jueves, 19 de julio de 2018

BARENBOIM



Pablo Gianera
La Nación, de julio de 2018 

Son los días en que, como pasa por suerte desde hace un tiempo, Daniel Barenboim ocupa el centro de la escena. Nada podría ponernos más contentos que el hecho de que el músico argentino más significativo de la historia agite a sujetos que, el resto del año, no tienen una relación de intimidad con Brahms, con Wagner ni con Schönberg. Pero esto también es parte de su fortaleza. Como él mismo observó una vez: la notoriedad crea obligaciones. Por ejemplo, quiso formar músicos jóvenes para que el nivel de la música argentina no fuera de cabotaje. Lo dijo en una entrevista que le hizo la periodista Sandra de la Fuente: "Propuse formar cuerpos jóvenes y puse como fecha los años 2019/20, es decir, pronto. Todos parecíamos estar de acuerdo, pero muy típico argentino: jamás me hablaron del tema". La mediocridad es la plancha de metal de la Argentina y, por desgracia, de muchos músicos argentinos (no de todos, claro).

Pero volvamos al principio. Barenboim es lo que es porque es un músico de una pieza y, en su caso, eso quiere decir que es además un hombre de una pieza. El poeta argentino Arnaldo Calveyra (que admiró a Barenboim al punto de escribir un relato para él) me dijo: "Una cosa es el poema y otra cosa es el poeta". Se refería a la distancia que puede existir (y que en ocasiones existe) entre una obra y las posiciones éticas que sostiene quien hizo esa obra. Barenboim es el contraejemplo más perfecto de esa constatación.

Me gustaría pasar en limpio la idea con una frase del propio Barenboim sobre el director Wilhelm Furtwängler: "Son muchos los músicos que hacen música igual que viven. Furtwängler trató de vivir igual que hizo música. No es precisamente cómodo. Hay que querer y poder hacerlo. Pero únicamente entonces las cosas resultan de manera diferente de aquella a la que estamos acostumbrados". Así pasa con Barenboim. Hay un hilo de acero que une sus decisiones estrictamente musicales con sus posiciones humanas: la inteligencia del oído y la inteligencia a secas; la música y su relación con el mundo. Eso explica su integridad. Barenboim es un hombre valiente, pero lo es (y antes que nada) porque es un músico valiente. Es decir: lo primero es siempre la música. El coraje para acumular un crescendo hasta el punto inmediatamente anterior, inconmensurable, en que esa tensión se hunde en un piano subito o en el silencio no pertenece al simple orden técnico, sino al ético.

Esa valentía, incluso la valentía musical, procede también de una rigurosa honestidad intelectual. Barenboim nos indica aquello que la música puede enseñarnos: todo está relacionado. Y esta verdad vale también para el propio Barenboim en cuanto ser humano.

La Orquesta del Diván, para poner el caso más evidente, llegó a ser ese proyecto de comprensión mutua entre personas de Israel, Palestina y otros países árabes solamente porque partió de la música. Es la orquesta la que permite imaginar un modelo social alternativo en el que se unen la moral y la estrategia, la razón y la emoción. Es una lección que ni la política ni los políticos terminan de aprender de la música.

La colaboración entre Barenboim y Edward Said, uno de los intelectuales mayores de la segunda mitad del siglo XX, en el proyecto del Diván es algo que pasa muy de tanto en tanto porque Barenboim y Said (seamos sinceros) son personas que aparecen muy de tanto en tanto.

"Lo único que no es explicable de la música es su inexplicabilidad. Esa inexplicabilidad puede ser lo más interesante". Del mismo modo que no podemos superar del todo esa inexplicabilidad, tal vez Barenboim, cada vez que hace la realización física de una partitura, no disipe la complejidad del mundo, pero sin duda puede ayudarnos a comprender esa complejidad en sus propios términos. Son tantas las cosas que tenemos que agradecerle al maestro. Pero, antes de cualquier otra cosa, tenemos que sentirnos agradecidos de ser contemporáneos de él.