la teología de la historia como clave interpretativa
La Esperanza,
JULIO 21, 2023
El 18 de julio nos
evoca una efeméride notable en el calendario tradicionalista. Se trata,
efectivamente, del aniversario del Alzamiento que, tras su fracaso, dio lugar a
la Cruzada española que se desarrolló entre 1936 y 1939. La dimensión titánica
de tal acontecimiento, demostrable por los ríos de tinta que ha hecho correr,
ha dado lugar a múltiples interpretaciones, a menudo desenfocadas. Así, las
lecturas sociologistas (campo contra ciudad), economicistas (ricos contra
pobres), democráticas (demócratas contra totalitarios), etc., evidencian una
superficialidad reseñable que, al articular la explicación histórica,
manifiestan sus equívocos.
La Cruzada debe
leerse desde tiempos más remotos. Así, siguiendo a Rafael Gambra en su prólogo
al libro La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional
(1954), escribía que el origen de la Cruzada había de buscarse a comienzos del
siglo XIX, con la mal llamada Guerra de la Independencia. Es entonces cuando
Europa hace presa en el cuerpo político hispánico, tradicionalmente enfrentado
contra las ideas ultrapirenaicas, a través de la entrada de las tropas -y las
ideas- de Napoleón. La infección se había producido, no sólo en los
afrancesados, sino en aquellos que, combatiendo al francés en el campo de
batalla, fueron conquistados por sus ideas. El liberalismo, tras el golpe de
Estado de la sucesión femenina, trata de arraigar y construir su Estado,
conservado por los conservadores, previa roturación de los progresistas. El
pueblo español defendió su ethos a sangre fuego durante todo el siglo XIX, como
evidencian la guerra contra la Revolución (1793), la guerra antinapoleónica,
las guerras carlistas, los levantamientos en Cataluña, etc., enfrentamientos
que fueron erosionando la resistencia a la modernidad.
La Cruzada, en
esta línea, no es un mero enfrentamiento contra el comunismo, que Gambra señala
-en 1954, o sea, en plena Guerra Fría- como un viejo enemigo actualizado,
combatido por razones muy diversas a las que motivaban la resistencia del
Occidente liberal contemporáneo de la edición del libro que seguimos. El bando
rojo no sería más que el último estadio de la Revolución europea, el
liberalismo desarrollado y coherente, que venía a fulminar los restos de
civilización cristiana, contra la que el liberalismo llevaba combatiendo en los
decenios anteriores. La Revolución, pues, tenía una intención clara: la
secularización y la europeización de España, la extirpación de la fe no tanto
individualmente vivida, sino como nervio de la comunidad de los hombres.
Esta realidad
colocó a España en el marco del combate que, en todo el orbe cristiano,
desarrollaba la Iglesia contra el liberalismo. Los papas entendieron que la
Revolución tenía por objeto la emancipación del hombre respecto del orden
divino, la actualización de la libertad liberal, luciferina, la puesta en común
del pecado original, la institucionalización del non serviam. Combate que
alumbró la doctrina política y social de la Iglesia que, con fundamento
natural, encontraba un telón de fondo teológico en el Reino de Cristo, como clave
de interpretación histórica, de teología de la historia. Los católicos
combatientes contra la Revolución tenían, de esta forma, sus esperanzas en la
instauración de todas las cosas en Cristo, fundada en su realeza, dogma que Pío
XI advirtió como inseparable de su institucionalización comunitaria, esto es,
de su reinado sobre la comunidad de los hombres; foco no casual de los
revolucionarios que los españoles, antes incluso que los papas lo formalizasen,
atisbaron a entender y defender.
La Cruzada
iniciada con el fracaso del Alzamiento es tal por el significado que le dieron
no tanto los generales -los cuales con frecuencia pretendían poco más que una
república de orden-, sino los voluntarios y, en especial, los tradicionalistas
que, frente a otros grupos del bando nacional, entendieron como irrenunciable
el ethos católico hispánico. La erosión de los principios de la tradición
hispánica, pilotada por el régimen que surgió tras la guerra, no es el objeto
de estas líneas. Baste señalar, siguiendo a Gambra, la naturaleza profundamente
antieuropea del pueblo español, su antiliberalismo como nervio de la comunidad,
su reconocimiento de Cristo Rey como piedra angular de su combate contra las
nuevas ideas, napoleónicas en 1808, liberales en el transcurso del siglo XIX,
socialistas en 1936; ideas, sin embargo, siempre modernas, siempre europeas,
siempre extranjeras, siempre antiespañolas, siempre anticatólicas.
Miguel Quesada,
Círculo Hispalense
El 18 de julio nos
evoca una efeméride notable en el calendario tradicionalista. Se trata,
efectivamente, del aniversario del Alzamiento que, tras su fracaso, dio lugar a
la Cruzada española que se desarrolló entre 1936 y 1939. La dimensión titánica
de tal acontecimiento, demostrable por los ríos de tinta que ha hecho correr,
ha dado lugar a múltiples interpretaciones, a menudo desenfocadas. Así, las
lecturas sociologistas (campo contra ciudad), economicistas (ricos contra
pobres), democráticas (demócratas contra totalitarios), etc., evidencian una
superficialidad reseñable que, al articular la explicación histórica,
manifiestan sus equívocos.
La Cruzada debe
leerse desde tiempos más remotos. Así, siguiendo a Rafael Gambra en su prólogo
al libro La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional
(1954), escribía que el origen de la Cruzada había de buscarse a comienzos del
siglo XIX, con la mal llamada Guerra de la Independencia. Es entonces cuando
Europa hace presa en el cuerpo político hispánico, tradicionalmente enfrentado
contra las ideas ultrapirenaicas, a través de la entrada de las tropas -y las
ideas- de Napoleón. La infección se había producido, no sólo en los
afrancesados, sino en aquellos que, combatiendo al francés en el campo de
batalla, fueron conquistados por sus ideas. El liberalismo, tras el golpe de
Estado de la sucesión femenina, trata de arraigar y construir su Estado,
conservado por los conservadores, previa roturación de los progresistas. El
pueblo español defendió su ethos a sangre fuego durante todo el siglo XIX, como
evidencian la guerra contra la Revolución (1793), la guerra antinapoleónica,
las guerras carlistas, los levantamientos en Cataluña, etc., enfrentamientos
que fueron erosionando la resistencia a la modernidad.
La Cruzada, en
esta línea, no es un mero enfrentamiento contra el comunismo, que Gambra señala
-en 1954, o sea, en plena Guerra Fría- como un viejo enemigo actualizado,
combatido por razones muy diversas a las que motivaban la resistencia del
Occidente liberal contemporáneo de la edición del libro que seguimos. El bando rojo
no sería más que el último estadio de la Revolución europea, el liberalismo
desarrollado y coherente, que venía a fulminar los restos de civilización
cristiana, contra la que el liberalismo llevaba combatiendo en los decenios
anteriores. La Revolución, pues, tenía una intención clara: la secularización y
la europeización de España, la extirpación de la fe no tanto individualmente
vivida, sino como nervio de la comunidad de los hombres.
Esta realidad
colocó a España en el marco del combate que, en todo el orbe cristiano,
desarrollaba la Iglesia contra el liberalismo. Los papas entendieron que la
Revolución tenía por objeto la emancipación del hombre respecto del orden
divino, la actualización de la libertad liberal, luciferina, la puesta en común
del pecado original, la institucionalización del non serviam. Combate que
alumbró la doctrina política y social de la Iglesia que, con fundamento
natural, encontraba un telón de fondo teológico en el Reino de Cristo, como
clave de interpretación histórica, de teología de la historia. Los católicos
combatientes contra la Revolución tenían, de esta forma, sus esperanzas en la
instauración de todas las cosas en Cristo, fundada en su realeza, dogma que Pío
XI advirtió como inseparable de su institucionalización comunitaria, esto es,
de su reinado sobre la comunidad de los hombres; foco no casual de los
revolucionarios que los españoles, antes incluso que los papas lo formalizasen,
atisbaron a entender y defender.
La Cruzada
iniciada con el fracaso del Alzamiento es tal por el significado que le dieron
no tanto los generales -los cuales con frecuencia pretendían poco más que una
república de orden-, sino los voluntarios y, en especial, los tradicionalistas
que, frente a otros grupos del bando nacional, entendieron como irrenunciable
el ethos católico hispánico. La erosión de los principios de la tradición
hispánica, pilotada por el régimen que surgió tras la guerra, no es el objeto
de estas líneas. Baste señalar, siguiendo a Gambra, la naturaleza profundamente
antieuropea del pueblo español, su antiliberalismo como nervio de la comunidad,
su reconocimiento de Cristo Rey como piedra angular de su combate contra las
nuevas ideas, napoleónicas en 1808, liberales en el transcurso del siglo XIX,
socialistas en 1936; ideas, sin embargo, siempre modernas, siempre europeas,
siempre extranjeras, siempre antiespañolas, siempre anticatólicas.
El 18 de julio nos
evoca una efeméride notable en el calendario tradicionalista. Se trata,
efectivamente, del aniversario del Alzamiento que, tras su fracaso, dio lugar a
la Cruzada española que se desarrolló entre 1936 y 1939. La dimensión titánica
de tal acontecimiento, demostrable por los ríos de tinta que ha hecho correr,
ha dado lugar a múltiples interpretaciones, a menudo desenfocadas. Así, las
lecturas sociologistas (campo contra ciudad), economicistas (ricos contra
pobres), democráticas (demócratas contra totalitarios), etc., evidencian una
superficialidad reseñable que, al articular la explicación histórica,
manifiestan sus equívocos.
La Cruzada debe
leerse desde tiempos más remotos. Así, siguiendo a Rafael Gambra en su
prólogo al libro La Monarquía social y representativa en el pensamiento
tradicional (1954), escribía que el origen de la Cruzada había de buscarse a
comienzos del siglo XIX, con la mal llamada Guerra de la Independencia. Es
entonces cuando Europa hace presa en el cuerpo político hispánico,
tradicionalmente enfrentado contra las ideas ultrapirenaicas, a través de la
entrada de las tropas -y las ideas- de Napoleón. La infección se había
producido, no sólo en los afrancesados, sino en aquellos que, combatiendo al
francés en el campo de batalla, fueron conquistados por sus ideas. El
liberalismo, tras el golpe de Estado de la sucesión femenina, trata de arraigar
y construir su Estado, conservado por los conservadores, previa roturación de
los progresistas. El pueblo español defendió su ethos a sangre fuego durante
todo el siglo XIX, como evidencian la guerra contra la Revolución (1793), la
guerra antinapoleónica, las guerras carlistas, los levantamientos en Cataluña,
etc., enfrentamientos que fueron erosionando la resistencia a la modernidad.
La Cruzada, en
esta línea, no es un mero enfrentamiento contra el comunismo, que Gambra señala
-en 1954, o sea, en plena Guerra Fría- como un viejo enemigo actualizado,
combatido por razones muy diversas a las que motivaban la resistencia del
Occidente liberal contemporáneo de la edición del libro que seguimos. El bando
rojo no sería más que el último estadio de la Revolución europea, el liberalismo
desarrollado y coherente, que venía a fulminar los restos de civilización
cristiana, contra la que el liberalismo llevaba combatiendo en los decenios
anteriores. La Revolución, pues, tenía una intención clara: la secularización y
la europeización de España, la extirpación de la fe no tanto individualmente
vivida, sino como nervio de la comunidad de los hombres.
Esta realidad
colocó a España en el marco del combate que, en todo el orbe cristiano,
desarrollaba la Iglesia contra el liberalismo. Los papas entendieron que la
Revolución tenía por objeto la emancipación del hombre respecto del orden
divino, la actualización de la libertad liberal, luciferina, la puesta en común
del pecado original, la institucionalización del non serviam. Combate que alumbró
la doctrina política y social de la Iglesia que, con fundamento natural,
encontraba un telón de fondo teológico en el Reino de Cristo, como clave de
interpretación histórica, de teología de la historia. Los católicos
combatientes contra la Revolución tenían, de esta forma, sus esperanzas en la
instauración de todas las cosas en Cristo, fundada en su realeza, dogma que Pío
XI advirtió como inseparable de su institucionalización comunitaria, esto es,
de su reinado sobre la comunidad de los hombres; foco no casual de los
revolucionarios que los españoles, antes incluso que los papas lo formalizasen,
atisbaron a entender y defender.
La Cruzada
iniciada con el fracaso del Alzamiento es tal por el significado que le dieron
no tanto los generales -los cuales con frecuencia pretendían poco más que una
república de orden-, sino los voluntarios y, en especial, los tradicionalistas
que, frente a otros grupos del bando nacional, entendieron como irrenunciable
el ethos católico hispánico. La erosión de los principios de la tradición
hispánica, pilotada por el régimen que surgió tras la guerra, no es el objeto
de estas líneas. Baste señalar, siguiendo a Gambra, la naturaleza
profundamente antieuropea del pueblo español, su antiliberalismo como nervio de
la comunidad, su reconocimiento de Cristo Rey como piedra angular de su combate
contra las nuevas ideas, napoleónicas en 1808, liberales en el transcurso del
siglo XIX, socialistas en 1936; ideas, sin embargo, siempre modernas, siempre
europeas, siempre extranjeras, siempre antiespañolas, siempre anticatólicas.
Miguel Quesada,
Círculo Hispalense