miércoles, 10 de septiembre de 2014

ESTADO ISLÁMICO: ¿QUIÉN LE PONE EL CASCABEL AL GATO?


 JOSÉ JAVIER ESPARZA

    El Manifiesto, 9-9-14



Todo el mundo (o casi) está de acuerdo en que hay que acabar con el estado islámico, ese grupo terrorista yihadista que se ha adueñado del noroeste de Irak convirtiéndolo en una verdadera orgía de sangre y esclavitud. La ONU, la OTAN, la Santa Sede, nuestros gobiernos… todos llaman a “hacer algo”. Sin embargo, nadie parece saber qué es exactamente lo que hay que hacer. Ni cómo. Ni cuándo.

Este viernes la OTAN ha decidido emprender una acción militar contra el Estado Islámico. Pero quien ha tomado esta determinación no ha sido propiamente la OTAN, sino un grupo de diez países miembros (más Australia) liderado por los Estados Unidos, y no en el marco institucional de la Alianza Atlántica, sino más bien en paralelo a ella. “Coalición base”, ha llamado a este grupo el secretario de Estado norteamericano John Kerry. 

Por otro lado, lo que la Coalición Base ha propuesto es, sí, una acción militar, pero no ejecutiva ni inmediata: el grupo ha asumido el compromiso de diseñar una estrategia de acción militar contra el Estado Islámico para trasladársela al Consejo de Seguridad de la ONU a finales de este mes de septiembre, cuando toca reunión ordinaria. Será la ONU quien decida.
La ONU, por su parte, también ha condenado sin ambages a los yihadistas, pero, al igual que la OTAN, se ha tentado mucho la ropa antes de lanzarse a una declaración de guerra. Incluso la Santa Sede, que por boca del papa había evocado el inapelable principio de la “guerra justa”, ha moderado últimamente sus posiciones a través del secretario de Estado, el cardenal Parolin, que en estos días subrayaba la necesidad de alcanzar una solución pacífica. Extraña tanta prudencia. Y sin embargo, hay buenas razones.

Menear un avispero
 Primero y ante todo: las experiencias de Afganistán y, sobre todo, Irak han demostrado los innumerables inconvenientes de una intervención militar sobre el terreno por parte de contingentes extranjeros. Los ejércitos de Estados Unidos y de Europa pueden ganar guerras, pero después hay que convertir la victoria bélica en victoria política, y aquí es donde las iniciativas de los últimos años han fracasado de manera patente. 

En Afganistán ha sido imposible levantar un orden político estable y en Irak se nada en pleno caos. Los resentimientos que la derrota deja en la población civil terminan traduciéndose tarde o temprano en insurgencia y terrorismo. Nadie duda de que una coalición internacional podría barrer del mapa –por complicada que sea la orografía del lugar- a una milicia irregular, pero el verdadero problema empieza después: ¿Quién se queda sobre el terreno? ¿Qué se pone en el lugar del poder derribado? ¿Quién protege a la población? ¿Quién vigila para que entre los vencidos no surja una resistencia violenta? Esto no puede hacerlo un extranjero sin crear nuevos problemas. Por hablar de la fragilidad de la opinión pública occidental.

Si los ejércitos extranjeros no pueden intervenir como protagonistas en la región, sino que su papel debe ceñirse a dar cobertura a ejércitos locales, ¿a quién elegir como socio sobre el terreno? En el caso del Estado Islámico, los socios naturales para la intervención serían Irak y Siria –los territorios implicados-, pero ambos quedan descartados de entrada por su propia situación. El Irak de la posguerra es poco menos que un estado fallido, escindido entre el suroeste chií, el norte kurdo y el confuso oeste suní donde el yihadismo tiene su feudo. En cuanto a Siria, el país está hundido en una guerra civil estimulada por Occidente y alimentada por las monarquías petroleras del Golfo, guerra donde el arma contra el régimen de Bachar al-Asad son precisamente las milicias islamistas de las que ha nacido el Estado Islámico. O sea que Irak y Siria son el problema más que la solución. ¿Y entonces?

Saudíes e iraníes
Arabia Saudí ha sido la primera potencia regional en poner sus bazas encima de la mesa: quiere ser ella la que lidere la acción contra el Estado Islámico. Arabia, recordemos, ha sido uno de los principales apoyos de las milicias de oposición a Asad en Siria. Por consiguiente, no carece de responsabilidad en el nacimiento de Estado Islámico. Pero si ahora anuncia su interés en participar en esta operación no es por complejo de culpa, sino porque una intervención decisiva en el escenario iraquí convertiría a los saudíes en la potencia indudablemente hegemónica en la región. 

Para el resto del mundo, la propuesta es muy apetecible: Arabia Saudí es el solar originario del Islam, goza de una evidente autoridad en su entorno cultural, es la cabeza del islam suní (aspecto nada desdeñable en un momento en que suníes y chiíes andan a la gresca), y al mismo tiempo ha sido un aliado relativamente fiable de los anglosajones desde hace más de medio siglo. El gobierno saudí estaba últimamente muy molesto porque las circunstancias habían llevado a los Estados Unidos a acercarse a Irán (y viceversa). Una intervención multinacional contra el Estado Islámico, con protagonismo árabe, devolvería sin duda a los saudíes un papel primordial en Oriente Medio.

Ahora bien, Irán también tiene sus bazas que jugar. De hecho, este mismo viernes anunciaba su intención de cooperar con la operación contra el Estado Islámico. Irán tiene una larga y tortuosa frontera con Irak, luego el asunto le concierne directamente. Irán es una república islámica, lo cual le confiere cierta autoridad en el mundo musulmán, pero es un Estado sólido que se parece muy poco al demencial califato yihadista, en el que Teherán sólo ve un peligro. Irán es chií, como todo el suroeste de Irak, y sus relaciones con el gobierno iraquí post-Sadam son muy estrechas (incluso ahora, cuando ya no está el chií al-Maliki al frente de Bagdad), mientras que el Estado Islámico es suní. 

Irán se halla en plena negociación con los Estados Unidos para dotarse de energía nuclear y necesita oportunidades para demostrar que puede ser un socio fiable. Sobre todo: si Irán consiguiera jugar un papel relevante en este conflicto, se revestiría de una enorme legitimidad ante un orden internacional que hasta ahora ha considerado al país de los ayatolás poco menos que como un apestado. De manera que Teherán no quiere dejar pasar este lance sin postularse como parte de la solución.

Tal y como va configurándose el escenario, y a la espera de lo que decida el Consejo de Seguridad de la ONU a finales de este mes, parece bastante viable la formación de una coalición internacional con la bendición americana (la bendición y los aviones) y, sobre el terreno, una fuerza militar íntegramente musulmana que ocupe el territorio, aniquile a los yihadistas del Estado Islámico, devuelva el control del noroeste del país al gobierno de Bagdad e incluso garantice el orden durante los años siguientes bajo supervisión de Naciones Unidas. Ese sería seguramente el guión deseable para Washington, que ya no puede permitirse avisperos como el de Irak y Afganistán. Nadie ignora, sin embargo, que el plan tiene sus inconvenientes. Para empezar, Irán y Arabia Saudí se profesan un odio nunca desmentido, de modo que es inconcebible una cooperación armas en mano. Además, tanto árabes como iraníes ofrecen garantías limitadas: los primeros llevan años financiando –bien que no institucionalmente– a todos los movimientos yihadistas del mundo suní, y los segundos no han renunciado nunca a su proyecto de extender el islamismo por todo el mundo. ¿Quién se arriesgaría a entregarles el control de Irak, que sigue teniendo la tercera reserva petrolífera del mundo?

Este último punto, el del petróleo, merece unas palabras, porque precisamente la venta del petróleo robado está siendo la principal fuente de ingresos de las milicias yihadistas, incluido Estado Islámico. El pasado mes de junio –entre el 15 y el 19– se celebraba en Moscú el congreso anual de las compañías petroleras. Allí se supo que el petróleo robado en Siria por la milicia suní de Al Nusra lo está comercializando Exxon-Mobil, empresa de Rockefeller que opera en Qatar. ¿Y el crudo del que se ha apoderado Estado Islámico? Éste lo vende la compañía Aramco (Arabian American Oil Co.). El capital de Aramco es íntegramente saudí desde 1988, pero sus lazos con el sector petrolero americano no son un secreto para nadie. Lo cual, por cierto, explica por qué el problema del Estado Islámico se le ha ido al mundo de las manos.


En este contexto, cualquier iniciativa armada sobre el Estado Islámico va a exigir un intenso trabajo diplomático previo. Aunque casi todo el mundo esté de acuerdo en la necesidad de poner fin a esa orgía de sangre en nombre de Alá, nadie está seguro de poder calcular las consecuencias. El Estado Islámico, por supuesto, lo sabe. Y seguirá explotado esta circunstancia para apretar aún más su lazo de muerte sobre su demencial califato.