Daniel Gattás (Doctor en Ciencia Política)
Los resultados de las elecciones primarias del 14 de agosto último dejaron al desnudo una verdad más que evidente: el enorme peso relativo de la provincia de Buenos Aires para marcar el camino por el cual transcurre nuestra realidad.
Los comicios demostraron con claridad una de las facetas más crueles y paradigmáticas de un país con macrocefalia y centralista en sus decisiones.
Al margen del contundente e inobjetable triunfo de la presidenta Cristina Fernández, queda en claro que desde la eliminación del Colegio Electoral, mediante la reforma de la Constitución de 1994, la incidencia de Buenos Aires creció de manera notable. Esto gracias a que Carlos Menem y Raúl Alfonsín acordaron una serie de cambios a nuestra Carta Magna a través del tristemente célebre Pacto de Olivos, firmado entre gallos y medianoches, el 14 de noviembre de 1993.
Desde 1853. El Colegio Electoral era una institución de existencia efímera, creada por la sabia Constitución de 1853, mediante el cual se elegía al presidente y al vicepresidente de la Nación de manera indirecta. Al no ser un órgano permanente, alejaba el peligro de una connivencia con el Poder Ejecutivo de turno.
Antes de la reforma de 1994, sus miembros eran elegidos por los habitantes de cada provincia, tomadas como distrito único. La cantidad de “electores” para presidente y vice que se votaba era igual al duplo de sus legisladores nacionales, es decir, el doble de la suma de diputados y senadores.
Para dar un ejemplo, Buenos Aires, que tenía 70 diputados nacionales y dos senadores nacionales, enviaba 144 electores al Colegio Electoral, mientras que Tierra del Fuego, cuya representación era de cinco y dos, respectivamente, participaba con 14 electores.
Lo curioso es que Buenos Aires, a pesar de tener el 37 por ciento del padrón electoral, tenía sólo el 23 por ciento de la representación en el Colegio, mientras que en el otro extremo, Tierra del Fuego, con sólo el 0,2 por ciento del padrón, alcanzaba el 2,3 por ciento de los electores.
Esta situación, virtuosa desde mi óptica, se daba porque todas las provincias, más allá del número de habitantes, tenían dos senadores y un mínimo de cinco diputados, lo que permitía de alguna manera sobredimensionar a los distritos más pequeños, para que adquirieran relevancia en las grandes discusiones. Ese fue precisamente el espíritu del constituyente de 1853.
¿Elitista y traidor? Algunas razones que se esgrimieron para eliminar el Colegio fueron que era una institución “elitista” y que podía “traicionar la voluntad popular”, eligiendo una fórmula que no hubiera sido la más votada.
Ambos argumentos son muy endebles, ya que a lo largo de la historia nunca un Colegio Electoral escogió en nuestro país una fórmula que no haya sido la más votada.
Además, los electores provenían de listas presentadas por los partidos políticos, que respaldaban con claridad a los candidatos que ellos mismos postulaban.
El propio Menem, que usufructuó el nuevo sistema electoral de la Constitución de 1994 para ser reelegido en 1995, una vez que dejó la presidencia, en una carta abierta titulada “Vieja y nueva política”, reconoció como un “grave error” la supresión del Colegio.
Era lógico: lejos de las luces y de las tentaciones porteñas, ahora miraba el problema desde otra perspectiva, la de su provincia, La Rioja, que había quedado desdibujada en el mapa nacional.
Es tal la irracionalidad de la distribución poblacional que entre la provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que antes reunían el 32,4 por ciento del Colegio Electoral, ahora tienen en sus manos el 49,6 por ciento de los votos, es decir, casi la mitad del poder de las decisiones nacionales.
Por otra parte, los 10 distritos más pequeños –Catamarca, Chubut, Formosa, La Pampa, La Rioja, Neuquén, Río Negro, San Luis, Santa Cruz y Tierra del Fuego–, que en conjunto representaban el 23 por ciento del Colegio, ahora sólo disponen del 3,6 por ciento de los sufragios.
Si a eso sumamos que la concurrencia a votar en los distritos más chicos es sustancialmente menor que en los más grandes, la brecha se hace cada vez más amplia.
Quizá, en esta simple explicación sobre una institución que se eliminó sin un debate serio, se puedan encontrar muchas de las razones del federalismo vacío.
Nuestro país se caracteriza por una promiscua concentración de la riqueza, con subsidios asombrosamente asimétricos a favor de la provincia de Buenos Aires y de la Ciudad Autónoma, en detrimento del resto del país, en especial de las provincias más pobres, que sobreviven como pueden y en las cuales la pobreza y la indigencia son moneda corriente.
El título de esta nota pretende ser provocador. Debo reconocer que no estoy totalmente seguro sobre si restituir el Colegio Electoral puede coadyuvar a que tengamos un país con un desarrollo más armónico a lo largo de todo su territorio.
De lo que sí estoy convencido es de que constituye uno de los temas sobre los que hay que promover un debate amplio, respetuoso, abierto y democrático, que nos permita encontrar una salida al recurrente problema del centralismo, que tanto daño nos ha causado a lo largo de nuestra historia.
La Voz del Interior, 6-9-11