lunes, 1 de septiembre de 2014

VIRTUDES, POLÍTICA Y CIVISMO



Monseñor HECTOR AGUER (*)

En la filosofía contemporánea se ha impuesto la noción de valor, en contradicción o en reemplazo de la idea clásica de bien. Suele hablarse de los valores, no sólo en el nivel académico sino también en el lenguaje cotidiano. Se trata de una especie de categoría muy amplia y en ocasiones imprecisa, que incluye diversos bienes. Para clarificar esta noción, Joseph de Finance, en su análisis del obrar humano, proponía identificar el valor con la bondad y reservar el nombre de bien para designar los bienes concretos. El mencionado enfoque de la filosofía del siglo XX parece desplazar el concepto de virtud. En realidad la concepción clásica de las virtudes es perfectamente armonizable con la teoría del valor. Sin embargo, hablar de virtudes suena, hoy día, como algo desactualizado. Me arriesgo, no obstante, a emplear ese nombre. Pido además al lector que sepa disculpar este proemio filosofante.

HACIA EL BIEN
Según el concepto clásico de virtud, ésta encamina habitualmente el obrar humano hacia el bien; dicho de otro modo, impulsa a realizar el valor. La virtud es una perfección de la persona que dinámicamente la habilita para llegar a ser una personalidad acabada. Pero el concepto de virtud no puede limitarse al orden individual y privado. Existen cualidades que no perfeccionan solamente al sujeto para ser hombre de bien (aclaro, por las dudas, que se alude a todo el género humano, incluyendo a la mujer) sino que lo habilitan para incorporarse como ciudadano a la realización del bien común de la sociedad en que vive. Aristóteles distinguía claramente las virtudes propias de un hombre de bien, de las virtudes cívicas o políticas.

VIDA CIVICA
En el libro tercero de su Política, el Estagirita analiza el sentido de la vida cívica. En esa obra presenta un planteo que en la actualidad, y especialmente en la Argentina, puede resultar sorprendente. En una república, aun en la perfecta, en la sociedad modélica, no es posible que todos los ciudadanos posean las virtudes -hoy diríamos los valores- que hacen de alguien una persona de bien. Pero lo que no debe faltar a nadie es la virtud cívica, la propia del ciudadano, cualquiera sea su posición en la sociedad. Los miembros de la ciudad -continúa el argumento- se parecen a los marineros de una nave, en la que todos tienen habilidades y funciones diferentes, pero todos concurren a procurar un bien común: que el barco no se hunda y llegue a puerto. 

Lo mismo pasa con los países. La teoría aquí presentada distingue la virtud considerada en absoluto, la que hace bueno al hombre, de la específicamente propia del buen ciudadano. El realismo aristotélico parece descarnado, pero podría ser ratificado tanto por la experiencia como por los análisis sociológicos.

ARISTOTELES Y LA ACTUALIDAD

¿Se puede aplicar el enfoque aristotélico a la política actual, por lo menos a la que rige con preponderancia en el mundo globalizado? Es posible que un pueblo esté constituido en su mayoría por buena gente, de valores encomiables, pero que no son buenos ciudadanos: omiten la colaboración que les corresponde en la marcha y la suerte del país, votan irreflexivamente arrastrados por la propaganda partidaria, se aferran a la ilusoria esperanza propia de clientes del Estado.

La situación inversa, en cambio -mala gente y buenos ciudadanos- no parece verosímil, porque la calidad del ciudadano -incluyendo a los gobernantes- está constituida primeramente por la prudencia, que preside todo el orden moral: las tres restantes virtudes fundamentales (justicia, fortaleza y templanza) con la cohorte de virtudes complementarias que se articulan con ellas y hacen buena a la persona. 

La sensatez, el buen juicio no son compatibles con una conducta moral deficiente en los restantes órdenes de valor. Pero ¿qué ocurre si una sociedad sufre, en la mayoría de sus miembros, la carencia de las virtudes morales y de las cívicas? Aristóteles no contempla esta eventualidad. Si tal circunstancia conjetural se cumple, el país se hunde en la decadencia, de la que no es fácil resurgir: la salida exige una especie de cambio análogo a lo que en lenguaje cristiano se llama conversión.

MALAS PERSONAS Y BUENOS GOBERNANTES

En el caso de los gobernantes, la distinción anteriormente citada se aplicaría así: podrían ser malas personas y buenos gobernantes si poseyeran las habilidades necesarias para cumplir las funciones que les han sido confiadas. Esta distinción parece extraña y peligrosa. El desempeño político de los cargos no podría ser escrupuloso, recto, honrado, ejecutado con esmero. ¿Conocemos quizá algún caso representativo, alguna excepción? La excepción sería alguien que lleva una vida privada éticamente reprochable pero goza de las habilidades necesarias a un dirigente para lograr ciertos resultados dignos de ponderación. Lo infausto, una verdadera tragedia, acontece cuando los gobernantes carecen de virtudes humanas, es decir, son pícaros, cínicos, ladrones, manipuladores del pueblo, y tampoco poseen condiciones políticas específicas: son improvisados, o ideólogos empedernidos, no tienen capacidad de conducción y ni siquiera saben elegir correctamente a sus colaboradores. 

Si como apunté anteriormente la prudencia es atributo necesario de un ciudadano cabal, con mayor razón es la virtud por excelencia del gobernante; del bueno, claro está, que se caracteriza por la sabiduría práctica, sentido de la equidad, coraje y sobriedad. La población, en su ejercicio de las obligaciones cívicas, no tiene por qué contagiarse de los defectos ostentosos de la clase política. Las virtudes –los valores, sin olvidar la dimensión religiosa- son la base del auténtico civismo, del celo por las instituciones de la república y por los intereses de la patria. 

Concluyo. La filosofía social, desde la que reluce en la Política aristotélica hasta la que se encuentra implícitamente en la Doctrina Social de la Iglesia, no ofrece soluciones inmediatas a los complejos problemas que afrontan los países en un mundo globalizado. Pero despeja el campo para que sean buscadas y en lo posible halladas, con honestidad intelectual y corrección ética. Su estudio, la reflexión sobre aquellos principios, implica una apelación a la libertad y a la responsabilidad. Como expresa el viejo dicho: a quien le quepa el sayo, que se lo ponga. Diversamente y al menos un poco, nos cabe a todos. En eso, en asumir la parte que le corresponde en el destino de la polis, consiste concretamente la condición de ciudadano.

(*) Arzobispo de La Plata. Miembro correspondiente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas

El Día.com