un socio controvertido
Luis Alberto Romero
La Nación, 22 de julio de 2018
"Los ingleses son todos piratas". Aunque
absurda, la frase sintetiza un sentimiento y una idea de nuestro pasado
ampliamente arraigados. Se cree que, de un modo u otro, Gran Bretaña siempre
nos ha perjudicado. La invasión de 1806, la apropiación de las Malvinas en
1833, el bloqueo de 1845, la injerencia en la Guerra del Paraguay habrían sido
los jalones de ese designio.
Ninguno de estos episodios fue tan decisivo como la
participación británica en la gran transformación de la Argentina de fines del
siglo XIX. Los críticos han señalado el carácter deformado de aquel crecimiento
y el enorme beneficio obtenido por Gran Bretaña, la que logró mantenerlo luego
de 1930, cuando la crisis acabó con la prosperidad. Por entonces comenzó a
popularizarse la idea del "imperialismo" británico, difundida por el
revisionismo histórico.
El nacionalismo antibritánico está en el núcleo de una
tradición ideológica amplia y diversificada que llega a nuestros días y que
puede asociar componentes tan dispares como el tradicionalismo católico y el
moderno populismo. Es una cuestión que vale la pena tratar de desentrañar. Ese
fue el propósito de la conversación que, en el ciclo del Club del Progreso,
mantuvieron dos calificados historiadores: Roberto Cortés Conde y Eduardo
Zimmermann.
¿Gran Bretaña explotó al país en esas décadas de
expansión? ¿La perjudicó de algún modo? Cortés Conde lo niega enfáticamente.
Fue un acuerdo de conveniencia mutua, asegura, en un contexto mundial que por
entonces premiaba la especialización y las ventajas comparativas, aprovechadas
por ambas partes "con habilidad y sabiduría".
Europa demandaba cereales y carne. La tierra apta
disponible y la mano de obra inmigrante que la puso en producción fueron dos
factores fundamentales. Cortés Conde pone el acento en el tercero: el capital,
inexistente en el país y provenientes de inversiones británicas. Los
ferrocarriles permitieron acercar, a bajo costo, los granos a los puertos. El
trazado -el tan criticado "embudo"- fue el único razonablemente
posible. La inversión necesaria era muy grande, de lenta maduración y de
rendimiento incierto, lo que explica las ventajas adicionales que se
concedieron.
Es cierto que hubo mucha corrupción y despilfarro,
sobre todo por parte de los bancos de inversión, como Baring. Pero nada muy
distinto de los "barones ladrones" de Estados Unidos o de la estafa
de la Compañía del canal de Panamá en Francia.
Los resultados fueron espectaculares. La Argentina se
convirtió en uno de los grandes exportadores agropecuarios, y una nueva y pujante
sociedad se formó en la "pampa gringa" y en las ciudades, estimulando
también la industria. Fue una asociación mutuamente conveniente: los inversores
británicos ganaron mucho, pero el mayor beneficio fue para los argentinos.
Pese a estos logros evidentes, ya en la época de
bonanza comenzaron a manifestarse críticas a la asociación con Gran Bretaña.
Zimmermann mostró que no faltaron quienes cuestionaron su influencia económica,
y sobre todo la cultural. El diario la nacion, de posición liberal, reclamó en
1906 la nacionalización de las empresas de servicios públicos y la exclusión
del capital extranjero, para acabar con una "dependencia económica tal que
ni aún los asuntos internos podemos dirimir por nosotros mismos". José
Luis Cantilo criticó la pretendida superioridad cultural de los
"anglosajones". El católico Manuel Gálvez la emprendió con los
misioneros protestantes y propuso expulsarlos del país, y así erradicar el
"cosmopolitismo".
Contradicciones
En este nacionalismo tradicionalista, hispanista y
católico, Zimmermann encuentra una precoz reacción contra el proceso de
movilidad de la sociedad aluvial, la creciente presencia de los inmigrantes en
las pujantes actividades comerciales y la postergación de los "argentinos
viejos". La crisis de 1929 aportó nuevos motivos de decepción, y desde
entonces toda la experiencia de la asociación con Inglaterra fue considerada un
gran fracaso.
En La Argentina y el imperialismo británico, un libro
de enorme influencia publicado en 1934, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta
reprocharon a los ingleses no solo su papel en la economía sino, sobre todo, su
pretensión de eliminar las "influencias ancestrales" hispanas. Pero
el principal responsable no fueron ellos, sino la "oligarquía
argentina", una élite que, obnubilada por el cosmopolitismo, no supo
desempeñar su papel dirigente. Los grandes responsables de su extravío fueron
Rivadavia y sobre todo Sarmiento, que ya era la bête noire del hispanismo
católico.
Un buen ejemplo de servilismo ante los ingleses lo
habría dado Julio A. Roca (h), que encabezó la misión a Londres y gestionó el
Tratado Roca Runciman, calificado por otra pluma fértil, Arturo Jauretche, como
el "estatuto legal del coloniaje". La crítica al Tratado, y
posteriormente el demoledor balance que Raúl Scalabrini Ortiz hizo en 1940
sobre los ferrocarriles británicos, fueron los pilares de la nueva idea de un
imperialismo británico responsable de todos los males argentinos, que otros
desarrollaron en clave antiimperialista y hasta leninista. Hoy está instalada
en el sentido común. También lo está la convicción de que en 1948, al
nacionalizar los ferrocarriles, Perón habría desanudado esos lazos, fundando la
soberanía económica.
Para Cortés Conde estas interpretaciones, como otras
similares, se basan en verdades a medias, tergiversaciones y simplificaciones,
y en el desconocimiento de la complejidad de estas cuestiones.
Los críticos del tratado Roca Runciman, que ponen el
acento en los intereses de la "oligarquía vacuna", ignoran el aspecto
principal del problema. Desde 1929, con el fin de la convertibilidad, fue
imposible para las empresas británicas enviar a Londres sus ganancias en
libras. Los "pesos congelados" eran un problema tanto para las
empresas como para el país. En 1933, Roca (h) logró que un consorcio bancario
inglés comprara la deuda en pesos y emitiera, bajo su responsabilidad, títulos
de deuda en libras. Quid pro quo: a cambio de esto, las empresas británicas
obtuvieron ventajas arancelarias y cambiarias. Según The Economist, colocar en
Londres deuda en pesos argentinos fue algo "extraordinario". También
lo sería hoy.
Cortés Conde también corrige la versión corriente
sobre la nacionalización de los ferrocarriles. Desde 1920, el negocio
ferroviario comenzó su declinación, debido a la competencia de las rutas y los
camiones. En el largo plazo, no había sido un buen negocio, y las empresas
comenzaron a gestionar su venta al Estado. Las cosas se precipitaron al fin de
la Segunda Guerra Mundial, pues Gran Bretaña estaba endeudada con sus
proveedores -las "libras congeladas- y quebrada. Ofreció a los países
acreedores cambiar su deuda por activos, como los ferrocarriles, con éxito
variable. En la Argentina, cuando Perón los compró, obtuvieron el mejor
resultado posible, que celebraron con alborozo. "¡Lo logramos!",
telegrafió la embajada a Londres.
De modo que el denostado "Estatuto del
coloniaje" quizá fue un éxito nacional, y la nacionalización ferroviaria,
un pésimo negocio para el país. "Las cosas no siempre son lo que parecen",
concluyó el moderador, Eduardo Lazzari, resumiendo así el propósito del ciclo
"Temas polémicos de la historia argentina".