Por José Antonio Riesco
Instituto de Teoría del Estado
Desde que al diario La Nación se le ocurrió otorgarle el premio 2008 al politólogo mexicano César Cansino, de paso doctor de su especialidad en la Universidad Complutense (Madrid) y en la idem de Florencia (Italia), el autor y su libro están en medio de un debate. Incluso un par de amigos, universitarios ellos, me reclamaron por haber comentado “La muerte de la Ciencia Política” (así se titula la obra de Cansino), sin salirle al cruce con algunas malas palabras. Estamos tan acostumbrados a la intolerancia que nos irrita cuando alguien dice o escribe algo que perturba la mitología doméstica.
Pues bien, no creo haberlo aplaudido a Cansino (a quien no tengo el gusto de conocer) cuando comenté su tesis en una nota (“En verdad, ¿está muerta la Ciencia Política?”) de hace pocas semanas, pero tampoco dejé de reconocerle el servicio que está prestando en pro del esclarecimiento de un asunto maduro aunque postergado. Con el debido respeto por tantos eminentes pensadores que han dictado cátedras y publicado tratados de la materia, en los cuales todos aprendimos algo, no creo faltar a la ética y a la responsabilidad si digo que, en las últimas décadas, la Politología casi se transformó en una ciencia de pavos reales. Sobre todo desde que, de sus grandes cuestiones, se apoderaron los literatos “progre”, que escriben bien y macanean mejor.
Vale aclarar un aspecto. Si la CP tiene un objeto propio (y sabido es que existe una batería de métodos según cada sacristán) no puede ser otro que “la política”, o sea esa zona, tan vital y a veces tan cochina, de la realidad social donde los hombres y las mujeres compiten, de manera pacífica o violenta, para decidir quién, cómo, para y por qué alguien manda en el grupo. O sea, la política es vida humana y social con capacidad para, a veces, levantar alta temperatura; y su versión simbólica logra sentido y función precisamente por que se refiere a algo más concreto que una simple idea. Al margen de su realidad vital la política es solamente un libro en el anaquel o una palabra en boca de un predicador, al riesgo de no pasar de un flato voce.
Entiéndase ahora, el escándalo provocado por el libro de Cansino no es un enigma de nombres o de autores, sino de una tendencia que tomó forma en la segunda postguerra con la pretensión de subordinar la elaboración científico-política a las “leyes generales”, o sea a los métodos propios de las ciencias naturales, sobre todo de la física y la química. Hasta tomó cuerpo la cofradía del “fisicalismo”. Lo que no dio resultado con el materialismo de Marx o con el organicismo de Spencer, en el siglo XIX, se lo trató de refundar en el XX y persiste en el presente, aunque en crisis.
Si los mentores de esta orientación se hubiesen conformado con fundar la “escuela del naturalismo político” nadie podría haber impugnado su derecho a un asiento en la mesa de los académicos. Anda por ahí una que se autodenomina Bio-política, o sea un planteo francamente naturalista de las relaciones de poder. Lo malo y lo grave estuvo en que se apoderaron de un “objeto” que siempre fue reacio a existir y operar según “leyes generales”. Salvo por su ubicación en el marco de ciertos escenarios histórico-culturales la realidad política deviene, normalmente, en una serie de combinaciones entre lo permanente y lo novedoso, entre lo estructurado y lo rebelde, entre las normas y las picardías. Es que –dejo dicho Lenin- en política “los hechos son porfiados”.
De ahí que, en lugar de hacer del método “naturalista” un inestimable apoyo a las elucubraciones de los Politólogos, y de paso proveer control de sus exageraciones y/o macaneos (que abundan), dicha tendencia prefirió sustituir la percepción inteligente y aguda de la realidad política con las cuantificaciones y los razonamientos de la lógica simbólica y el “public choice”. Lo cual, ciertamente, no convalida los caprichos escolásticos de la otra parte en la polémica, puesto que nada tiene de sensato hacer de la Ciencia Política un mazacote pseudo metafísico que ve en la vida política una obra de ángeles y demonios. O que ignora la entidad psico-espiritual inserta en un organismo donde rigen fuerzas biológicas además de las intelectuales, e intercambiando energías con un contexto cultural y material, algo que es propio del hombre. Por aquello de Santo Tomás : “el alma busca al cuerpo”.
La llamada “crisis de los misiles” (USA vs. URSS) en 1962, es un ejemplo de lo que da la política en manos de académicos inocentes. El asesoramiento al gobierno fue fruto, entonces, del equipo de expertos (politólogos y asociados) que elaboró la decisión del ex presidente Kennedy frente a la trampa psico-estratégica que le pusieron los rusos con Nikita Kjruschev a la cabeza en dicho entuerto (1962). Lo que determinó que los Estados Unidos debieron disponer el retiro de la cohetería atómica instalada en Turquía y, sobre todo, garantizar de por vida la intangibilidad de Cuba, desde donde se hizo el barrido revolucionario en África y América Latina. Fue una victoria de los soviéticos en la etapa de la “coexistencia pacífica” (léase guerra revolucionaria extendida) que, logrado el objetivo, se retiraron silbando bajito.
Pero la máquina de propaganda de “los chicos de Harvard” todavía sigue insistiendo con que “ganamos nosotros, humillamos a los rusos” y evitamos “la tercera guerra mundial”. Con su admirable capacidad analítica el profesor Graham T. Allison (“La esencia de la decisión”, 1971) publicó un metódico y sesudo estudio sobre el tema para sostener la tesis de los politólogos que coordinó el finado Robert Kennedy; y hasta el impenetrable rostro del actor Kevin Costner ofició de imagen principal en la película “Trece días” (2004). El historiador Paul Johnson (“Tiempos modernos”, 1988) fue una excepción al poner las cosas en su lugar. A Cuba todavía los yanquis no saben cómo sacársela de encima y va casi medio siglo desde el “incidente”. Entonces, y sin necesidad de aplaudirlo, no está de más atender las reflexiones del profesor Cansino.
Instituto de Teoría del Estado
Desde que al diario La Nación se le ocurrió otorgarle el premio 2008 al politólogo mexicano César Cansino, de paso doctor de su especialidad en la Universidad Complutense (Madrid) y en la idem de Florencia (Italia), el autor y su libro están en medio de un debate. Incluso un par de amigos, universitarios ellos, me reclamaron por haber comentado “La muerte de la Ciencia Política” (así se titula la obra de Cansino), sin salirle al cruce con algunas malas palabras. Estamos tan acostumbrados a la intolerancia que nos irrita cuando alguien dice o escribe algo que perturba la mitología doméstica.
Pues bien, no creo haberlo aplaudido a Cansino (a quien no tengo el gusto de conocer) cuando comenté su tesis en una nota (“En verdad, ¿está muerta la Ciencia Política?”) de hace pocas semanas, pero tampoco dejé de reconocerle el servicio que está prestando en pro del esclarecimiento de un asunto maduro aunque postergado. Con el debido respeto por tantos eminentes pensadores que han dictado cátedras y publicado tratados de la materia, en los cuales todos aprendimos algo, no creo faltar a la ética y a la responsabilidad si digo que, en las últimas décadas, la Politología casi se transformó en una ciencia de pavos reales. Sobre todo desde que, de sus grandes cuestiones, se apoderaron los literatos “progre”, que escriben bien y macanean mejor.
Vale aclarar un aspecto. Si la CP tiene un objeto propio (y sabido es que existe una batería de métodos según cada sacristán) no puede ser otro que “la política”, o sea esa zona, tan vital y a veces tan cochina, de la realidad social donde los hombres y las mujeres compiten, de manera pacífica o violenta, para decidir quién, cómo, para y por qué alguien manda en el grupo. O sea, la política es vida humana y social con capacidad para, a veces, levantar alta temperatura; y su versión simbólica logra sentido y función precisamente por que se refiere a algo más concreto que una simple idea. Al margen de su realidad vital la política es solamente un libro en el anaquel o una palabra en boca de un predicador, al riesgo de no pasar de un flato voce.
Entiéndase ahora, el escándalo provocado por el libro de Cansino no es un enigma de nombres o de autores, sino de una tendencia que tomó forma en la segunda postguerra con la pretensión de subordinar la elaboración científico-política a las “leyes generales”, o sea a los métodos propios de las ciencias naturales, sobre todo de la física y la química. Hasta tomó cuerpo la cofradía del “fisicalismo”. Lo que no dio resultado con el materialismo de Marx o con el organicismo de Spencer, en el siglo XIX, se lo trató de refundar en el XX y persiste en el presente, aunque en crisis.
Si los mentores de esta orientación se hubiesen conformado con fundar la “escuela del naturalismo político” nadie podría haber impugnado su derecho a un asiento en la mesa de los académicos. Anda por ahí una que se autodenomina Bio-política, o sea un planteo francamente naturalista de las relaciones de poder. Lo malo y lo grave estuvo en que se apoderaron de un “objeto” que siempre fue reacio a existir y operar según “leyes generales”. Salvo por su ubicación en el marco de ciertos escenarios histórico-culturales la realidad política deviene, normalmente, en una serie de combinaciones entre lo permanente y lo novedoso, entre lo estructurado y lo rebelde, entre las normas y las picardías. Es que –dejo dicho Lenin- en política “los hechos son porfiados”.
De ahí que, en lugar de hacer del método “naturalista” un inestimable apoyo a las elucubraciones de los Politólogos, y de paso proveer control de sus exageraciones y/o macaneos (que abundan), dicha tendencia prefirió sustituir la percepción inteligente y aguda de la realidad política con las cuantificaciones y los razonamientos de la lógica simbólica y el “public choice”. Lo cual, ciertamente, no convalida los caprichos escolásticos de la otra parte en la polémica, puesto que nada tiene de sensato hacer de la Ciencia Política un mazacote pseudo metafísico que ve en la vida política una obra de ángeles y demonios. O que ignora la entidad psico-espiritual inserta en un organismo donde rigen fuerzas biológicas además de las intelectuales, e intercambiando energías con un contexto cultural y material, algo que es propio del hombre. Por aquello de Santo Tomás : “el alma busca al cuerpo”.
La llamada “crisis de los misiles” (USA vs. URSS) en 1962, es un ejemplo de lo que da la política en manos de académicos inocentes. El asesoramiento al gobierno fue fruto, entonces, del equipo de expertos (politólogos y asociados) que elaboró la decisión del ex presidente Kennedy frente a la trampa psico-estratégica que le pusieron los rusos con Nikita Kjruschev a la cabeza en dicho entuerto (1962). Lo que determinó que los Estados Unidos debieron disponer el retiro de la cohetería atómica instalada en Turquía y, sobre todo, garantizar de por vida la intangibilidad de Cuba, desde donde se hizo el barrido revolucionario en África y América Latina. Fue una victoria de los soviéticos en la etapa de la “coexistencia pacífica” (léase guerra revolucionaria extendida) que, logrado el objetivo, se retiraron silbando bajito.
Pero la máquina de propaganda de “los chicos de Harvard” todavía sigue insistiendo con que “ganamos nosotros, humillamos a los rusos” y evitamos “la tercera guerra mundial”. Con su admirable capacidad analítica el profesor Graham T. Allison (“La esencia de la decisión”, 1971) publicó un metódico y sesudo estudio sobre el tema para sostener la tesis de los politólogos que coordinó el finado Robert Kennedy; y hasta el impenetrable rostro del actor Kevin Costner ofició de imagen principal en la película “Trece días” (2004). El historiador Paul Johnson (“Tiempos modernos”, 1988) fue una excepción al poner las cosas en su lugar. A Cuba todavía los yanquis no saben cómo sacársela de encima y va casi medio siglo desde el “incidente”. Entonces, y sin necesidad de aplaudirlo, no está de más atender las reflexiones del profesor Cansino.
(jariesco@yahoo.com)