La Nación, 21
de febrero de 2018
Hace pocos días tuvieron lugar en Buenos Aires las
primeras reuniones del G-20 sobre las oportunidades y los riesgos que nos
brinda la economía digital. Se trata de uno de los temas más transversales de
los trabajos en curso.
Solo a través de la innovación lograremos alimentar a
una población mundial que alcanzará los 8300 millones de personas en 2030. Solo
mediante políticas globales conseguiremos atenuar la destrucción de empleo
causada por la inteligencia artificial. Solo a través del acceso generalizado a
la tecnología podremos plantear un rumbo digno y sostenible para nuestras
comunidades.
Los tres ejes de la presidencia argentina del G-20 -seguridad
alimentaria, futuro del trabajo e infraestructuras para el desarrollo-
presentan, por lo tanto, un denominador común: el avance tecnológico. De hecho,
en esta nueva era digital, la tecnología se asemeja a la matemática: está por
todas partes y comanda la mayoría de nuestras interacciones, incluso cuando no
la veamos o sintamos.
Cuando Umberto Eco analizó la relación entre cultura y
medios de comunicación de masas, distinguió a los apocalípticos de los
integrados. Mientras los primeros desconfiaban del efecto de la tecnología
sobre la sociedad, los otros encaraban la globalización como un factor de
progreso humano.
Este es un binomio que sigue siendo válido para
describir la manera en que la opinión pública, los responsables políticos y los
agentes económicos miran la tecnología. En la actualidad, los apocalípticos
centran su crítica en la naturaleza del trabajo y en la desigualdad. Alegan que
la sustitución de mano de obra humana por robots debilitará los derechos de los
trabajadores y que la escasez de empleo profundizará la conflictividad social.
Los integrados, por su parte, clasifican estos argumentos de "falacia
ludita", una referencia al movimiento surgido en Inglaterra en el siglo
XVIII contra la mecanización del trabajo. Sostienen que son muchos más los
puestos de trabajo que la tecnología crea que los que destruye. Y subrayan que
la innovación, al aumentar la eficiencia y al liberar el capital humano de las
tareas automatizadas, permite que los trabajadores accedan a empleos más
cualificados y a mejores salarios.
Es curioso constatar que existen méritos en ambas
posiciones. La innovación puede ser, como dicen los apocalípticos, disruptiva.
¿Qué pasará, por ejemplo, en los transportes cuando los vehículos sin conductor
dominen el sector? Pero la tecnología funciona también como una maravillosa
fuente de desarrollo. No nos olvidemos de las enfermedades que erradicó, de las
distancias que acortó, de las industrias que hizo nacer.
Equilibrar los dos platos de esta balanza es uno de
los retos más inminentes que se plantean a la comunidad internacional.
Ahora bien, parecen ser urgentes dos planes de
actuación. En primer lugar, preparar a las poblaciones a través de la
instrucción para este nuevo mundo tecnológico. La educación siempre es la mejor
defensa ante el cambio en el mercado de trabajo. En segundo lugar, reforzar el
derecho a la privacidad de los ciudadanos, de las empresas y de las naciones.
No podemos ignorar ese tipo de terrorismo perpetrado detrás del teclado.
Para ello necesitamos de instrumentos multilaterales
que maximicen el aprovechamiento tecnológico sin caer en la trampa del
proteccionismo ni cerrar los ojos a las perturbaciones que la innovación a
veces impone. Llegó, pues, la hora de actuar.
Embajador en Portugal