negarlas es de
buen tono, pero que las hay, las hay
Claudia Peiró
Infobae, 26 Oct,
2024
Es de buen tono
decir “no creo en las conspiraciones”. O descalificar a cualquiera que se
pregunte el porqué o el trasfondo de acontecimientos como “conspiranoico”. Si
se googlea la palabra “conspiración”, lo primero, por no decir casi lo único,
que sale como resultado es una suerte de relativización -la conspiración es una
“teoría-, o explicaciones casi paternalistas, condescendientes, hacia esa gente
entre tonta y supersticiosa que necesita una explicación secreta para todo.
“Las diez teorías
conspirativas más locas de la actualidad”, o bien “8 famosas teorías
conspiratorias que han hecho historia”, son algunos de los resultados de la
búsqueda.
Un sitio que se
arroga la función de “chequeador” dice por ejemplo: “¿Qué significa la palabra
conspirativa?: es la creencia de que ciertos eventos o situaciones son
secretamente manipulados por fuerzas poderosas con intenciones negativas. Suele
aparecer como una explicación lógica de eventos o situaciones que son difíciles
de entender y trae una falsa sensación de control y orden”.
O sea, creer en
una conspiración -o denunciar una manipulación- es equivalente a tener alguna
falencia intelectual o psicológica.
Pues bien, yo
parto de la base de que si alguien me dice, en una discusión o comentario sobre
hechos presentes o pasados de la vida pública, “no creo en las conspiraciones”,
es un inconsciente que prefiere vivir sin saber cómo funciona el mundo. Incluso
un idiota útil.
Y si se trata de
un poderoso, es simple: está tapando su autoría intelectual. O la de terceros.
Ya que se habla de
Isabel Perón en estos días, el golpe del 24 de marzo del 76 no fue para nada un
brote de último momento: pocos hechos fueron objeto de tanta conspiración
previa. Eran tantos confabulados que ya era vox pópuli: hasta había un
diario que hacía la cuenta regresiva mientras el grueso de los dirigentes
buscaba el palenque militar en el cual rascarse cuando estallara el asunto.
Y queda un
capítulo poco explorado de esta historia: la colusión de las organizaciones
armadas -de su cúpula- con los golpistas, a los que no se cansaron de darles
argumentos, contribuyendo al caos y a la violencia, para que los militares
pudieran voltear al gobierno en nombre de la restauración del orden.
Es un complot que
a nadie le interesa investigar porque contradice el relato de moda de las
primeras décadas de este siglo.
Hace poco escribí
sobre la Operación Lobo, una infiltración en la organización terrorista vasca
ETA por parte de la policía española. Pero lo interesante es que -en la
película que se hizo sobre el caso- se insinúa que había otras infiltraciones y
a más alto nivel y no precisamente por parte de la policía española. Adolfo
Suárez, el primer presidente de gobierno español tras el fin del franquismo, lo
insinuó hasta dónde pudo: “No sé si ETA cobra en rublos o en dólares”.
Es que muchos
políticos -estadistas, más precisamente- saben bien de qué se trata, pero
juegan el juego y, cada tanto, como Adolfo Suárez, dejan caer alguna verdad.
Decir todo no se puede porque podrían tener problemas con su helicóptero, por
ejemplo.
Este tema de las
conspiraciones estuvo muy en el tapete con la pandemia del coronavirus. Aclaro
que estoy vacunada, o sea, no niego la realidad del virus. Pero la historia del
murciélago vendido en un mercado fue una tomadura de pelo. Tan berreta. De
hecho, un señor tan serio como Luc Montagnier, el científico francés que
identificó el virus del SIDA, lo dijo clarito: “Estaban manipulando el virus en
un laboratorio…” Y algo pasó, sin querer o queriendo. Apenas lo dijo, los
racionales que niegan todas las conspiraciones se olvidaron del respeto
merecido al científico del Instituto Pasteur por su trayectoria y lo tildaron
de viejo gagá. Luego la realidad le dio la razón pero Montagnier ya había
muerto -en febrero de 2022- y evitaron tener que disculparse.
La historia está
jalonada de conspiraciones y complots -no todos para el mal-, lo que no
significa que todo pueda ser explicado de ese modo. Existen los fenómenos
sociales, culturales y políticos. Hay gobernantes que exponen sus intenciones,
que hacen docencia, que elevan las conciencias. Lamentablemente no son los más
y últimamente escasean de modo cruel.
No todo en la
historia y en el devenir humano se explica por conspiraciones, pero que las
hay, las hay. Existen las conspiraciones, la manipulación de la opinión pública,
las campañas orquestadas.
De hecho, el
grueso de los magnicidios son obra de conspiraciones. Recientemente, un título
en un diario español decía: “Por qué todos queremos creer que detrás del
atentado contra Trump hay una conspiración”. La respuesta seria: porque es lo
más probable.
La teoría del
“lobo solitario” es una de las formas de borrar la firma de un crimen político.
La nota en el
elDiario.es estaba firmada por un tal Javier Cavanilles, que se presentaba como
experto en teorías de la conspiración. “Ya se sabe que todos somos
conspiranoicos, aunque algunos quieran ocultarlo”, decía no sin
condescendencia.
“Que un loco
intente matar a un presidente (o candidato) es tan americano como el apple pie,
pero el público quiere una conspiración. Y si no lo hay, se la inventa”,
sostiene Cavanilles. Es como decir que hay algo en el ADN estadounidense que
explica esta tendencia a matar presidentes. El autor admite que es raro “que un
chaval de 20 años intente asesinar al que probablemente sea el próximo presidente
de EEUU [Pero] no se le puede pedir normalidad a los hechos que rodean un
intento de magnicidio”.
O sea, los
magnicidios son obra de locos. Esto evita buscar otra explicación y exponer
verdades incómodas.
El magnicidio,
como el golpe de Estado, es en realidad el recurso desesperado de un grupo de
interés, un sector de elite que, cuando no puede apropiarse del poder por
medios legítimos, recurre a la fuerza: en algunos países la “tradición” era el
putsch, el derrocamiento del gobierno legal para instaurar uno de facto; en
otros, el magnicidio porque el sistema no admitía el golpe de Estado.
Increíblemente, se
llegó a insinuar que Donald Trump pudo promover un autoatentado para sacar
provecho electoral. El detalle es que casi lo matan. De hecho, no hubo más
escándalo porque el candidato es muy de derecha. Si hubiese sido un progre
todavía estarían llorando.
Hace poco día leí
una frase de Diego Papic, en Seúl, que me pareció genial: “Quejarse es de
izquierda”. De este concepto hay una versión muy buena de Sergio Romano, el
brillante columnista del Corriere della Sera, pluma envidiable (tiene
respetables 95 años): “Cuando la izquierda está en el llano culpa al
gobierno hasta de la lluvia; cuando está en el poder grita ¡complot!” (cito de
memoria).
Es una gran
verdad. Cuando gobiernan los progresistas, todo lo que les sale mal es porque
los boicotean, pero cuando ellos son oposición, el que ejerce el poder es
responsable de absolutamente todo.
Si leyeron la
novela de Frederick Forsyth, “El Chacal” (o vieron la película, la original, no
la remake con Richard Gere, que es francamente mala), recordarán la escena en
la cual un atentado contra Charles De Gaulle, entonces presidente de Francia,
falla por esa maldita costumbre de los franceses de darse un beso en cada
mejilla, En el momento en que De Gaulle, que era muy alto, se inclina para
besar a un veterano al que está condecorando en la explanada del Arco de
Triunfo, su cabeza esquiva la bala que dispara el francotirador que se hunde en
el asfalto. Esta escena es producto de la imaginación del autor, que se basa en
los varios atentados que sufrió De Gaulle por parte de la OAS (Organización del
Ejército Secreto), un grupo de ultra derecha disconforme porque el general le
había concedido la independencia a Argelia.
Pero eso que
Forsythe imaginó en el caso de De Gaulle es exactamente lo que pasó en el
atentado contra Trump. Y fíjense qué poco escándalo causó. Un atentado que
estuvo a punto de ser exitoso. La baja rozó la oreja de Trump porque éste se
movió. Destino. Eso sí, el perpetrador murió -como el de Kennedy y tantos otros
autores de atentados que no viven para contarlo- de modo que, de momento, ahí
murió la investigación.
“El asesinato de
Isaac Rabin en 1995 tampoco contribuyó en nada a la paz entre Israel y
Palestina”, sigue Cavanilles, experto en conspiraciones. Insólita afirmación.
Ese magnicidio tenía exactamente el objeto contrario: frustrar el proceso de
paz que nunca había estado tan avanzado como en tiempo de Rabin. Lamentablemente
ese atentado tuvo éxito, no sólo porque Rabin murió sino porque con él murió la
chance de la convivencia pacífica de dos Estados. al menos por un buen tiempo.
Ahí también actuó
un “loco sujeto”. Un colono israelí enojado…
“Un magnicidio sin
motivo es un clásico que nunca muere”, agrega el experto Cavanilles. Sería
interesante saber cuáles son los magnicidios sin motivo a los que alude porque
todos, absolutamente todos, tienen motivo.
Arnaud de la Croix
es un filósofo e historiador belga que escribió “13 complots qui ont fait
l’histoire” - o sea “13 complots que han hecho la historia” (ed. Racine, 2018).
Seleccionó 13 porque es un número agorero desde la traición de Judas, cuando
eran 13 en la mesa, Jesús más sus 12 discípulos.
El autor reconoce
que no siempre es fácil distinguir entre un complot real y lo que se llama
“teoría del complot”. Y no es fácil, “sencillamente porque los complots existen
y es complejo exponerlos a la luz”, por motivos obvios.
La teoría de la
conspiración consiste en “dar una visión de los grandes acontecimientos
históricos, frecuentemente mortíferos, presentados como producto de la acción
de un grupo oculto que actúa en la sombra, (...) un pequeño grupo de gente
poderosa que se coordina en secreto para planificar y emprender una acción
ilegal y nefasta, que afecta el curso de los acontecimientos”, dice el prólogo
del libro de De la Croix, citando “Conspiracy Theories in American History”,
(2003).
Pues bien, la
teoría tiene mucho de realidad, como lo prueban los mismos 13 casos que
presenta el libro, que arranca con uno de los primeros complots registrados de
la historia: la muerte de Julio César, a manos de varios conjurados: una
puñalada por cada uno…
Está claro que hay
complots imaginarios que juegan un rol social nefasto: el señalamiento de un
chivo emisario para que cargue las culpas colectivas o inexplicables, algo de
lo cual fueron muy frecuentemente víctimas los judíos, por ejemplo, como
durante la peste bubónica del siglo XIV y, en el siglo XX, bajo el nazismo.
Hay un dato
significativo: los nazis que fueron juzgados en Nüremberg, lo fueron por una
acusación de “conspiración”. En concreto, conspiración para cometer “crímenes
contra la paz” (guerra de agresión), “crímenes de guerra” (violación de normas
internacionales) y “crímenes contra la humanidad” (asesinato, exterminio,
esclavitud, deportación, etc.)
Pero, como dije
antes, no todo complot es para el mal: la lamentablemente fracasada Operación
Walkiria fue una conspiración de varios militares y civiles alemanes para matar
a Hitler, derrocar al régimen nazi y negociar de inmediato la paz.
Y sin ir más
lejos, nuestro San Martín, recién llegado a Buenos Aires, participó de la
creación de la Logia Lautaro, grupo con el cual luego promovió el derrocamiento
del primer triunvirato en octubre de 1812 para sacar al proceso de
independencia de la parálisis en que lo estaba dejando Rivadavia.
Honoré de Balzac,
el célebre novelista que retrató su siglo (XIX) como pocos, decía: “Hay dos
historias, la historia oficial, mentirosa, y luego la historia secreta, donde
están las verdaderas causas de los acontecimientos”. ¿Conspiranoico o realista?
Hay un complot que
(casi) nunca dice su nombre: el Watergate. Presentado como una investigación
periodística que dio celebridad a sus autores que tenían un misteriosa fuente a
la que llamaban “garganta profunda”. Pues bien, eso no fue más que una
conspiración contra Richard Nixon para sacarlo del gobierno. Esto quedó
expuesto cuando se confirmó al fin que la “fuente” era Mark Felt, ni más ni
menos el n°2 del FBI, en el momento del Watergate.
Los franceses
crearon la expresión “cherchez la femme” (“busquen la mujer”) para explicar
casos policiales en los que el comportamiento fuera de la ley de un hombre está
inspirado en el interés por una dama. Algunos recrean la frase como “cherchez
l’argent”, es decir busquen el dinero.
Todas las
políticas deconstructivas de que es víctima o laboratorio de ensayo nuestro
país en los últimos años -vaciamiento educativo, antinatalismo, abolicionismo
psiquiátrico, propagandización del transgenerismo, ideología de género, etc.-
todo, absolutamente todo, está promovido por ong locales que o bien son
filiales de organizaciones internacionales o bien están todas financiadas por
las mismas fundaciones extranjeras. O gobiernos.
No sé qué es más
delirante, si creer en la filantropía o pensar que persiguen un interés.
¿Alguien puede
pensar que el robo de las manos de Perón no fue el fruto de una conspiración?
No se trató de una simple profanación. Como lo muestra la investigación
publicada por Claudio Negrete y Juan Carlos Iglesias, ingresar a la bóveda,
abrir el ataúd y proceder a la mutilación fue una operación que requirió mucha
planificación, infraestructura y protección. Pero muchos prefieren fingir
demencia antes que pensar en lo siniestro de esta conspiración y en la
impunidad que la rodea. Ni hablar de lo ocurrido luego: la eliminación, un año
y medio después de la profanación, del juez Jaime Far Suau, que estaba
investigando a conciencia el hecho y que murió en un accidente automovilístico
en una ruta desierta.
El asalto al
cuartel de La Tablada es un caso de conspiraciones superpuestas: allí hubo
provocadores e idiotas útiles, y manipuladores por detrás. Fue una conspiración
destinada a dificultar el regreso -inminente, porque ya se sabía que Carlos
Menem ganaría las elecciones- del peronismo al gobierno.
En el libro de De
la Croix se habla de un caso poco conocido entre nosotros, las Matanzas de
Brabant, que es una región de Bélgica. El asunto es bastante impactante.
Entre 1982 y 1985,
se sucedieron una serie de asaltos y crímenes sangrientos ese país europeo que
se caracterizaban por un modus operandi particular: dejaban un reguero
innecesario de muertos para botines demasiado magros. Los asaltantes tenían un
accionar tipo comando, fusilaban a sangre fría a los dueños de los comercios o
restaurantes que asaltaban o a cualquier policía que se les cruzara por
delante. Y en su retirada de la escena uno de ellos disparaba con ametralladora
desde el baúl del auto…
De película. Y así
como asolaron la región de Brabant durante tres años un día desparecieron sin
más. 40 años de investigación no dieron resultados.
Recientemente, el
caso volvió a la luz pública hace unos pocos años cuando en su lecho de muerte
un gendarme confesó haber sido uno de los asaltantes, confirmando así la
hipótesis más plausible: que los asaltos eran cometidos por hombres de las
mismas fuerzas de seguridad, lo que explica su profesionalismo y la capacidad
para eludir a la policía. Tenían inside information.
¿Pero cuál era el
objetivo?
Arnaud de la Croix
cree que la explicación radica en el contexto de tensión ligado a la guerra
fría. Bélgica habría sido una suerte de terreno de juego para los Estados
Unidos y la Unión Soviética en el marco de la crisis de los euromisiles. “Parto
de una constatación: sufrimos una serie de matanzas cometidas de forma muy
profesional, sin errores. Se escapan de todas las persecuciones. Y, en contraste,
el botín era ridículo. Esa paradoja muestra en mi opinión que se trató de algo
por completo diferente de un accionar de grandes bandas delictivas”.
Para algunos se
trató de un accionar de la misma policía para obtener un refuerzo del poder
policial en una Bélgica demasiado laxa.
En total, las
Matanzas de Brabant dejaron 28 muertos y un número equivalente de heridos,
muchos de ellos graves.
El tema de las
conspiraciones es interminable porque los ejemplos abundan en la historia y en
el presente, pero a modo de conclusión cabe decir que, si alguien dice que no
cree en las conspiraciones, debe inspirar lástima, por su ingenuidad, o
desconfianza, porque intenta esconder algo.