de Stefano Fontana
Observatorio Van
Thuan, 19-9-14
El filósofo belga
Marcel De Corte formuló una crítica muy fuerte a la Pacem in terris de Juan
XXIII sobre la que convendría hacer algunas reflexiones serias. Lo hizo en el
libro “Sobre la justicia”, cuya primera edición es de 1973 y que en el 2012 ha
sido reeditada por Cantagalli en la colección “Clásicos cristianos”.
La crítica está
contenida en el capítulo “Mutación de la doctrina social de la Iglesia” y es luego
desarrollada en sus consecuencias en los acápites siguientes hasta el final del
libro.
Para comprender esta
cuestión, puede ser útil constatar que, según De Corte, el bien común no está
delante, sino detrás de nosotros, nos precede. Es el objeto de la justicia
general que se ocupa de la relación entre las personas en el todo del que son
parte. El bien común es el orden de la realidad, de la realidad social por la
que somos nutridos como personas y a la que debemos corresponder moralmente
dando nuestra adhesión y contribución. El bien común no es medido por nosotros,
nosotros somos medidos por él. Es un orden objetivo, es la convivencia ordenada
de las personas, de las familias, de los grupos y de la sociedad. «El bien
común es el estar juntas de todas las partes que constituyen el todo y el
acuerdo de todos los aspectos de su unión. Un orden, un estar recíprocamente
ordenados entre las partes que permite sus intercambios, su ayuda mutua, su
complementariedad» (p. 26).
El concepto de bien
común es, por tanto, de orden metafísico, «el destino de la civitas dependerá
de sus instituciones en la medida en que estas se apoyen en una concepción del
hombre, del mundo y de sus principios, en una metafísica y una religión
conformes a la realidad» (p. 37).
Dada esta visión del
bien común, De Corte sostiene que la sociedad no es la que está ordenada al
individuo, sino es la persona la que está ordenada a la sociedad. Sostiene
también que esta siempre ha sido la visión de la teología católica asumida por
el Magisterio y que puede sintetizarse en las famosas palabras de Santo Tomás:
«El hombre en su integridad está ordenado como su fin al conjunto de la sociedad,
de la que es parte » (S.Th., II-II, 64, 1).
Es precisamente sobre
este punto que, según De Corte, adviene la “mutación de la doctrina social de la Iglesia”, sancionada por la Pacem
in terris de Juan XXIII, en la que se lee: «En la época actual se considera que
el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes
de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de
gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar,
tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el
cumplimiento de sus respectivos deberes».
Según De Corte esto
es exactamente «lo contrario a la filosofía social contemporánea reconocida por
la Iglesia»
(p. 107). Según él, la línea fue proseguida por Paulo VI y el Concilio la
sancionó en la famosa frase de la
Gaudium et spes: «la persona es ...y debe ser el principio,
sujeto y fin de todas las instituciones». Según De Corte, el “personalismo” ha
contaminado a la doctrina católica en esta materia, ha consagrado el primado de
la persona sobre el bien común, ha transferido los derechos de la sociedad a la
persona, ha naturalizado lo sobrenatural. Las consecuencias, según nuestro
autor, no son solo sociales sino también eclesiales. De hecho, se ha comenzado a
pensar que la Iglesia
misma no está constituida por el Amor salvífico de Cristo, sino por la
agregación de los fieles individuales.
No creo que se pueda
negar la importancia de los problemas señalados por De Corte. Es bueno, por
tanto, hacer algunas reflexiones al respecto.
Es necesario
reconocer que dentro de la
Iglesia la conciencia de la auténtica densidad de la
expresión “bien común” se ha oscurecido mucho. Hoy, también las uniones entre
personas del mismo sexo son consideradas por católicos como componentes del
bien común en cuanto formas de “amor” y de cuidado del otro. De ahí que las
observaciones de De Corte sean útiles para recuperar el verdadero espesor del
concepto, comprendiendo, naturalmente, su fundamento en Dios: «No hay sociedad
sin ligazón con la trascendencia y sin religión» (p. 51).
Pero aquello que
puede suceder “en la Iglesia”
no es “de la Iglesia”.
Examinando con atención el texto entero de la Pacem in terris y de la Gaudium et spes, se debe
reconocer que el tradicional concepto de bien común está presente en su
globalidad.
Es cierto: sostener
que la sociedad está finalizada a la persona y no viceversa, puede conceder
espacios al individualismo liberal y transformar la política en la garantía de
los egoísmos individuales. No se puede negar que amplios sectores del mundo
católico se mantengan en esta posición: el bien común consistiría en los
derechos, la democracia, la libertad y el asistencialismo estatal. Pero puede tener –como de hecho tiene- otro
significado: la persona no es instrumentalizable por ningún poder político
porque solo está finalizada a Dios. Santo Tomás, que en el pasaje citado
anteriormente reconoce que la persona está ordenada al todo de la comunidad
política, en otro pasaje también muy conocido afirmaba que: «El hombre no se
ordena a la comunidad política con todo su ser y con todas sus cosas; por eso
no es necesario que cualquier acto suyo sea meritorio o demeritorio por orden a
la comunidad política. Sin embargo, todo lo que el hombre es y todo lo que
puede y tiene, ha de ser ordenado a Dios» (S.Th., I-II, 21, 4). Creo que cuando
el Magisterio conciliar y posconciliar subraya estos aspectos es precisamente
para defender a la persona de la arrogancia del poder político merced de su
“dignidad trascendente”, que le viene de su proveniencia de Dios y de estar
ordenada a Él. Dios es el Bien Común supremo. El filósofo Francesco Gentile
decía que el bien común consiste en ver en común el Bien.
La frase que De Corte
extrae de la Pacem
in terris no expresa completamente la posición de la Iglesia. Al leer la
encíclica resulta muy evidente la idea que el bien común corresponde a un orden
fundado en Dios. Como ha evidenciado el Arzobispo Giampaolo Crepaldi, la
encíclica comienza con la referencia a «el orden establecido por Dios» (n. 1);
«El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual (…) Sin
embargo, este orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e
inmutables, tiene su origen único en un Dios verdadero» (n. 20)[1]. La Pacem in terris puede, por
tanto, afirmar que «el “bene comune” debe comprender siempre, de alguna manera,
la referencia a Dios, y no puede ser entendido en sentido horizontal, es decir
como organización material de la vida común: «El bien común deba procurarse por
tales vías y con tales medios que no sólo no pongan obstáculos a la salvación
eterna del hombre, sino que, por el contrario, le ayuden a conseguirla» (n.
35)[2]». [He
tomado estas observaciones de G. Crepaldi, Introduzione a M. Roncalli-E.
Malnati, Pacem in terris, l’ultimo dono di Giovanni XXIII, Cantagalli, Siena
2013]. De estos y otros pasajes de la
encíclica se puede concluir con certeza que no existe un reduccionismo del
concepto tradicional del bien común, como podría parecer por la cita singular
de De Corte.
Una discusión aparte
merece la frase de la Gaudium
et spes mencionada arriba. Tomada en sí misma, la frase según la cual la
persona es principio, sujeto y fin de las instituciones políticas es ambigua
porque puede dar la impresión de un personalismo sin Dios. Pero, como he
escrito en otra parte, (ver S. Fontana, Il Concilio restituito alla Chiesa.
Dieci domanda sul Vaticano II, La
Fontana di Silone, Turín 2013), el sentido de esta frase se
completa con otras frases del mismo documento y también de otros textos
conciliares. La frase, que en sí misma, supone no pocos problemas, debe ser
completada. Esto significa también que no puede ser asumida como ejemplo de un
“punto de inflexión”.
Hechas estas
consideraciones, sin embargo, es un deber tomar nota, incluso radicalmente, de
las agudas observaciones de De Corte: el reduccionismo católico del “bien
común” está ampliamente difundido y el personalismo ha querido con frecuencia
dialogar con algunas corrientes de la modernidad y al hacerlo se ha hecho
devorar. Es importante notar también que cuando se pierden de vista algunos
pilares de la doctrina católica sobre la sociedad y la política, se tiene una
onda expansiva dentro de la comunidad eclesial con la posibilidad de que se
modifiquen las categorías con las que se piensa la fe y la Iglesia. Los últimos
capítulos del libro de De Corte lo ponen claramente en evidencia.
Stefano Fontana
[1] Nota del
Traductor: En la versión española oficial del documento pontificio, el punto
citado corresponde a los números 37 y 38.
[2] Nota del
Traductor: En la versión española oficial del documento pontificio, el punto es
el número 59.