domingo, 25 de febrero de 2018

LA VOZ DE ALTO



 La Nación, editorial, 25 de febrero de 2018 

Las numerosas voces que se han levantado en favor y en contra de la conducta del agente de policía Luis Chocobar se han extendido en múltiples direcciones, cuestionándose la función judicial, la policial, la llamada "puerta giratoria", los principios de la legítima defensa, el "gatillo fácil", la mano dura, el garantismo y el abolicionismo, entre otros muchos temas vinculados a la claramente no resuelta problemática de la seguridad ciudadana.

Los muy respetables jueces que han confirmado el procesamiento del policía, que mató a un delincuente que acababa de apuñalar a un turista, comparten un error extendido en diversos ámbitos de nuestra sociedad, que reposa en la confusión entre dos valores que, si bien son complementarios, resultan diferentes: justicia y seguridad.

La primera, en materia penal, llega siempre tarde, por definición. Se trata de un ejercicio de reparación allí cuando los hechos ya han ocurrido y fracasado todos los mecanismos para evitar su acaecimiento. Se intenta pegar un jarrón que ya se ha roto. La seguridad, por el contrario, significa básicamente prevención. Que el jarrón no se rompa. Le ahorra trabajo a la Justicia, cuya eficacia se cuenta en orden a la cantidad de conflictos resueltos, mientras que la efectividad de la seguridad se mide por un procedimiento exactamente inverso: la disminución de los delitos por la cantidad de conflictos que no llegan a producirse.
Nuestras autoridades parecerían no entender que una sociedad resiste y puede recuperarse de actos de corrupción, fraudes y otros delitos de carácter económico-financiero. Pero que son los hechos de sangre los que vuelven insoportable la vida cotidiana, por la cual claman los ciudadanos. Porque cuando nos matan un hijo, abusan de una mujer, un niño o un adulto mayor aprovechando su fragilidad, o asesinan a un transeúnte en ocasión de robo como nos está ocurriendo desde hace tiempo, no existe oportunidad, resarcimiento ni reparación alguna que resulte suficiente. Esos hechos arruinan para siempre las vidas de familias enteras y alteran por completo la convivencia diaria, cada vez más repleta de prevenciones, cuidados y consejos a la hora de salir de nuestras casas.
La confusión entre estos dos valores en la propia clase dirigente, formada por funcionarios, políticos, legisladores y jueces, se ha trasladado, naturalmente, a la sociedad. Matan a una niña o un joven y el barrio entero sale a reclamar con carteles que piden "Justicia". La suerte que corran los asesinos no alcanzará nunca a ser consuelo para los familiares de las víctimas. Lo que urgentemente necesita nuestra sociedad no es solo justicia -que se tomará su tiempo para juzgar e intentar corregir a los autores-, sino principalmente seguridad. Si esta hubiera estado presente, el crimen, simplemente, no hubiera ocurrido.
Por supuesto que precisamos de los jueces, cuya función es abocarse al juzgamiento de los hechos y determinar quiénes han delinquido. Los tenemos. Lo que no tenemos y necesitamos urgentemente es una política de seguridad que sea muy severa en la prevención de los abusos y los delitos, para no tener que estar discutiendo estérilmente en sede judicial luego -entre garantistas y manoduristas- si debemos o no ser benevolentes con los delincuentes.
En esta confusión entre justicia y seguridad caen muchos fallos, como el de Cámara del Crimen que confirmó el procesamiento del policía Chocobar. Los jueces señalaron que no habría aparente proporcionalidad en su respuesta, "máxime si se tiene en cuenta que el peligro al que habían estado expuestos los testigos había cesado". Explicaron que la decisión de efectuar los últimos disparos "fue excesiva", en tanto que provocó un daño superior al que quiso hacer cesar.
Los interrogantes sobre la existencia o no de legítima defensa deben ser para el particular que haya actuado. La conducta del policía debe responder a otras preguntas que el fallo no se hace: ¿debe un policía dejar escapar a un asesino que -debe suponer naturalmente- se encuentra armado ya que acaba de asestar diez puñaladas a un hombre indefenso?; ¿debe dejar que ese delincuente siga escapando en estas condiciones, poniendo de esa forma en peligro la vida del resto de los vecinos? ¿Cómo afirmar que el daño ocasionado, que ha sido desafortunadamente la vida del delincuente, ha sido superior al que quiso hacer cesar, cuando el deber del policía es evitar o suprimir el riesgo de vida que corrían no ya los testigos, sino todas aquellas personas con las que se cruzaba el delincuente en su fuga?
Los jueces se fijan naturalmente en el deber que el efectivo policial tiene de detener a la persona para que sea sometida a juicio. Porque ese es el deber que el policía tiene para con ellos, para con la Justicia. Pero el policía tiene otro deber anterior, mayor y más apremiante y urgente que le reclamamos: el de evitar que el delincuente armado siga sometiendo a toda la vecindad a la posibilidad de un nuevo ataque, o se refugie en algún domicilio tomando rehenes como ocurre tan corrientemente. Que no se escape y sea entregado al juez de turno es el deber que responde a las obligaciones que tiene para con la Justicia. Evitar que siga generando víctimas, es decir, proteger a los ciudadanos, es la obligación que guarda para con la seguridad.
La proporcionalidad de la reacción no debe medirse mediante el grado de agresión que puedan recibir el policía o los testigos, como señala el fallo, sino por la amenaza que supone siempre la continuación del raid delictivo del asaltante armado. El exceso o no en las acciones del policía debe ser juzgado en función de si siguió los procedimientos de dar la voz de alto o si, disparando su arma de fuego imprudentemente, hirió, mató o puso en grave peligro la vida de terceros.

La falta de una política de seguridad que tanto en su elaboración como en su instrumentación debe contar con la opinión y el respaldo de los jueces es una carencia que tiene un costo inmensurable para la Argentina.
Hace casi dos siglos y medio, Adam Smith explicó en La riqueza de las naciones que la seguridad es una condición previa y necesaria para la prosperidad. Sabemos hoy, además, que cuando el Estado no es eficiente en proveer seguridad para que sus habitantes ejerzan las libertades constitucionales, crece, inevitablemente, la ilusión del atajo autoritario y el descontrol de la justicia por mano propia, de la que ya tenemos síntomas preocupantes.