por CARLOS DANIEL LASA
Fuera los metafísicos, MARZO 23, 2015
Nos tendremos
que decidir, mediante la emisión del voto, qué orientación daremos a nuestro
país en los venideros cuatro años. Detrás de cada uno de nuestros votos, con
seguridad, anida la secreta esperanza de que el porvenir sea un estado más
venturoso que el actual. Los filósofos clásicos designaban mediante el vocablo
griego eujé el deseo y el ruego, propio de toda persona decente que tenía por
objeto la existencia de un orden perfecto de la ciudad. Dado que el ideal de
las personas decentes es siempre el bien, su deseo político se traduce en un
ideal práctico ordenado a la realización de un orden político lo más perfecto
posible.
Los filósofos clásicos sabían perfectamente que
existía un abismo entre el ideal y la realidad. La realización de un ideal es
un asunto azaroso en el cual intervienen tantas circunstancias que no permiten
garantizar, de un modo necesario, la existencia de un resultado determinado. En
consecuencia, una persona decente debe saber con claridad cuál es el ideal que
debiera alcanzar una sociedad política (si bien, como he referido, sabe que el
máximo bien político está regido por la ley del azar).
Refiriéndose a esta forma de utopismo, refiere Leo
Strauss: “El significado práctico de este utopismo no consistía, insisto, en
hacer predicción alguna sobre el futuro curso de los acontecimientos; consistía
simplemente en señalar la dirección que deberían tomar los esfuerzos dirigidos
a mejorar las cosas”[1].
Pese a estos deseos de “mejorar las cosas”, pareciera
que los argentinos hemos perdido la conciencia del referido ideal,
reemplazándolo con máximas indecentes como éstas: “roban pero hacen”, “se
manejan bien en el poder”, “tienen vocación de gobierno”, etc. La pérdida de
este ideal tiene un resultado bien concreto: la imposibilidad de mejorar.
Pareciera que cada argentino llevase dentro de sí a un Maquiavelo, que se
conforma con describir cómo son y cómo se comportan los hombres en general —y
los gobernantes en particular—, en lugar de bregar por la existencia de una
sociedad que enseñe a todos sus integrantes cómo deben ser y cómo deben comportarse.
Pero me pregunto: ¿cuáles son los ideales que un
argentino decente debiera perseguir para que se vean realizados en el próximo
gobierno?
En primer lugar, el Poder Ejecutivo venidero debiera
afianzar los lazos de amistad entre los ciudadanos que conformamos la
Argentina. Una sociedad en la que reinan el litigio y la violencia permanentes,
es una sociedad enferma. La conquista de grandes objetivos, entre los cuales el
primero es el de la paz interior, exige la presencia de un espíritu de amistad
entre todos los argentinos. Los períodos de auténtico progreso no se dan en
tiempos de guerra sino cuando reina la paz.
En segundo lugar, se debiera superar la esquizofrenia
argentina entre una praxis política caudillista —que en realidad somos— y el
estado republicano —que la Constitución dice que somos—. Para esto será
necesario recuperar el sentido de la primacía de la ley. La configuración de un
Parlamento y de una Justicia fuertes (el Ejecutivo siempre lo ha sido) harán
que la adopción constitucional de nuestro sistema político sea, por fin, una
realidad.
Finalmente, el gobierno deberá poner todo su esfuerzo
en hacer efectiva una educación de excelencia, una educación de verdaderos
señores: aquella que hace que cada hombre llegue a ser dueño de sí mismo. Una
república no puede hacerse sin señores, que es como decir, sin personas
plenamente libres. Es hora de que nuestra sociedad asegure la existencia de un
espacio educativo apto para cincelar el alma. La República es el resultado del
alma ensanchada de cada ciudadano: no habrá República sin la existencia de
almas valiosas cuyo primer acto sea el señorío sobre sí mismas.
Considero que cada argentino tiene una gran
responsabilidad frente a sí: dar cuenta, ante todo, de un ideal político
decente. Será esta perspectiva la que nos permitirá distinguir el trigo de la
cizaña y, de este modo, poder proyectar una Argentina mejor, ya no una
esperanza utópica. Los argentinos debiéramos mostrar, en esta elección y en las
venideras —como así también en cada acto público—, que aquella máxima de Giulio
Cesare Vanini, proclamada en el año 1615, que rezaba “el mundo ama ser engañado
y, por eso, se lo engaña”[2], no será ya aplicable a nuestro caso.
Citas
[1] Leo Strauss. ¿Qué podemos aprender de la teoría
política? Madrid, Alianza Editorial, 2014, p. 168.
[2] Giulio Cesare Vanini. Amphitheatrum aeternae
providentiae. En Giulio Cesare Vanini. Tutte le opere. Milano, Bompiani, 2010.
Exercitatio VI, 36, p. 384. “Mundus vult decipi, decipiatur ergo”.