Por Santiago
González
La Prensa, 11.01.2025
Decía Oscar Wilde
que un cínico es aquél que conoce el precio de todo y el valor de nada. El gobierno libertario, que llegó al poder con la
promesa de bajar la inflación, eliminar el déficit y aliviar nuestras espaldas
del peso de un Estado agobiante, ineficaz y corrupto, se ha lanzado al mismo
tiempo, y con batallador denuedo, a promover la cultura del cinismo, que
confunde la rentabilidad con la virtud. Cuando el candidato Javier Milei
hablaba de vender hijos u órganos vitales lo tomamos como un modo extravagante
de reforzar un mensaje disruptivo. Ahora vemos que lo decía en serio.
Según describen
los economistas, las cosas tienen un valor de uso y un valor de cambio: un
automóvil tiene un valor de uso porque facilita movernos con agilidad y
transportar cosas y personas, pero también tiene un valor de cambio, que ante
una emergencia financiera nos permite venderlo y hacernos del dinero necesario
para afrontarla. Ese valor de cambio es el precio, y es el único valor
reconocido por la cultura del cinismo.
Pero además de lo
que piensan los economistas, las cosas tienen un valor simbólico: conservamos
el abanico de la abuela no por su valor de uso ni por su valor de cambio, salvo
que se trate de una pieza singular; conservamos el abanico de la abuela
simplemente porque es el abanico de la abuela y aparece asociado en nuestra
memoria a imágenes o situaciones que nos resistimos a olvidar, que tocan
nuestras emociones o forman parte de nuestra identidad.
Los reclamos
argentinos sobre las islas Malvinas, que sucedieron de inmediato a su
usurpación en 1833, cuando no se las relacionaba con la pesca ni el petróleo ni
la Antártida, atendieron sobre todo a su valor territorial simbólico, y ése es
el valor que predomina hoy sobre cualquier otro en la conciencia de los
argentinos. Los libertarios que proponen venderlas, o canjearlas por alguna
otra cosa, o simplemente desentenderse de ellas para no meterse en gastos, sólo
piensan en su precio: son cínicos, según la definición de Wilde.
DEBE Y HABER
Milei redujo
efectivamente la inflación, pero lo hizo induciendo una recesión que no cede y
promete convertirse en una depresión económica de la que costaría años salir, y
eliminó el déficit rebajando los haberes jubilatorios, cancelando la obra
pública y suspendiendo pagos a las provincias, maniobras que no son
sustentables en el tiempo sin sacrificios generalizados, en términos personales
y económicos. La promesa de reducir la carga fiscal no se cumplió, y el único
impuesto eliminado es ¡un impuesto a las importaciones!
Invocando diversas
razones, el Gobierno tampoco liberó el mercado de cambios, y mantuvo
prácticamente congelado el valor del dólar, cuyo precio es el único que no
aumentó (peor aun, se redujo) en una economía que soportó en 2024 una inflación
acumulada del orden del 120%. La Argentina se volvió así insoportablemente cara
en dólares, haciendo añicos las módicas mejoras salariales y jubilatorias
experimentadas en el período.
El retraso cambiario
despojó de toda competitividad a las exportaciones, y alentó al mismo tiempo un
festival de importaciones de productos terminados. Domingo Cavallo calculó ese
retraso en un 20%, y desató las iras del Presidente. Las playas de Brasil y
Chile, saturadas de veraneantes argentinos, le dieron sin embargo la razón al
ex ministro. La algarabía de quienes aprovechan de un dólar irracionalmente
barato evoca de manera inquietante los tiempos alegres de la plata dulce y el
deme dos… y lo que vino después.
El efecto
combinado de las políticas económicas gubernamentales ha sido atroz para la
economía real: unos 200.000 puestos de trabajo formales perdidos y unas 16.000
empresas cerradas: comerciales, industriales y agropecuarias; en su mayoría
pequeñas y medianas, pero también algunas grandes, con más de medio siglo de
actividad, como lo registra a diario la crónica periodística.
La construcción
está virtualmente paralizada, el campo en situación desesperante, la industria
no encuentra mercado interno ni puede llegar al externo por la traba cambiaria,
el consumo no supera los niveles de subsistencia, la presión impositiva se
mantiene y las tarifas de los servicios públicos siguen aumentando en la medida
en que se reducen o eliminan los subsidios existentes. La economía cotidiana no
ha podido beneficiarse siquiera del pasajero impulso del turismo estival.
Pese a todo, esta
tragedia queda relegada a un segundo plano en la conciencia pública por el
alivio del azote inflacionario, alivio que contribuye a mantener viva la esperanza
en el gobierno. La cultura del cinismo, la que todo lo mide en términos de
costo-beneficio, comprobó que, al menos por ahora, el costo de las medidas
económicas lo paga la gente, y que sus beneficios los recoge el oficialismo en
términos de capital político.
La liberación del
mercado cambiario, o al menos una corrección significativa de la paridad
controlada, podría ser la llave para empezar a revertir de algún modo esa
situación: imprimiría un sacudón de confianza, daría impulso inmediato a la actividad
productiva, alentaría las exportaciones y el ingreso de divisas, y reduciría la
amenaza de quiebras y despidos.
Pero
inevitablemente produciría también un cimbronazo inflacionario inaceptable para
el Gobierno, que teme perder de ese modo en un año electoral el rédito de su
única promesa de campaña perceptiblemente cumplida, más allá de los
instrumentos elegidos para lograrlo. Como en los mejores años de la casta, las
decisiones económicas se subordinan a las necesidades políticas de los ocupantes
del poder.
Las primeras
declaraciones públicas de Milei en este 2025 lo mostraron con la mirada
concentrada en las elecciones legislativas de octubre. No teme endeudarnos para
cubrir el costo de mantener el dólar quieto por lo menos hasta entonces —un plan
platita exclusivo para bicicleteros—, y está decidido a aniquilar cualquier
atisbo de opción política capaz de discutirle el lugar absoluto que imagina
para sí en el manejo del poder durante los próximos años.
ESPECTROS
Así como el
fracaso de Fernando de la Rúa pulverizó el remanente radical que había dejado
el alfonsinismo, los veinte años de kirchnerismo hicieron trizas el escaso
peronismo que se mantenía en pie tras la década menemista. La rutilante
aparición de Milei convirtió a los dos grandes partidos en espectros que se
miran al espejo y no ven nada, o no saben qué es lo que ven. Su presencia en
algunos territorios es meramente inercial.
El mileismo está
armando rápidamente un agrupamiento de alcance nacional y juntando los clavos
para cerrar varios ataúdes. Pero teme que sus rivales —reales, potenciales o
imaginarios— aniden en su propio tejido, particularmente Mauricio Macri, sin
cuyo respaldo jamás habría triunfado en la segunda vuelta electoral, y Victoria
Villarruel, igualmente decisiva para ese triunfo, y que supo ganarse desde su
lugar niveles inesperados de simpatía popular.
Todos los
esfuerzos políticos del oficialismo apuntan desde fines del año pasado a
destruir a ambas figuras, incluso insinuando un impensable vínculo oculto entre
ellas. A Macri, después de haberle quebrado el partido gracias a la penúltima
voltereta de Patricia Bullrich, lo desgasta en un juego sádico de seducción y
destrato, y a Villarruel con una miserable campaña de calumnias que advierte
sobre los desagradables límites a los que puede llegar la ambición mileísta.
EL AÑO DEL
SACRIFICIO
Los argentinos
hemos demostrado ser más o menos conscientes de que 2024 era el año del
sacrificio; esperábamos que 2025 nos explicara el sentido de ese sacrificio:
para qué estamos soportando lo que estamos soportando, cuándo veremos la luz al
final del túnel, y sobre todo hacia dónde conduce el camino que transitamos a
oscuras en ese túnel. El Presidente se limitó a proponer una consigna
electoral: “arrasar con el kichernismo”.
Pero a nadie le
importa “arrasar con el kirchnerismo” (de lo que se ocupa él mismo y lo hace
muy bien) cuando lo arrasado es la economía, cuando los ingresos no cubren los
gastos; cuando el empleo, si es que se lo conserva, está en peligro; cuando la
oferta de trabajo informal se esfuma; cuando los turistas no llegan y los
clientes compran lo mínimo indispensable; cuando las góndolas se pueblan de
productos importados y las fábricas cierran.
Para esas
inquietudes el Gobierno no tiene respuestas. No tiene respuestas, pero tiene un
plan. Siempre hay un plan, nadie llega al poder para hacer cosas a la bartola:
no se lo permitirían. Como el oficialismo no hace explícito su plan, habrá que
deducirlo de sus hechos, y también de sus palabras. Y para ello tenemos que volver
al comienzo, a la cultura del cinismo, que confunde valor con precio. Que es
capaz de vender a sus hijos. O a su patria.
“Lo más importante
de mi vida son mis hijitos de cuatro patas; y hoy mi hermana”, le dijo Milei al
periodista Luis Majul en su primer reportaje del año. “Y después el mundo, si
se quiere”, agregó. La patria, o los compatriotas, no entran en su radar, no
los registra. Fuera de sus perros y su hermana, el resto es precio, cosas que
se compran y se venden. El mundo, en el mejor de los casos, es un escenario a
la medida de su egolatría.
Ocurre sin embargo
que la patria es un valor, principalmente un valor simbólico, y por lo tanto
invisible para los cínicos. ¿Cómo puede Milei paralizar la economía nacional,
degradar su infraestructura productiva, condenar al campo y a la industria,
empobrecer a su población, y al mismo tiempo prometer una sociedad con los más
altos niveles de prosperidad en el plazo de dos o tres décadas? ¿Sobre qué
bases se asienta esa promesa? ¿Cuál será el motor de ese cambio?
El programa de
Milei —según se deduce de sus actos de gobierno, insisto, porque él mismo no lo
ha hecho explícito—, parece ser el de allanar el terreno, ordenar la
macroeconomía, eliminar regulaciones y barreras y cualquier cosa que impida u
obstaculice la entrada y salida de capitales, y poner la Argentina en
impecables condiciones para ser explotada en sus recursos naturales y humanos
por intereses externos. Convertirla, hablando mal y pronto, en patio de juegos
para los fondos de inversión: es linda, rica, y poblada por poca gente pero
buena.
En ese marco,
seguramente los argentinos vamos a mejorar nuestro nivel de vida respecto de
los estándares actuales, aunque no podamos definir nuestro destino nacional ni
trazarnos un rumbo, un propósito, una estética ni un modo de vida propios.
Vamos a convertirnos en el personal doméstico de nuestro propio país, vamos a
ser los conserjes y las mucamas, los jardineros y los encargados de
mantenimiento, aunque nuestra tarjeta diga “médico” o “ingeniero” o “abogado” o
“físico”. O “ministro” o “diputado”, para el caso.
El cumplimiento de
ese objetivo implica borrar cualquier reivindicación de identidad nacional,
como la que representa la vicepresidente Villarruel; implica aniquilar
cualquier motivo de orgullo nacional, de los pocos que nos quedan, como la
industria nuclear, que se quiere someter a un plan extranacional, o el mismo
fútbol, con la idea de convertir los clubes en sociedades anónimas: el festejo
popular del mundial 2022 se les quedó atragantado, el valor debe ser reducido a
precio.
La conciencia
nacional, sin embargo, parece ser más fuerte que la cultura del cinismo: lo
sugiere la popularidad de la vicepresidente Villarruel, ganada simplemente con
su respeto por las creencias y las tradiciones; lo mostró Lionel Messi al no
acudir a Washington para recibir una medalla conferida por Joe Biden: aunque se
excusó con elegancia, la Casa Blanca entendió el mensaje y omitió mencionar su
nombre durante la ceremonia de entrega. Pero no hubo foto de Messi al lado de
George Soros, Hillary Clinton, Bono y Jane Goodall. No la hubo. No.
Santiago González
* Periodista.
Editor de la página web gauchomalo.com.ar