Luis Vanella*
Demasiado tiempo se dejó pasar sin interesarnos de las consecuencias negativas que se verificaban en el mundo. Los diferentes ecosistemas están siendo alterados en forma irreversible; el daño es inmenso. En este contexto, se discute empujados por intereses, apoyándose en una gran superficialidad a partir de las ideologías y no de la realidad.
Esta modalidad infantil de posicionarse ante los problemas es un obstáculo para encontrar soluciones, porque atenta contra la posibilidad de implementar en lo inmediato políticas y estrategias concretas que no sólo pongan freno a la degradación del ambiente, sino que, además, nos permitan poner en marcha estrategias de remediación. La cuestión no es menor, ya que estamos hablando del rediseño de una parte importante de la matriz productiva nacional.
¿Evidencia científica?. Para el ciudadano común, la ciencia siempre resultó una fuente de conocimiento que ofrecía certezas, a partir de las cuales se puede construir positivamente todo un andamiaje de alto impacto en el hombre, su calidad de vida, los sistemas productivos y la relación que establece con el medio ambiente.
Hoy, ya no es así. La diversidad de hipótesis, teorías y conclusiones, sumada a los importantes intereses económicos en juego, ha desprovisto a la ciencia de la necesaria contundencia, del indispensable peso específico para contribuir a fijar rumbos o líneas de trabajo indiscutibles.
Meses atrás, en una mesa de debate en la Legislatura de la provincia de Córdoba, con motivo de una posible modificación a la reglamentación de la Ley de Agroquímicos, la mayoría de los panelistas, por no decir todos, suscribía y adhería de manera ferviente a los resultados de la investigación llevada a cabo por un grupo del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), liderado por la doctora Alejandra Paganelli, según la cual el herbicida más usado en la Argentina –el glifosato– puede ser relacionado con malformaciones y abortos espontáneos en mujeres expuestas al producto durante el embarazo.
Datos refutados. No salí de mi asombro cuando, posteriormente, el actual director del Centro de Toxicología de la Universidad de Guelph, Canadá, y profesor emérito de la Facultad de Ciencias Ambientales de esa universidad, doctor Keith Solomon, sostuvo: “En la comunidad científica internacional, el glifosato no es motivo de discusión sobre su toxicidad ni es un tema que genere preocupación por sus efectos en la salud humana y el ambiente”.
Para mayor sorpresa, Solomon señaló: “La investigación de Paganelli y su grupo de trabajo no fue un buen trabajo de evaluación toxicológica; en él se utilizó una dosis que fue entre 9 y 15 veces superior a la concentración normal. Además, al realizar la experiencia en condiciones in vitro, en placas de Petri, no hay forma de que se lave el producto como ocurre en el medio ambiente. Son condiciones totalmente irreales. Y el hecho de que se haya inyectado directamente el glifosato en embriones de anfibios, para trasladar sus efectos a los humanos, es totalmente estúpido, como el que decide tomarse un trago de plaguicida”.
Los resultados de la investigación de Paganelli no sólo fueron descalificados por Solomon; en sentido similar se expresó el científico Jim Seanborn, investigador de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos, quien concluyó que “ese trabajo serviría para mostrar a los estudiantes todo lo que no hay que hacer en un trabajo científico”.
Pero mi capacidad de asombro se vio totalmente superada cuando accedí a un informe de una Comisión Científica Interdisciplinaria del propio Conicet conformada “especialmente para evaluar la información científica vinculada a la incidencia del glifosato sobre la salud humana y el ambiente”.
Cito en forma textual la conclusión expuesta en el abstract (resumen) del informe: “Con base en la información relevada a la fecha del presente estudio, cabe concluir que bajo condiciones de uso responsable –entendiendo por ello la aplicación de dosis recomendadas y de acuerdo con buenas prácticas agrícolas– el glifosato y sus formulados implicarían un bajo riesgo para la salud humana o el ambiente”.
Un problema de todos. Es indispensable que la sociedad tome conciencia sobre la cuestión ambiental, fijando puntos de acuerdo que pongan freno a la degradación del ambiente y apunten a su recuperación. Sin el compromiso social, es impensable el establecimiento de políticas de Estado serias.
La primera consecuencia del compromiso social debe ser el establecimiento de acuerdos suprapartidarios que posibiliten fijar políticas de Estado.
El deterioro de las condiciones medioambientales se mide en decenios y en centurias, no importa quién gobierne, no importa cuántas elecciones haya de por medio.
Las políticas ambientales, lejos del facilismo demagógico, deben tener la necesaria seriedad, madurez y continuidad que la cuestión requiere.
*Movimiento A Puertas Abiertas.
La Voz del Interior, 25-3-11