Alejandro Katz
La Nación, 30
de enero de 2018
La lista de reproches que es posible hacer a la larga
década kirchnerista es extensa y variada, y en ella encuentran su lugar buena
parte de las patologías del poder. Entre ellos, quiero evocar dos, con los que
tienen un marcado aire de familia hechos del tiempo presente.
En primer lugar, la malversación que el kirchnerismo
hizo de algunos conceptos que, para muchos, eran portadores de valores
intensamente apreciados: derechos, justicia, inclusión, equidad, derechos
humanos. Palabras todas a las que llevará tiempo restituir un sentido pleno,
que no evoque las peores prácticas ocultas detrás de declaraciones de bellas
intenciones.
El otro reproche es también debido a una malversación:
la de la oportunidad, extraordinaria, que, como resultado de las condiciones
creadas por la crisis de principio de siglo y el incremento del precio de las
commodities, hubiera permitido al gobierno comenzar a revertir el largo ciclo
de deterioro social y económico de nuestro país.
Los episodios que tuvieron por protagonista a un
ministro del actual gobierno habían puesto una vez más en riesgo un léxico que,
como aquel, también nos resulta importante y que no querríamos ver vulnerado
como lo fue el otro. Un léxico que incluye palabras como república, virtud
cívica, justicia, honestidad, transparencia. Y, ahora como entonces, está
también en juego otra oportunidad no menos extraordinaria, esta vez la de
iniciar un proceso de reparación institucional que la sociedad -o gran parte de
ella- exige y cuyos costos está dispuesta en esta ocasión a tolerar como
respuesta a los excesos de los años previos.
El decreto presidencial de ayer, que limita el
nepotismo en la administración, es un buen paso en el sentido de reponer el
valor de algunas de las palabras cuyo sentido importa y debe por tanto ser
preservado.
Sin embargo, no es suficiente para borrar el aire de
familia entre aquellas prácticas del gobierno anterior y las del actual. Estas
no son resultado del azar, sino de una cultura política compartida a la que yo
llamaría "la cultura política del adversativo", cuya frase clásica
-"roba pero hace"- se modula en infinidad de variantes siempre con la
misma estructura. En ellas, la aceptación de que una conducta es inadecuada o
directamente ilegal (ser corrupto, evadir impuestos, emplear en negro) es
inmediatamente relativizada por una sentencia posterior ("pero es buena
persona", "pero es eficiente", "pero genera empleo").
Habitualmente, la primera afirmación es objetiva y la segunda, subjetiva, o, en
todo caso, la primera es la más fuerte y la segunda, la más débil: si una
práctica ilegal es algo que podría ser demostrado, el carácter de "buena
persona", tantas veces invocado en estos días, no es más que una
declaración subjetiva, difícilmente comprobable. El derecho de utilizar frases
adversativas de este tipo, por lo demás, es exclusivo de quien ejerce el poder:
solo el poderoso tiene la potestad de absolver por el incumplimiento de una
norma o de una ley argumentando una supuesta virtud del infractor; para los
demás ciudadanos tal posibilidad no existe.
La anomia argentina, la escasa voluntad de nuestra
sociedad por cumplir con la ley, que Carlos Nino describió con precisión y
crudeza hace más de 35 años, no hace más que exacerbarse cuando la ciudadanía
escucha que desde el poder se relativiza la conducta anómica con argumentos
pobres, que solo pueden tener un efecto en la realidad porque son pronunciados
por quien tiene el poder de sancionar o disculpar, pero no la razón para
persuadir. Pero, además de dar legitimidad a la anomia, esta práctica refuerza
la tribalización de la sociedad, alineando en veredas opuestas a quienes son
parte del grupo del poder y aceptan las explicaciones, y a quienes son parte de
la oposición y las rechazan.
Muchas veces la exculpación se sostiene en un
argumento estratégico según el cual la sanción de la conducta indebida no
resulta conveniente porque con ella se beneficia a un antagonista o porque se
balancea el daño producido con la utilidad de las prestaciones que provee el
mismo agente que lo produjo. Así, no se exige la renuncia de un ministro que
viola a la vez la ley y los valores porque ello sería "hacerles el
juego" a "los corruptos" con los que aquel debe negociar o
porque "es muy eficiente en su tarea". La subordinación del
razonamiento moral y del imperio de la ley a la estrategia política contribuye
a destruir lo que es común y necesario para todos a cambio de favorecer lo que
es útil para algunos. La cultura política democrática, que exige que todos los
ciudadanos sean libres e iguales y que la sociedad sea un sistema justo de
cooperación, es sustituida por la defensa de los intereses de un grupo cuyos
miembros dejan de ser iguales a los otros, y pasan a gozar de derechos que no
comparten con el resto de los ciudadanos.
Así, la acción de gobierno pierde legitimidad, ya que
su fundamento democrático radica en que todos confían en que también los demás
se subordinen al imperio de un conjunto definido de leyes y de reglas, cuya
vigencia no puede en ningún caso ser relativizada mediante la introducción de
una sentencia adversativa gracias a la cual los poderosos establecen las
razones por las que algunos quedan exculpados en caso de incumplimiento. En términos
de John Rawls, los ciudadanos implicados en las actividades políticas tienen un
deber civil que los obliga a justificar sus decisiones solamente a partir de
valores y normas públicos, objetivos y compartidos. En cuanto los gobernantes
introducen el adversativo en la argumentación comienzan a recorrer el camino
que hace que la función pública deje de tener por fin el servicio del bien
común y se convierta, contra todo propósito inicial, en un fin en sí mismo,
porque los únicos "valores públicos" a los que es posible recurrir
para justificar una decisión deben estar relacionados con aquellas exigencias
de la cultura política democrática, es decir, con la libertad y la igualdad de
todos los ciudadanos y con la imparcialidad de los términos de la cooperación
social.
Pero cambiar la sociedad exige cambiar radicalmente
esa cultura política. La clase dirigente debe comprender que, si las
desigualdades de nuestro país resultan moralmente insoportables, económicamente
insostenibles y políticamente aberrantes, el mantenimiento de privilegios por
parte del poder -económico, político- lesiona profundamente la idea misma de
comunidad, la posibilidad, ya precaria y sumamente lastimada, de construir un
espacio público de calidad en el que los ciudadanos puedan encontrarse unos con
otros, intercambiar sus opiniones y debatir sus diferencias, en la búsqueda de
soluciones colectivas a los problemas comunes. Y ese espacio público no hará
más que seguir deteriorándose si en él los argumentos de quienes ejercen el
poder siguen fundándose sobre los adversativos. Ese uso del lenguaje refuerza
aquellos privilegios, cancela la deliberación pública y alinea a la sociedad en
posiciones confrontativas, además de estimular la propensión a la indiferencia
respecto de la ley. La cultura política del adversativo es, en definitiva,
contraria a la cultura política democrática a la que aspiramos y que nos
merecemos.