más fuertes del continente, mucho más que la de los Estados Unidos, donde en especial a partir del escándalo de Watergate hubo un esfuerzo por limitar y controlar más al titular de la Casa Blanca, al margen de los equilibrios y contrapesos definidos por los padres fundadores. En Europa, Asia u Oceanía no hay casos de países genuinamente democráticos con semejante concentración de poder en una sola persona.

El Estado no es él, pero casi: el titular del Poder Ejecutivo tiene además iniciativa parlamentaria y carece en la práctica de controles o contrapesos relevantes. Ni aun con el Congreso con mayoría opositora, como ocurre en la actualidad. La amenaza del veto (total o parcial) en el debate de las tarifas, por ejemplo, es una espada de Damocles que no impide el debate sobre política pública, pero lo vuelve estéril. El presidente argentino constituye el epicentro del sistema político, en el que el federalismo siempre fue una promesa incumplida, una metáfora perfecta de lo que no debe ser. Más aún, la coyuntura actual presenta una apoteosis de esta anomalía: importantes gobernadores opositores, con pretensiones de proyectarse a la arena nacional, son más solidarios con el Presidente que sus socios de Cambiemos (una suerte de versión 3.0 de la vieja Concordancia de los años 30, excepto por su desconsideración con las cuestiones estratégicas y de defensa nacional).

Esta superioridad relativa en el manejo del juego político, analizada con maestría por Carlos Nino en Un país al margen de la ley (Emecé, 1992), genera una enorme asimetría con el resto de (y una profunda desconfianza entre) los actores políticos, económicos y sociales. Fue así cuando el tamaño del Estado era notablemente más acotado, se potencia con un gasto público que ronda el 45% del PBI. Como no podía ser de otro modo, esto impacta en la dinámica de la competencia electoral: los excesos del presidencialismo tienden a reducir las posibilidades de alternancia y a fomentar las conductas no cooperativas entre gobierno y oposición. En el primer turno de esta incompleta y extraviada transición a la democracia, a la oposición le bastaron cuatro años para ser competitiva y seis para forzar un cambio de mayorías. Es decir, un turno presidencial completo. En la década de 1990 se necesitó el doble. Y durante el período K, el triple. Con Estados cada vez más grandes (y muy poco controlados, veremos si esto cambia con la nueva Oficina de Presupuesto del Congreso), la oposición necesita cada vez más tiempo para doblegar la hegemonía oficialista.

Por cuestiones de escala, responsabilidad, manejo de información y estatus, ser presidente no se parece a ningún trabajo o responsabilidad previa. Ni los cuadros políticos con larga experiencia pueden evitar un proceso de aprendizaje que dura al menos un par de años y que se produce de manera inorgánica: cambian los contextos, los protagonistas, las prioridades y, sobre todo, la visión que los propios presidentes tienen de sí mismos y de su lugar en la historia. Arrancan con ilusiones, ideales y hasta la esperanza de lograr hitos históricos, pero se vuelven conscientes de sus limitaciones a medida que acumulan experiencias (y frustraciones).


Sus agendas se transforman a lo largo de la gestión, al igual que sus equipos de trabajo. El desgaste en el poder es siempre mayor al esperado y es fundamental oxigenar los gabinetes de forma periódica para recrear expectativas y retomar la iniciativa política, en especial cuando no se dan los resultados. La hiperconcentración de autoridad en muy pocas manos torna complejo ese objetivo, pues el costo político de cualquier reemplazo es inversamente proporcional a la delegación de responsabilidades en ministros o colaboradores. A menudo se cae en el error inverso de suponer que la fragmentación de funciones simplifica o acota el costo de una eventual remoción, al margen de hacer más eficiente la gestión. Así, es fácil entrar en círculos viciosos, a menudo casi imposibles de romper, que explican por qué los cambios (tácticos, estratégicos, de staff) llegan tarde o no se hacen nunca.

Guillermo O'Donnell analizó el fenómeno de la "democracia delegativa": cuando los líderes se creen con el derecho y la obligación de decidir qué es bueno para el destino del país, sin aprovechar los mecanismos de deliberación ni la formación de consensos. La definición de "éxito" es poco clara. Se mezclan la solución o la mejora de algún aspecto específico con los resultados de las elecciones: el que gana tiene razón. Esto sesga las prioridades de política pública hacia el objetivo de salir victorioso en las urnas. Macri llevó esto al extremo al sintetizar en una persona los roles de jefe de Gabinete de ministros y de la campaña electoral. Por eso, poco importa el "calendario" stricto sensu, pues las decisiones de los gobiernos las determina, directa o indirectamente, el objetivo de maximizar la cantidad de votos.

Se trata de un juego perverso, porque la sociedad entra en un proceso inercial de delegar en el presidente: solo le piden, nunca le proponen. Y él absorbe, jerarquiza y trata de responder las demandas según algún tipo de criterio. La ciudadanía queda insatisfecha, ya que ni una cantidad mínima de todas esas cuestiones pueden ser canalizadas en la práctica. Así, el presidente, que asumió convencido de que era un agente de transformación, termina convertido en un simple obstáculo para alcanzarla, perdido en el laberinto de una agenda minimalista, trabada, que influye marginalmente en el desarrollo, sesgada al corto plazo. Mientras tanto, ante las primeras frustraciones, el entorno se cierra y para "protegerlo" lo aísla con el lema "no le llevemos malas noticias".

En conclusión, la ilusión de manejar casi la suma del poder público deviene en una decepción cuando se advierte que no sirve para resolver los problemas más urgentes ni para desarrollar transformaciones sistémicas. No depende de las personas, se trata de una cuestión de diseño institucional distorsionada en la práctica por hábitos y costumbres muy arraigados. Que Cambiemos haya tempranamente resignado cualquier pretensión de mejorar en serio la calidad de la política se explica entonces no en el bloqueo de sus adversarios, sino en su decisión de aprovechar el hiperpresidencialismo para estructurar un nuevo proyecto de poder. A pesar de que siempre esto ha fracasado en la Argentina. Las desventajas de gobernar desconociendo las lecciones más elementales de nuestra atribulada historia.