La Nación, 4 de
mayo de 2018
ETA o más bien lo que queda de ella habrá dejado de
existir en breve. La banda terrorista se dispone a escenificar su final como
acostumbra: arropando sus decisiones con un halo político de internacionalidad
y una etiqueta de "conflicto armado" que no le corresponden. Un mal
menor, en todo caso, para lo esencial: que los pistoleros que han ensangrentado
la democracia española claudican, admiten su derrota y se diluyen como un mal
sueño de la historia. Lamentablemente, la desaparición como marca de ETA no
tendrá un efecto inmediato en la sociedad española, que todavía tiene que
ajustar cuentas con los criminales, atender a las víctimas, recuperar por
completo la convivencia en el País Vasco y, en definitiva, pasar página.
El balance de 50 años de ETA es dramático. Se le
contabilizan en torno a 3600 actos terroristas, más de 850 asesinatos, entre
ellos, más de 300 crímenes sin esclarecer, casi 7000 heridos y 86 secuestros.
Es una trágica hoja de servicios que ha dejado marcadas a varias generaciones
de españoles, a las que les será muy difícil olvidar el dolor causado.
Pero el daño que el terrorismo etarra ha producido en
este país trasciende el de cientos de familias rotas. La banda de pistoleros
cometió sus más salvajes atentados durante los primeros años de la democracia
española. De hecho, el golpismo y ETA fueron durante muchos años las dos
grandes amenazas contra las libertades recién conquistadas tras el franquismo.
Y, lo que es un sarcasmo, ambas se alimentaban mutuamente.
La sociedad española
no puede permitir que ETA escriba su propio epitafio, porque no hay nada de
positivo que recordar de su existencia. Al contrario. Es imprescindible seguir
desmontando el falso discurso de unos especialistas en bombas lapa, secuestros
y tiros por la espalda. Porque nunca hubo dos bandos. Unos mataban y otros,
simplemente, morían o sufrían.