Monseñor HECTOR AGUER
(*)
En la filosofía
contemporánea se ha impuesto la noción de valor, en contradicción o en
reemplazo de la idea clásica de bien. Suele hablarse de los valores, no sólo en
el nivel académico sino también en el lenguaje cotidiano. Se trata de una
especie de categoría muy amplia y en ocasiones imprecisa, que incluye diversos
bienes. Para clarificar esta noción, Joseph de Finance, en su análisis del
obrar humano, proponía identificar el valor con la bondad y reservar el nombre
de bien para designar los bienes concretos. El mencionado enfoque de la
filosofía del siglo XX parece desplazar el concepto de virtud. En realidad la
concepción clásica de las virtudes es perfectamente armonizable con la teoría
del valor. Sin embargo, hablar de virtudes suena, hoy día, como algo
desactualizado. Me arriesgo, no obstante, a emplear ese nombre. Pido además al
lector que sepa disculpar este proemio filosofante.
HACIA EL BIEN
Según el concepto
clásico de virtud, ésta encamina habitualmente el obrar humano hacia el bien;
dicho de otro modo, impulsa a realizar el valor. La virtud es una perfección de
la persona que dinámicamente la habilita para llegar a ser una personalidad
acabada. Pero el concepto de virtud no puede limitarse al orden individual y
privado. Existen cualidades que no perfeccionan solamente al sujeto para ser
hombre de bien (aclaro, por las dudas, que se alude a todo el género humano,
incluyendo a la mujer) sino que lo habilitan para incorporarse como ciudadano a
la realización del bien común de la sociedad en que vive. Aristóteles
distinguía claramente las virtudes propias de un hombre de bien, de las
virtudes cívicas o políticas.
VIDA CIVICA
En el libro tercero
de su Política, el Estagirita analiza el sentido de la vida cívica. En esa obra
presenta un planteo que en la actualidad, y especialmente en la Argentina , puede
resultar sorprendente. En una república, aun en la perfecta, en la sociedad
modélica, no es posible que todos los ciudadanos posean las virtudes -hoy
diríamos los valores- que hacen de alguien una persona de bien. Pero lo que no
debe faltar a nadie es la virtud cívica, la propia del ciudadano, cualquiera
sea su posición en la sociedad. Los miembros de la ciudad -continúa el argumento-
se parecen a los marineros de una nave, en la que todos tienen habilidades y
funciones diferentes, pero todos concurren a procurar un bien común: que el
barco no se hunda y llegue a puerto.
Lo mismo pasa con los países. La teoría
aquí presentada distingue la virtud considerada en absoluto, la que hace bueno
al hombre, de la específicamente propia del buen ciudadano. El realismo
aristotélico parece descarnado, pero podría ser ratificado tanto por la
experiencia como por los análisis sociológicos.
ARISTOTELES Y LA ACTUALIDAD
¿Se puede aplicar el
enfoque aristotélico a la política actual, por lo menos a la que rige con
preponderancia en el mundo globalizado? Es posible que un pueblo esté
constituido en su mayoría por buena gente, de valores encomiables, pero que no
son buenos ciudadanos: omiten la colaboración que les corresponde en la marcha
y la suerte del país, votan irreflexivamente arrastrados por la propaganda
partidaria, se aferran a la ilusoria esperanza propia de clientes del Estado.
La situación inversa, en cambio -mala gente y buenos ciudadanos- no parece
verosímil, porque la calidad del ciudadano -incluyendo a los gobernantes- está
constituida primeramente por la prudencia, que preside todo el orden moral: las
tres restantes virtudes fundamentales (justicia, fortaleza y templanza) con la
cohorte de virtudes complementarias que se articulan con ellas y hacen buena a
la persona.
La sensatez, el buen juicio no son compatibles con una conducta
moral deficiente en los restantes órdenes de valor. Pero ¿qué ocurre si una
sociedad sufre, en la mayoría de sus miembros, la carencia de las virtudes
morales y de las cívicas? Aristóteles no contempla esta eventualidad. Si tal
circunstancia conjetural se cumple, el país se hunde en la decadencia, de la que
no es fácil resurgir: la salida exige una especie de cambio análogo a lo que en
lenguaje cristiano se llama conversión.
MALAS PERSONAS Y
BUENOS GOBERNANTES
En el caso de los
gobernantes, la distinción anteriormente citada se aplicaría así: podrían ser
malas personas y buenos gobernantes si poseyeran las habilidades necesarias
para cumplir las funciones que les han sido confiadas. Esta distinción parece
extraña y peligrosa. El desempeño político de los cargos no podría ser
escrupuloso, recto, honrado, ejecutado con esmero. ¿Conocemos quizá algún caso
representativo, alguna excepción? La excepción sería alguien que lleva una vida
privada éticamente reprochable pero goza de las habilidades necesarias a un
dirigente para lograr ciertos resultados dignos de ponderación. Lo infausto,
una verdadera tragedia, acontece cuando los gobernantes carecen de virtudes
humanas, es decir, son pícaros, cínicos, ladrones, manipuladores del pueblo, y
tampoco poseen condiciones políticas específicas: son improvisados, o ideólogos
empedernidos, no tienen capacidad de conducción y ni siquiera saben elegir
correctamente a sus colaboradores.
Si como apunté anteriormente la prudencia es
atributo necesario de un ciudadano cabal, con mayor razón es la virtud por
excelencia del gobernante; del bueno, claro está, que se caracteriza por la
sabiduría práctica, sentido de la equidad, coraje y sobriedad. La población, en
su ejercicio de las obligaciones cívicas, no tiene por qué contagiarse de los
defectos ostentosos de la clase política. Las virtudes –los valores, sin
olvidar la dimensión religiosa- son la base del auténtico civismo, del celo por
las instituciones de la república y por los intereses de la patria.
Concluyo.
La filosofía social, desde la que reluce en la Política aristotélica
hasta la que se encuentra implícitamente en la Doctrina Social de
la Iglesia ,
no ofrece soluciones inmediatas a los complejos problemas que afrontan los
países en un mundo globalizado. Pero despeja el campo para que sean buscadas y
en lo posible halladas, con honestidad intelectual y corrección ética. Su
estudio, la reflexión sobre aquellos principios, implica una apelación a la
libertad y a la responsabilidad. Como expresa el viejo dicho: a quien le quepa
el sayo, que se lo ponga. Diversamente y al menos un poco, nos cabe a todos. En
eso, en asumir la parte que le corresponde en el destino de la polis, consiste
concretamente la condición de ciudadano.
(*) Arzobispo de La Plata. Miembro
correspondiente de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
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