POR BERNARDINO
MONTEJANO
La Prensa,
26.01.2025
La “Némesis” que
hoy reivindicamos, es la “justa indignación” de Aristóteles, virtud que nos
mueve a reaccionar ante la desmesura, la incontinencia, la arrogancia de los
protervos.
Debe su nombre a
una diosa de la mitología griega, cuya estatua alada se encuentra en el Louvre
y aparece con una rueda, de la fortuna, que se podía dar vuelta en cualquier
momento y la encontramos en las Euménides de Esquilo.
Para ser virtuosa
la “Némesis” debe superar dos extremos viciosos: por defecto, la falta de
reacción ante la Hybris o desmesura, y por exceso cuando se mezcla la
indignación con la venganza ciega y con Eris, enemiga de la justicia, promotora
de la discordia.
Días atrás tuve
una breve conversación con un fraile, a quien mucho debo y espero que no le
moleste esta nota. Como otras veces al despedirse me aconsejó: “no se enoje”,
cosa difícil en la Argentina de hoy y en la Iglesia presidida por Francisco.
Una hermana mía,
Teresita Montejano de Payá, murió hace unos años, una santa con cierta dosis de
buenismo, siempre me retaba: ¡Vos, siempre escribiendo contra algo o alguien!
Un día le contesté: Tengo un gran maestro; ¿quién? San Agustín que escribió La
Ciudad de Dios contra los paganos, Contra los académicos, De la naturaleza del
bien contra los maniqueos.
Por un tiempo, se
acabaron los reproches, pero con el ascenso de Francisco y mis críticas, volvió
a la carga. Dios quiso llamarla a su lado y evitarle ver el triste espectáculo
de la liquidación de la Iglesia en la Argentina.
Al fraile, a quien
espero seguir viéndolo, porque en su Misa hay lugar para todos. Incluso algunos
de los asistentes, como el matrimonio de Miguel y María Mujica, Sandra Tolosa,
Estela y Ana Estarcoz, María Fernanda Iglesias, Claudia Santamarina, viuda de
un inolvidable ex alumno Marcelo Faure, Elena Villafañe y Thais Tanco de
Nousan, reciben estas notas.
Y a su consejo de
no enojarme, le opongo, no a san Agustín, sino a Jesucristo, y su actitud ante
fariseos, saduceos, legistas y mercaderes del Templo.
LOS SUYOS
La encarnación del
Mesías se produce en “la plenitud de los tiempos” y allí, como escribe Giovanni
Papini, “comienza nuestra era, nuestra civilización, nuestra vida”.
Pertenece al
pueblo elegido, que había estado preparando su venida. Sin embargo, muchos
judíos lo rechazaron, como lo expresa el Evangelio: “Vino a su casa y los suyos
no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron les dio el poder de
hacerse hijos de Dios” (Juan, 1, 11).
El pueblo judío
vivía dentro del contexto del Imperio Romano que entonces asistía a una
bancarrota religiosa, traducida en el descrédito de los antiguos dioses y la
proliferación del ateísmo. El culto del emperador y el influjo de los cultos
orientales contribuían a la desorientación general.
El pueblo judío se
encontraba dividido en partidos religiosos. Los más importantes eran los
saduceos y los fariseos, además existían los esenios y los zelotes.
Los saduceos habían
pactado con los romanos vencedores, eran los acomodaticios de su tiempo,
tolerantes y contemporizadores, “con ideas y un exterior de culto y religión
judía, mientras en su interior estaban alejados del verdadero Dios y con una
ideología semi pagana”. Eran los grandes propietarios, los hombres de negocios,
los burócratas y no creían en la resurrección.
Los fariseos eran
fanáticos, meticulosos y soberbios y “mientras hacía profesión de defender la
ley ante sus más insignificantes prescripciones, sobre todo en la observancia
del sábado y la pureza legal, llenos de las pasiones más bastardas, no
vacilaban ante los crímenes más atroces para deshacerse de quien se atravesaban
en su camino”.
Fueron además
responsables de haber desvirtuado el concepto del Mesías esperado,
materializándolo en la figura de un caudillo político que los liberaría del
poder de los romanos y también eran amigos del dinero y el Señor los denuncia:
“Vosotros, los que
los la dais de justos delante de los hombres…porque lo que es estimable para
los hombres es abominable para Dios” (Lucas, 16, 14-15).
Fariseos y
legistas son denunciados en el Evangelio: “Ay de vosotros los fariseos, que
pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza y dejáis a un lado
la justicia y el amor de Dios” y como un doctor de la ley se quejó de ser
injuriado, el Señor le dijo: “¡Ay también de vosotros, los legistas, que
imponéis a los hombres cargas intolerables!” (Lucas, 11, 42 y 46).
“RAZA DE VIBORAS”
Juan Bautista
califica a ambos partidos con dureza: “Viendo venir muchos fariseos y saduceos
al bautismo, les dijo ‘Raza de víboras ¿quién os ha enseñado a huir de la ira
inminente? Dad, pues, frutos de conversión y no creáis con decir en vuestro
interior ‘tenemos por nuestro padre a Abraham’… ya está el hacha puesta a la
raíz de los árboles; y todo árbol que no de fruto bueno será cortado y arrojado
al fuego” (Mateo, 3, 7-11).
En la octava
edición de nuestro Curso de Derecho Natural comparábamos cómo Juan Bautista
habla a personas concretas que tiene delante y no a otras imaginarias,
inventadas por el cardenal Bergoglio, “izquierdas ateas y derechas descreídas”
en su reflexión del 25 de mayo del 2004. Y allí, señalamos: hubiera sido más
interesante y fecundo que el prelado hablara de los nuevos fariseos y de los
nuevos saduceos, dos categorías que pululan en el mundo actual. ¿O acaso hoy no
existen los cipayos, nuevos saduceos, materialistas, que entregan el cuerpo y
el alma de la patria? Y ¿no existen nuevos fariseos y legistas, atenidos a la
letra de las leyes positivas, ignorantes de la equidad y de la caridad? Cristo
no anduvo con vueltas, no usó un lenguaje equívoco y bramó indignado contra las
apariencias: “Raza de víboras, ¿cómo podéis vosotros hablar cosas buenas siendo
malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mateo, 12, 37).
Cristo previene a
sus discípulos “de la levadura de los fariseos que es la hipocresía. Nada hay
encubierto que no haya de ser descubierto ni oculto que no haya de saberse” y
les advierte: “No temáis a los que matan el cuerpo… temed a Aquél que, después
de matar, tiene poder de arrojar a la gehena” (Lucas, 12, 1 y 7).
Y en el episodio
del templo su justa indignación se tradujo en hechos, pasó a la acción como lo
relata san Lucas: “Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que
vendían, diciéndoles: Esta escrito; Mi Casa será Casa de oración. ¡Pero
vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos!” (19, 45-46).
¿Hubiera sido
mejor no enojarse, como tantas veces sucede hoy en los lugares santos mezclados
con el vil comercio, en nombre de la tolerancia y las participaciones? Cristo
nos legó sus enojos y hubiera expulsado con su látigo, no lo dudamos, a quienes
por compromisos partidarios han profanado nuestras iglesias y a quienes en el
Vaticano ignoraron que distribuían su cuerpo y su sangre a pecadores públicos.