Por mons. Giampaolo Crepaldi*
La puesta en práctica de políticas de tutela del ambiente tiene que ver también con nuestra responsabilidad frente a las nuevas generaciones. También este aspecto califica el problema en sentido moral.
Hay un principio en la doctrina social de la Iglesia que se llama “destino universal de los bienes”, según el cual todos los bienes de la creación están destinados a todos, incluido nuestros hijos y nietos. Hay, por tanto, un deber de dejarles en herencia un ambiente habitable y que ellos puedan a su vez humanizar y trabajar para su propio desarrollo. Pero es necesario entender correctamente la cuestión.
No debemos pensar que dejamos a nuestros hijos la naturaleza tal y como la hemos encontrado nosotros, ni debemos pensar en dejarla completamente devastada y contaminada de un modo irremediable. Se trata de dos extremos incorrectos. Nosotros debemos gestionar adecuadamente la naturaleza, para hacerla apta a la satisfacción de las necesidades de un desarrollo auténticamente humano, y dejarla en tal modo que también nuestros sucesores lo puedan hacer. Una naturaleza intacta no le sirva a nadie. No es esta su vocación. Muchas teorías actuales son contrarias al desarrollo en sí mismo, hablan de decrecimiento y quisieran interrumpir no sólo un cierto tipo de desarrollo para sustituirlo con otro tipo de desarrollo. Quisieran que la humanidad volviera hacia atrás, a una sociedad natural, fundada en la sobriedad, el autoconsumo, el intercambio con la naturaleza. Estas ideologías quieren dejar la naturaleza tal y como está y muestran por tanto una gran falta de confianza en el hombre, en su creatividad y en su inteligencia. Muchos otros denuncian la superpoblación como principal fuente de daño ambiental, quisieran limitar los nacimientos sobre todo en los países pobres porque piensan que la naturaleza, para soportar tal masa de habitantes sobre la tierra, debería aceptar una degradación irreversible. Ha habido y hay muchas previsiones catastróficas sobre el destino del planeta a causa de la superpoblación, que han animado a políticas neomalthusianas de contención de los nacimientos, a través del uso de anticonceptivos distribuidos a granel o a través del aborto. He aquí algunos ejemplos de ideologías ambientalistas muy negativas, que terminan dañando al hombre antes que promover el desarrollo.
Nuestra responsabilidad hacia las futuras generaciones no implica la actuación de políticas de este tipo. Hay sobre la tierra recursos para alimentar a los muchos billones de personas, si quisiéramos cultivar la creación con sabiduría. Estas ideologías absolutizan la naturaleza, olvidándose que esta es para el hombre y no creyendo que el hombre la deba gestionar y sabiamente administrar y no sólo conservar como si fuese un museo. En este sentido no son verdaderamente responsables hacia las generaciones futuras, las que, antes que nada, tienen interés en existir, sin ser previamente anulados para la salvaguarda de presuntos equilibrios naturales. La política ambiental necesita información para poder proceder y la fuente de información en este sector es la ciencia. Solo que la ciencia no siempre da informaciones exhaustivas y completas; a veces los científicos están influenciados por las ideologías y los intereses políticos, por lo que todo político, en particular el político católico porque su fe lo defiende más de estas ideologías, debe saber gestionar con prudencia y sabiduría las informaciones que vienen de las ciencias.
Los datos sobre la contaminación atmosférica motivan hasta las políticas de tráfico; aquellos del agujero en la capa de ozono exigen intervenciones en las emisiones de los óxidos de carbono; los datos sobre el calentamiento global piden inversiones para reconvertir la industria; los datos sobre el aumento de la población exigen políticas demográficas y así todo lo demás. Parece que la política depende de la ciencia, pero a menudo la ciencia es poco fiable y orientada ideológicamente. El IPCC de la ONU está haciendo marcha atrás en las previsiones del calentamiento del planeta; muchas previsiones de superpoblación insostenible están equivocadas: hay muchos casos de error y de incertezas de la ciencia. Por tanto la política debe tener en cuenta a la ciencia pero no puede depender de ella ciegamente. Es necesaria en esta sociedad la conciencia del riesgo que supone que los expertos no siempre son fiables y de que es posible crear un nuevo riego a través de intervenciones incorrectas. Ciertas políticas ambientales equivocadas crean un nuevo riesgo ambiental, frente a los posibles riesgos ambientales ha sido elaborado el llamado principio de precaución.
Los progresos de las ciencias y de las técnicas de la naturaleza, la extraordinaria potencia de la que el hombre dispone en el campo de la biotecnología, la presencia de muchos ecologismos ideológicos y la carencia en el campo de la ecología natural han dado lugar “a una peligrosa agresividad frente a la naturaleza, la persona humana incluida”con la consiguiente aguda experimentación de múltiples situaciones de riesgo. Tal riesgo es percibido fuertemente por la opinión pública ya que mientras la ciencia actúa y permite resolver situaciones críticas como enfermedades hasta ahora incurables, a la vez revela la inseguridad y la ambivalencia en su propio camino de descubrimiento. Mientras ilumina, explica y permite dominar, también oscurece, inquieta y nos deja perdidos.
La naturaleza se hace más compleja, así como la sociedad, el saber se fragmenta y casi se pulveriza en muchos y pequeños trozos, la naturaleza y la sociedad se integran progresivamente y a menudo se unen inextricablemente: todo esto no permite ver con claridad los riesgos que implica. La intervención en el ADN abre nuevas posibilidades de curación de enfermedades genéticas, pero al mismo tiempo abre horizontes inquietantes sobre la posibilidad de seleccionar la humanidad futura en un laboratorio. Las previsiones se vuelven imposibles y la ciencia, que en el proyecto moderno debería garantizar la seguridad frente a la violencia y a la imprevisibilidad de la naturaleza se convierte ella misma en fuente de inseguridad y ansia por nuestro futuro.
Frente a esta nueva percepción del riesgo, el pensamiento contemporáneo ha creado “el principio de precaución”, según el cual antes de emprender una operación de alto riesgo sobre la naturaleza y en situación de inseguridad por la carencia de información científica y/o informes sobre las consecuencias, es necesario asumir las consecuencias de la prueba. Si hasta ahora la carga de la prueba la asumía quien defendía el no actuar contra la naturaleza, con el principio de precaución las consecuencias las asume quien ha decidido actuar. Quien actúa contra la naturaleza debería preventivamente tutelar la prueba del riesgo. El principio de precaución es una cosa distinta de la “prudencia” y también “del principio de responsabilidad”. En un cierto sentido la actuación humana se coloca en situaciones complejas e inciertas. Es justo la contingencia y la complejidad de la realidad concreta en la que estamos llamados a actuar ponen en tela de juicio la virtud de la prudencia.
¿Qué diferencia el principio de precaución del juicio prudencial? Lo que aquí se da no es sólo el asumir la responsabilidad de las consecuencias, sino demostrar la imposibilidad de aquellas dañinas. Por tanto, esto es imposible por dos cosas, uno de los dos está ligado a las características de la acción humana en cuanto tal, y el otro esta vinculado a la acción humana en el actual contexto de complejidad. Es imposible prever todas las consecuencias de una acción, cualquier que sea. Y si alguien quisiera sopesar todas las consecuencias no actuaría nunca. Hoy, por tanto, tal imposibilidad es algo todavía más imposible por la complejidad de las intervenciones humanas sobre la naturaleza y por el hecho de que en cada intervención se abren infinitos motivos de riesgo en una red imposible de controlar, con la posibilidad de que eventuales consecuencias negativas vuelvan a emerger con la distancia del tiempo y de una forma imprevisible tras un largo trayecto subterráneo.
El juicio prudencial se fundaba en la asunción de la responsabilidad por parte del sujeto agente. Asunción de responsabilidad de dos tipos: sobre la conformidad de la acción con la ley moral universal y sobre las consecuencias del bien que de allí derivan. El principio de precaución, en vez de esto, no se funda sobre la asunción de responsabilidad, sino sobre la demostración de que las consecuencias no serán dañinas. Además de arriesgarse a bloquear la acción, el principio de precaución podría transformar la acción humana en una demostración consecuencialista. Es decir nada menos, que la obligación de demostrar la bondad de las acciones basándose en la no peligrosidad de las consecuencias.
Para evitar estos aspectos poco convincentes del principio de precaución, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia lo acepta pero precisa sus características. El principio de precaución, dice el Compendio, no es “una regla para aplicar, sino una orientación dirigida a gestionar situaciones de inseguridad”. Si no es una regla de aplicación, quiere decir que no se utiliza de manera rígida, sino que se asume como una necesidad general de seguridad dada la gran potencia de los instrumentos que tenemos en nuestras manos.
Una especia de “manejar con cuidado”. Lo que cuenta, en todo caso, es que el Compendio no lo considera una regla moral a la que atenerse obligatoriamente. Esto, además, “manifiesta la exigencia de una decisión provisional y modificable en base a las nuevas informaciones que vengan recogidas”. Se trata, en otras palabras, de una especie de método de prueba y error. Un método, no una norma moral vinculante.
Entre los riesgos que el principio de precaución debe tener en cuenta proporcionalmente, está también el riesgo derivado de la no decisión: “por ejemplo la decisión de no intervenir”. Esto para evitar que el principio de precaución sea asumido como excusa para la no intervención o cargado de motivaciones ideológicas abstencionistas.
El principio de precaución, de hecho, puede ser instrumentalizado por algunas ideologías ecologistas que he descrito antes, sobre todo las que se mueven por un pesimismo antropológico. Estas observaciones sobre el principio de precaución son muy importantes para el católico que trabaja en política. Este debe hacer elecciones marcadas por el principio de responsabilidad moral, mientras que a menudo el principio de precaución es un modo para no actuar y por tanto evitar toda la responsabilidad moral. El hecho de que el principio de precaución tenga muchos aspectos ideológicos es una cosa probada por el hecho de que sus partidarios no lo aplican, sin embargo, en el campo de la bioética y frente a la simple posibilidad de que el embrión sea humanos ellos no recurren al principio de precaución.
*Monseñor Giampaolo Crepaldi es arzobispo de Trieste, Presidente de la Comisión “Caritas in veritate” del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE) y Presidente del Observatorio Internacional “Cardenal Van Thuan” sobre la Doctrina Social de la Iglesia.
ROMA, viernes 18 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-