A propósito de la pretendida igualdad jurídica de las uniones matrimoniales y homosexuales.
Por Juan Carlos Monedero (h)
“¿No pertenece a la esencia de la verdad,
justamente lo opuesto a su esencia?
(…) ¿no tiene entonces que retomar
la hasta ahora omitida no esencia de la verdad,
la no verdad, y admitirla expresamente
en la esencia de la verdad?
¡Evidentemente!”
Martín Heidegger.
Introducción
Nos proponemos descifrar el oscuro párrafo heideggeriano y probar su conexión con lo sucedido en nuestro país recientemente. Motivan nuestras reflexiones los conocidos sucesos en torno a la petición formulada por dos homosexuales para que se los autorice a contraer matrimonio, las presiones de los diferentes organismos que encarnan el lobby “gay” –eufemismo utilizado para volver simpáticos ciertos comportamientos–, así como las diferentes respuestas que, particularmente dentro del campo católico, se opusieron a estas prácticas. La pretensión de lograr la igualdad jurídica entre quienes practican la contranatura y los verdaderos matrimonios está fundamentada, como se sabe, en la ideología de la no discriminación. A su vez, esta “no discriminación” se presenta como ligada, de forma necesaria, con el planteo de los derechos humanos.
Como es de público conocimiento, este planteo derecho-humanista no sólo es falso por aquellos «derechos» que pretende imponer; no sólo es pernicioso por el contenido de los derechos declamados, sino –principalmente– por colocar la cuestión precisamente donde no debe hacerlo: por omitir y por ende negarse a hablar de los derechos de la Verdad, del Bien y, en última instancia, de Dios. El planteo derecho-humanista favorece el egoísmo y el individualismo más descarnados. Cuando el hombre olvida o desconoce, primero, sus deberes, invierte así la noción de justicia –dar a cada uno lo suyo– para que entonces justicia signifique “denme a mí lo mío”. Son los deberes los que engendran derechos y no los derechos, los que engendran deberes; si el deber engendra un derecho, tenemos una concepción política en donde prima el bien común. Si no es así, tendremos una concepción donde lo primero sea el interés: los hombres incomunicados entre sí por lazos de deberes y sólo comunicados por derechos.
La filiación ideológica de estos errores no puede ser más oscura. La primera declaración de “los Derechos del Hombre” nace con la Revolución Francesa, adalid de naturalismo y el optimismo rousseauniano. Dice Calderón Bouchet:
“El discurso revolucionario coloca al individuo frente a la sociedad como si esta última fuera una agrupación benéfica ante la que hay que reclamar todo cuanto nos hace falta. (…) Basta, para esta ocasión, recordar que todos esos errores nacen de la concepción del contrato social, por el cual la asociación civil se equipara a una asociación comercial” [1].
Al amparo de estos males –y no de nobles preocupaciones por la equidad en el trato de personas diferentes– que nace la ideología de la no discriminación, la cual pretende que toda discriminación, en sí misma, es mala; hablar de “varones” y “mujeres”, mencionar que existen comportamientos “contra la naturaleza” equivaldría, para esta ideología, a un acto discriminatorio, ilegítimo, que debe ser penado por la ley y condenado por la opinión pública.
En esta oportunidad, dando por supuesto que el lector conoce los hechos sucedidos en torno al intento –por ahora fallido– de obtener el reconocimiento legal del matrimonio entre personas del mismo sexo, así como el carácter sofístico, engañoso y perjudicial de las ideologías mencionadas, queremos profundizar hasta llegar, si fuera posible, a aquello que está detrás de la ideología de la no discriminación, a su verdadero objetivo: aquello que realmente buscan quienes promueven esta guerra a la naturaleza humana y por ende al Autor de la naturaleza.
Cómo entra la cuestión de la tolerancia
Pero antes ahondemos una cuestión que, pareciendo diferente y lejana a la que comentamos arriba, no lo es.
Es sabido que el error disimulado y sutil es mucho más dañino que el desembozado. El error evidente mueve rápidamente a levantar la guardia, mientras que las teorías más capciosas son de una más difícil refutación. Pero, a pesar de esto, el peor de los males sigue siendo la coexistencia pacífica de la “verdad” con el error, de lo “bueno” con lo malo. Las comillas no son errata.
Servirán para abrir el fuego las palabras de Ernest Hello, gran apologista católico, que alertaba –en pleno siglo XIX– sobre uno de los grandes errores del momento: la tolerancia, y específicamente la tolerancia para con el error por parte de quienes profesan, o dicen profesar, la verdad. Enseguida veremos la relación que tienen estas palabras con el tema de la no discriminación.
Hoy día, como en el siglo XIX, esta tolerancia para con lo falso se cubre con bellas y –por lo mismo– engañosas palabras:
“se vuelve el nombre de la caridad contra la luz siempre que, en vez de aplastar el error, pacta con él, so pretexto de conducirse prudentemente con los hombres. Se vuelve el nombre de la caridad contra la luz cuantas veces se le emplea para flaquear en la execración del mal”.
Y por esto, no queda otra alternativa que torcer las palabras para que ya no signifiquen lo que deben, sino primero cualquier cosa y, finalmente, incluso lo contrario de su significado original.
“el hombre se ablanda en presencia de la debilidad que quiere invadirle, cuando ha adquirido el hábito de llamar caridad al universal acomodamiento con toda debilidad aún lejana”.
Hello, con excelente psicología y espiritualidad, detectaba la motivación interna de esta actitud:
“la ausencia de horror para con el error, para con el mal, para con el infierno, para con el demonio, esta ausencia parece que llega a ser una excusa para el mal que uno en sí lleva. Cuando menos se detesta el mal en sí mismo, más se prepara un medio de excusar el que se acaricia en la propia alma” [2].
Veamos ahora qué implica la tolerancia para todo, la tolerancia irrestricta, y sus efectos en las inteligencias que son tocadas por ella.
El sentido común afirma que lo normal y esperable es que cada persona que sostiene una postura pretenda que la misma sea verdadera, aunque objetivamente no lo fuese. Cuando hablamos, pretendemos decir cosas verdaderas aún cuando podamos equivocarnos, o cuando de hecho estemos equivocados. Esto es lo natural, incluso en quien está en el error, o en quien dice una mentira: el que miente, expresa palabras que pretende que sean tenidas por verdaderas –sin serlo– por quien lo escucha. Pero hay algo más grave que el hecho de sostener enfáticamente una mentira, y es sostener que la pretensión de verdad no tiene sentido:
“En cualquier esquina podemos encontrar un hombre pregonando la frenética y blasfema confesión de que puede estar equivocado. Cada día nos cruzamos con alguno que dice que, por supuesto, su teoría puede no ser la cierta.
Por supuesto, su teoría debe ser la cierta, o de lo contrario, no sería su teoría” [3].
Lo corriente es que toda tesis tienda a rechazar a aquella que se le opone; proceder de esta forma es lógico y sano, pues los contradictorios no pueden ser simultáneamente verdaderos. Esta pretensión de verdad de todas las afirmaciones –incluso de las más inocentes e insospechadas de componente ideológico– las vuelven “exclusivas y excluyentes”, es decir, las vuelven sostenedoras de su tesis y adversarias de las tesis opuestas. Esto es, en principio, lo normal.
Si el error, no por virtudes propias sino por una obvia coherencia del discurso, pretende exclusividad, cuánto más –y cuán legítimamente– la verdad debe exigir lo mismo. Lutero, por ejemplo, no sólo buscaba la divulgación de su herejía sino que además –con lógica, pero sin verdad– buscaba aplastar aquellas tesis opuestas a la suya. Equivocado, sin duda, pero guardaba para su tesis la coherencia propia de la verdad: la exclusividad y la intolerancia para con lo que él juzgaba erróneo.
Hemos mencionado el vocablo clave, convertido por lo general en mala palabra para los oídos de la gente. Se ha condenado una palabra y se ensalza por el contrario a su antónimo, a la tolerancia. El culto a la tolerancia no es sino aquella postura que propone la búsqueda de una pretendida convivencia pacífica del error para con la verdad; claro está, siempre y cuando se admita la existencia de la verdad y del error, porque hoy día –por lo general– quienes declaman tolerancia ni siquiera entran a opinar en esos temas: las cuestiones magnánimas, presentes en los hombres de todos los tiempos, les son absolutamente indiferentes.
Nuevamente, al hablar de la convivencia de la “verdad” con el error, hemos usado las comillas, y esto porque arriesgamos a decir –por escandaloso que parezca– que la verdad sin intolerancia no es verdad.
En el tema que nos ocupa -la cuestión de la ideología de la no discriminación y sus verdaderos objetivos-, verdad equivale a naturaleza, mientras que error equivale a contranaturaleza. Al respecto del intento de brindar el nombre de “matrimonio” a tales uniones ilegítimas, fue astutamente falaz la invitación a aceptarlo con el argumento que el mismo “no volvía la homosexualidad obligatoria” sino solamente reconocía su carácter “opcional”, protegiéndola con la fuerza de la ley. Pero ¿acaso no nos están pidiendo que toleremos entonces, junto al modelo natural y recto, las coyundas entre invertidos? Exactamente. No se nos pide que lo practiquemos, ni siquiera que lo aprobemos: únicamente se nos pide –se nos exige– que lo toleremos.
Aquí se da el mismo efecto destructor que comentábamos: cuando la naturaleza tolera la contranaturaleza, no puede sino ir perdiendo su carácter exclusivo y volverse “una alternativa más” y no “la alternativa” a la hora de descubrir el verdadero sentido, origen y finalidad de la sexualidad humana.
Insistimos en lo engañoso del argumento que pretende suavizar la peligrosidad de esta petición: a primera vista se advierte con facilidad que no vuelve obligatorio el comportamiento homosexual. Pero eso ya era obvio. La cuestión de fondo es otra: el hecho que un comportamiento ilegítimo cuente con la protección de la ley provocará –como efecto necesario– confusiones y errores en el común de la gente, ya anestesiado, hasta hacer admitir bajo la palabra matrimonio tanto la unión entre “papá y mamá” como “mamá y mamá” o “papá y papá”, aunque la palabra matrimonio provenga de la palabra matriz.
La palabra «matrimonio»
Pero ¿por qué buscan que se admita a la unión que ellos fomentan bajo el término matrimonio? ¿Acaso no podría pensarse o inventarse otra palabra? ¿No les basta hacer lo que quieren, al margen de todo código moral? ¿Es que necesitan un reconocimiento público y oficial de que su comportamiento no choca con nada? Respuesta: sí. Pero además de esto, que podría ser motivo de observaciones psicológicas y éticas, se encuentra la cuestión objetiva, el fondo y verdadero fin de la ideología de la no discriminación: el vaciamiento del significado de las palabras, para obtener deliberadamente la ruptura de la capacidad del discernimiento en las inteligencias.
Como reseñó el boletín Notivida el 9 de noviembre de 2009, María José Lubertino –vaya nombre para la destructora de la familia humana, imagen de la Sagrada Familia–, hoy ex titular de la INADI, se expresó según términos que facilitan comprender el tema. Ella
“destacó que al Plan Nacional contra la Discriminación adhirieron 21 provincias y que ese Plan tiene un acápite que contempla la no discriminación por orientación sexual; en este acápite, dijo, está la unión de homosexuales, aunque no prevé que sea «matrimonio», denominación que ella considera «sustantiva»”.
Veamos qué está diciendo, en realidad, Lubertino. Astutamente advierte qué importante es tomar el control de la palabra y refugiar bajo su paraguas tanto la verdadera familia como las uniones contra la naturaleza. Aquí, sustantiva debe entenderse como no negociable, como objetivo principal, el cual –de no lograrse– implicaría la derrota. [4]
En el mismo sentido, evidenciando un conocimiento superior de la importancia de la guerra semántica, Antonio Poveda –Presidente de la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de España– dijo:
“Tiene que ser matrimonio, lo contrario es discriminatorio” [5].
Pero veamos por qué los inescrupulosos Lubertino y Poveda buscan apropiarse de esta denominación y lograr la cobertura legal de las uniones homosexuales al amparo de este vocablo y no de otro.
¿Es tan importante la palabra matrimonio? ¿No son acaso cuestiones de palabras, pero no de cosas? ¿No podría valer lo mismo cualquier otra palabra? ¿Acaso nosotros estamos discutiendo palabras? ¿Es tan importante?
Absolutamente.
Tanto por el fundamento que la importancia de la palabra tiene, como por el interés de los enemigos –mucho más atentos a los matices de las cosas que nosotros–, es fácil darse cuenta cuánta entidad tiene el control de un vocablo. Las palabras significan cosas y cada una de ellas contiene, en sí misma, una capacidad de influir directa sobre las mentes:
“Esta vía de influencia mental es tan real y tan profunda, que ha podido decirse que quien posea el arte de manejar las palabras poseerá la de manejar los espíritus. Su influencia será cada vez mayor a medida que las generaciones nazcan ya en el seno de un lenguaje manipulado y «dialectizado»” [6].
¿Qué es lo que sucede cuando una misma palabra ya no significa única y exclusivamente una cosa sino que, también, puede significar otra (en este caso, su contrario)? ¿Qué ocurre si esto sucede? Se da aquí, entonces, la funesta tolerancia y coexistencia de la verdad con el error, al amparo del mismo techo.
La tolerancia de la verdad para con el error es lo que comienza a ablandar y a suavizar, lenta pero inflexiblemente, la doctrina.
La tolerancia de la verdad para con el error, la tolerancia de “lo bueno” para con lo malo y de “lo bello” para con lo feo, debilita, desmoraliza y desanima las almas de quienes viven el verum, el bonum y el pulchrum con toda la intensidad que se requiere. Si el mismo término –«matrimonio»– comienza a significar, indistintamente, tanto una realidad natural como otra contra la naturaleza, en el imaginario colectivo la norma que termine autorizándolo tendrá como efecto desdibujar y si fuera posible aniquilar la diferencia entre lo natural y lo antinatural, pues “la misma” palabra significa las dos cosas.
Y donde no hay límite que distinga todo está permitido, porque no hay nada que discrimine aquello permitido de aquello no-permitido.
La coexistencia pacífica de lo natural con lo antinatural es la muerte de la naturaleza. Advirtiendo ya el problema, en pleno siglo XIX, el Cardenal Pie abría sus páginas –en su sermón La intolerancia doctrinal– con esta sentencia que puede aplicarse perfectamente a nuestro tema:
“Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio”.
Y decía, entonces, desde el púlpito:
“La afirmación se aniquila si ella duda de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación se coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee, es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado”.
La verdad es de por sí un límite; ella divide, marca un trazo y separa del error. Cuando la verdad no separa del error, no es verdad. Cuando el bien no lucha contra el mal, no es bien. Cuando la belleza no se opone a lo fealdad, no es belleza:
“Quienquiera que ama la verdad aborrece el error y este aborrecimiento del error es la piedra de toque mediante la cual se reconoce el amor a la verdad. Si no amas la verdad, podrás decir que la amas e incluso hacerlo creer a los demás, pero puedes estar seguro de que, en ese caso, carecerás de horror hacia lo que es falso, y por esta señal se reconocerá que no amas la verdad” [7].
La “no-discriminación” relacionada con la cita de Heidegger
La tolerancia de la verdad y de la naturaleza para con el error y lo antinatural se convierte, pues, en la muerte de la verdad y de la naturaleza, ya que al admitir en su seno lo contradictorio –en nuestro caso, lo que no es matrimonio– admite por lo mismo en su interior a la nada.
Entre la verdad y el error no cabe un término medio. Pero si la misma palabra se usa para dos cosas opuestas, tanto el ser como la nada son admitidos simultáneamente; ambos son hechos propios, a ambos le son abiertas las puertas. Pero abrirle las puertas a dos posturas, al mismo tiempo, es considerado por todos como un signo de su carácter complementario, y no como un signo de su carácter opuesto.
Si a dos posturas contradictorias se las admite en el mismo recinto, bajo la misma denominación, esto es un signo tácito de que ellas “no son” contradictorias.
Pero si no son contradictorias, si la verdad y el error ya no se oponen invenciblemente, si el ser y la nada ya no son inconciliables, entonces se da precisamente el error hegeliano: la identidad entre el ser y la nada, la identidad entre lo diferenciado y lo no-diferenciado, la identidad de los contradictorios. Error en que cae Hegel y más tarde Heidegger.
“¿No pertenece a la esencia de la verdad, justamente lo opuesto a su esencia? (…) ¿no tiene entonces que retomar la hasta ahora omitida no esencia de la verdad, la no verdad, y admitirla expresamente en la esencia de la verdad? ¡Evidentemente!”.
Contemplamos así el quiebre de la capacidad de discernimiento de la inteligencia humana, pues ya no hay línea que divida y distinga la verdad del error, lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, la naturaleza de la contranatural; en última instancia, el ser de la nada:
“La mezcla de la verdad y el error produce, en boca del mundo, efectos desastrosos. Da a la verdad apariencia de error y al error apariencia de verdad. Hace participar a aquél del respeto que a aquélla se debe” [8].
Esto es lo que hay detrás de la ideología de la no discriminación. Veámoslo.
Lo oculto y lo manifestado
El INADI se dedica a condenar a aquellas acciones que señala como “discriminatorias”. Valga una importante aclaración a la hora de repudiar y de combatir esta entidad inicua. Aquí no se pretende probar –como intentando oponerse al INADI– que la defensa del Orden Natural, de la verdadera naturaleza del matrimonio, etc., no sería tipificable como “discriminación”, quedando todas aquellas cosas buenas “dentro del marco de la ley”. Hay una cuestión más de fondo que la de eludir la condena legal: la guerra de las palabras.
Hay un manoseo de las palabras, sobre todo de la palabra discriminación.
No se trata de jugar al póker con cartas marcadas, o de intentar ganarle a los tramposos en su propio juego. Se trata precisamente de lo contrario; no puede ser de otra manera ni siquiera por alegadas razones tácticas o prácticas, pues “Lo contrario de la Revolución no es la revolución al revés, sino la contrarrevolución”.
Nuestro camino para oponernos frontalmente al INADI pasará por restaurar el hábito noble y diferenciador de las palabras. No es el caso demostrar que el Orden Natural no es discriminatorio: el caso es demostrar que no toda discriminación es, en sí misma, injusta. El caso es demostrar que no toda discriminación implica, por sí misma, un desprecio de la persona, de su nacionalidad, de su condición racial o de cualquier otro de sus atributos o particularidades.
El caso es demostrar que aquellos que defienden y fomentan la ideología de la no discriminación, están interesados –por lo mismo– en que no haya luz, porque sus obras son malas.
Si lograran hacernos creer que no hay línea divisoria entre la naturaleza y la contranaturaleza, entonces “tendrían derecho” a hacer de sus vidas lo que se les antoje, pues el día que tanto la ley como el sentido común de la gente enmudezca para señalar a las sombras y llamarlas por su nombre, sólo quedará la amonestación de su propia conciencia –si es que no la han matado aún–, pero no las amonestaciones externas.
De ahí la importancia de que siempre haya una voz que diga la verdad:
“Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida»”. [9]
Pero entonces, ¿qué hay detrás de la ideología de la no discriminación? ¿Qué es lo que se manifiesta y qué lo que se oculta en esta pretensión claramente ideológica?
El odio a la luz.
La luz es diferenciadora. La luz distingue. La luz marca el límite, marca la definición.
Definir significa marcar el fin, el límite, la línea y el contorno de las cosas: “A partir de aquí esto es, a partir de allí esto no es”. La definición implica un “sí” tanto como implica un “no”. El lenguaje es naturalmente una definición, pues para hacernos entender debemos decir algunos sí y muchos no.
En nuestro caso, la luz a la cual nos referimos es la luz de la inteligencia, el logos participado en el hombre; logos participado que remite al Logos Imparticipado.
Pero para obrar el mal sin amonestaciones ni alarmas a su conducta, es necesario que los hombres se quiten los ojos. Para quitarse los ojos deben negar el hábito diferenciador y discriminador de la inteligencia: la facultad del discernimiento. Sólo así ejecutarán sus crímenes en completa oscuridad, ya sin amonestaciones ni límites que los incomoden. El ladrón y el asesino se refugian en las tinieblas de la noche.
“¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien…!”
La heterosexualidad es lo natural, la homosexualidad lo antinatural. Esto es así y ningún artilugio semántico o lingüístico puede disimular el hecho de que la complementariedad entre los órganos sexuales masculino y femenino no es convencional, no es arbitraria, no es histórica, no es fruto de un contrato entre sociedades. Esta complementariedad, “vinculación”, “adaptación” de una función a su facultad, tampoco es convencional, tampoco puede ser fruto de decisiones humanas, ni es sujeta a los cambios del tiempo, ni es fruto de diversas estructuras de pensamiento de cada sociedad.
¿Y con qué palabra designamos a lo que ni es convencional, ni arbitrario, ni histórico ni fruto de la sociedad? ¿Con qué palabra designamos a lo que no está sujeto a la voluntad ni a los contratos ni a las estructuras de pensamiento del hombre?
Con la palabra “naturaleza”.
¿Esto es “discriminación”? Sí, pues es distinción. Discriminación justa.
¿Esto debe ser penado por la ley, como pretende el INADI? No, pues es la verdad.
De ahí que no basta el ser heterosexuales para obrar correctamente, así como no basta simplemente sostener la verdad. La verdad tiene un carácter excluyente con el error, y del mismo modo la heterosexualidad debe tener un carácter excluyente de los comportamientos que van contra la naturaleza humana.
Predicar la verdad y condenar el error.
Practicar la naturaleza y reprobar la sodomía.
Es necesario predicar la buena, sana y santa intolerancia de la verdad para con el error, de lo bueno para con lo malo, de lo bello para con lo feo y, finalmente, de los comportamientos ordenados, en la línea y en el deseo del plan de Dios, para con los comportamientos y acciones desordenadas, que atentan contra el Orden Natural y el Sobrenatural:
“¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas…!” [10].
Si la ideología de la no discriminación tiene entre sus principales preocupaciones la manipulación y el manoseo del lenguaje, señal es que es precisamente aquí en donde nosotros debemos librar la batalla de restaurar el noble y luminoso significado de las palabras.
Objetivo principal de la guerra semántica, declarada por los cultores de la ideología del género, la de llamar bien al mal, y mal al bien. Alison Jagger, autora de diversos libros de texto utilizados en programas de estudios femeninos en universidades norteamericanas, revela claramente su hostilidad frente a la familia, como abanderada de la ideología feminista que representa:
“El final de la familia biológica eliminará también la necesidad de la represión sexual. La homosexualidad masculina, el lesbianismo y las relaciones sexuales extramaritales ya no se verán en la forma liberal como opciones alternas, fuera del alcance de la regulación estatal. En vez de esto, hasta las categorías de homosexualidad y heterosexualidad serán abandonadas: la misma institución de las relaciones sexuales, en que hombre y mujer desempeñan un rol bien definido, desaparecerá. La humanidad podría revertir finalmente a su sexualidad polimorfamente perversa natural” [11].
Más aclaraciones. Uso de los verbos sin objeto que los especifique
Existen muchísimos actos humanos cuya valoración es incompleta si los consideramos aisladamente, debiendo recibir una determinación que los especifique, un contenido que nos remita a su fin y, de ese modo, que los vuelva plausibles de admitir una calificación moral.
Estos actos humanos, que pueden ser tanto buenos como malos, son –entre otros– discriminar, ejercer la libertad, comportarse auténticamente, ser sincero con las opiniones propias, hablar con franqueza, etc.
Inmediatamente que se pronuncia la palabra discriminación, debemos preguntar: ¿Qué es lo que se discrimina? Se discrimina algo pero ¿respecto de qué? ¿Por qué, con qué argumentos? Sería ciego condenar toda discriminación sin escuchar las razones del discriminador: podrían ser legítimas.
Cuando nos hablen de libertad, debemos preguntar –de inmediato– para deshacer todo eventual copamiento demagógico: ¿Libertad para qué? ¿Con qué fin? Si se nos insta a comportarnos con autenticidad, deberemos mirar introspectivamente y preguntarnos: ¿Estoy realmente en la verdad, y por consiguiente mi autenticidad será respecto de lo verdadero? ¿O tal vez me halle en el error, y de ser así practicar la autenticidad me haría fomentar algo peor aún?
Ser sincero con las opiniones propias ¿es en sí mismo positivo? ¿O depende de cuáles y cómo sean estas opiniones? ¿Da lo mismo ser sincero con una opinión correcta, que ser sincero con una falsa? Hablar con franqueza de lo propio, ¿hace que aquello de lo cual hablamos sea verdadero? ¿O acaso uno no puede decir –con absoluta franqueza– un error grande como una casa?
Notemos el efecto que tiene la vaguedad y la imprecisión de las palabras en la confusión de las inteligencias: mucho peor que las mentiras.
Así las cosas, la palabra discriminación se convierte en una «palabra-talismán». Debe desenmascararse el sofisma central de esta ideología, que consiste en desvincular el acto de su objeto, para condenar de forma anticipada e inapelable –manipulando las emociones y los sentimientos que causa la sola mención de esta palabra– el acto mismo, aunque éste reciba su calificación moral según su objeto y motivo. La ideología de la no discriminación omite y se desentiende deliberadamente de las cuestiones principales, la verdad y justicia del acto discriminatorio. No se debe querer distinguir nada al hacer uso de ella.
A pesar de sus errores en materia doctrinaria, cabe poner la atención en el detallado análisis de Correa de Oliveira sobre la palabra-talismán:
“La palabra-talismán radicalizada se resiste a explicitar su sentido. En efecto, su gran fuerza está en la emoción que provoca. La explicitación atrayendo hacia ella la atención analítica de quien la usa o de quien la oye, perturbaría e impediría ipso facto la fruición sensible e imaginativa del vocablo. La palabra-talismán, manteniendo obstinadamente implícito su significado, continúa siendo vehículo y escondrijo de su reciente contenido emocional”. [12]
Los nuevos sofistas manipulan y manosean las emociones más puras, confundiendo deliberadamente actitudes de injusticia y desprecio con discriminación, valiéndose de los nobles sentimientos de las personas, pero que no tienen escrúpulo en desvirtuar para obtener sus fines:
“Diríase que el sujeto, al utilizar una palabra, sufre una especie de fascinación ante ella: la absorbe pasivamente y recibe sin poder evitarlo los efectos psicológicos de la significación que le entrega. Su acción sobre el subconsciente es directa, profunda y estimulante. La palabra introduce por su solo empleo esquemas de pensamiento que el sujeto adopta aún sin darse cuenta” [13].
La verdad de las cosas es el norte, la brújula, la guía de estos actos humanos y la que hace posible una calificación moral, que la supone. Nada valen la franqueza, la sinceridad, la autenticidad sin verdad. Nada vale la libertad para el mal, ni tampoco la discriminación injusta. Si la justicia es sinónimo de la verdad, si al “hacer justicia” tratamos a las cosas “conforme a la verdad”, lo decisivo para juzgar la validez o invalidez de la discriminación no es ella misma como tal, sino algo distinto de ella: lo que las cosas son, la verdad del mundo que será objeto de discriminación.
Equívocos actuales en las filas católicas
Pronunciar la palabra es cosa seria. No únicamente por las implicaciones morales que hemos desarrollado, sino además porque toda palabra, en el fondo, es una participación de Otra Palabra superior. Y si la perfección de la palabra está en tender siempre hacia su máxima conformidad con La Palabra, el lenguaje humano no puede volverse deliberadamente equívoco, no puede convertirse intencionadamente en confusión, en ambigüedad, en constantes elipsis. Tan necesario como predicar una palabra concisa, como poseer una recta semántica, es no admitir en boca de otros sino lo mismo.
Por estos motivos, fueron gravemente erróneas y engañosas algunas de las declaraciones que del campo católico tuvieron circulación en estos días, aún cuando pretendieron “oponerse” a la legalización de este proyecto. Veámoslas.
La Comisión Ejecutiva de la CEA (Conferencia Episcopal Argentina) emitió un comunicado encabezado como sigue: “La heterosexualidad como requisito para el matrimonio no es discriminar”. Allí podemos leer:
“Afirmar la heterosexualidad como requisito para el matrimonio no es discriminar, sino partir de una nota objetiva que es su presupuesto”.
Estará muy bien “partir de una nota objetiva”, presupuesto del matrimonio; es correcto tomar como punto de inicio la realidad objetiva, independiente de nuestra subjetividad, pero al pretender que esta toma de posición no sea calificable de discriminatoria, la Conferencia Episcopal paga tributo a las categorías mentales ideológicas del enemigo. En vez de enseñarnos que no toda discriminación es ilegítima; en vez de declarar que discriminar es un acto que realiza la inteligencia por la facultad del discernimiento; en lugar de denunciar que son los que moran en la oscuridad los que no quieren que se discrimine, porque ella aquí equivale a luz; en vez de esto, la CEA pretende solamente eludir la tipificación de sus actos, sin atacar las verdaderas causas y motivos de fondo que están haciendo posible el avance del lobby “gay”. Pan para hoy y hambre para mañana.
No es ésta una declaración que, en absoluto, vaya hacia el fondo de las cosas; sin embargo, estamos viendo la importancia de hacerlo para atacar el verdadero problema y no terminar siendo funcionales a la ideología de la no discriminación. Como bien enseñó Rafael Gambra, no debe aceptarse tal término bajo el empleo engañoso e ideológico acostumbrado:
“Aceptar un término para su empleo habitual es aceptar una idea, por más que el sujeto la rechace inicialmente en su plano intelectivo. La utilización de un código expresivo –un lenguaje– es ya de por sí abrirse a toda la carga de sentido y actitud que encierra como producto cultural. Las palabras adquieren en su seno un sentido que no tendrían aisladamente o en otro contexto mental” [14].
Es muy importante tener en cuenta que hay varios modos de oponerse a algo. La máxima oposición, decía Aristóteles, es la oposición que no admite término medio: la oposición contradictoria. O es verdadero, o no es verdadero.
Una oposición menor es la de los contrarios, la cual sí admite un término medio: entre blanco y negro.
Pues bien: el comunicado manifiesta claramente una oposición de contrarios, no de contradictorios, porque la declaración de la Conferencia se sigue moviendo dentro del esquema de pensamiento del INADI, al aceptar tácitamente que ellos “no discriminan”, como si toda discriminación fuera ilegítima.
Se acepta el engañoso planteo del enemigo para intentar eludir su ataque “según sus mismas reglas”. Cuánta razón tenía Santo Tomás de Aquino cuando repitió en la Suma aquellas palabras de San Jerónimo:
“con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error”. [15]
Por otra parte, se asocia indebidamente el hecho de no discriminar con la correcta actitud de “partir de notas objetivas”, haciendo pasar estas dos ideas como enlazadas, como si una llevara a la otra, cuando no es en absoluto así. Podemos perfectamente partir de notas objetivas y, no obstante o mejor dicho por lo mismo, discriminar con plena justicia, que es lo que estamos intentando hacer en estas líneas.
Debido a la utilización de un lenguaje propio del enemigo, el texto del arzobispado porteño –firmado por el cardenal Bergoglio y los monseñores Sucunza, García, Martín, Ojea, Eguía y Fernández– se muestra gravemente engañoso para los fieles. Luego de observar la irregularidad en la cuestión puramente jurídica y formal (elemento a tener en cuenta, pero que no puede ser el punto principal de la cuestión), la Jerarquía se expresa de la siguiente forma:
“A esto se agrega que el Jefe de Gobierno, en una decisión política que sorprende, no haya permitido la apelación de dicha sentencia absolutamente ilegal, para dar un debate más prolongado y profundo sobre una cuestión de tamaña trascendencia. Esto constituye un signo de grave ligereza y sienta un serio antecedente legislativo para nuestro país y para toda Latinoamérica”.
Pues bien, ¿se advierte el error? Se sugiere que el problema no se haya en la normativa injusta e inmoral que pretende imponerse, sino en el modo en que podría llegar a tener vigencia: un modo donde el debate “más prolongado y profundo” estuviese omitido. ¿Pero acaso se nos está diciendo que con debate prolongado y profundo, entonces la norma es buena? ¿Sin debate, la norma es mala? ¿Qué hay que debatir aquí?
Es cierto que el comunicado hace aclaraciones etimológicas cuando dice “La palabra «matrimonio» alude justamente, a esa calidad legítima de «madre» que la mujer adquiere a través de la unión matrimonial”; pero justamente por ello, resulta desconcertante que hacia el final de la declaración –que se limita a decir pocas, muy pocas cosas entre las muchas que se podría, sin jamás atacar ni denunciar al lobby “gay” ni a los organismos que defienden y fomentan esta perversión– se invoque la autoridad de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana de los Derecho Humanos:
“esta decisión de la jueza de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires podría considerarse contraria a distintos tratados internacionales con jerarquía constitucional desde 1994…” [16].
¿Acaso no tenemos una legitimidad y autoridad propias, por encima de la puramente humana, que se funda en la Ley Natural? ¿Acaso los católicos debemos apelar a la farsa ideológica de los DDHH? ¿Por qué juzgar “la decisión de la jueza” desde los postulados derecho-humanistas, y no desde los postulados católicos del derecho? Si nuestros pastores no hablan desde la óptica católica, desde los fundamentos católicos a propósito de estos sucesos; si en definitiva no hablan en tanto católicos, ¿cuándo y en qué circunstancias lo harán entonces, dejando de pronunciarse “desde lo que el mundo acepta como propio”? ¿Por qué se busca un “terreno común” con los adversarios (perdón por la palabra) y nunca se habla desde las posiciones propias?
Pero veamos una posible réplica a nuestra última observación:
– No, Usted no entiende. Ellos hablan de esa manera –apelando únicamente a leyes positivas humanas– porque están frente a una legalidad que no reconoce a la religión católica como verdadera, no teniendo por tanto validez principal (para ellos) ningún argumento que esté fuera de la ley escrita. Por eso apelan casi exclusivamente a las leyes positivas. Están tratando de argumentar desde aquello que los adversarios aceptan como válido, que es distinto respecto a lo que nosotros aceptamos. No está mal lo que ellos hacen.
– Pero la Política no es sino la Moral llevada al plano social. Y ninguna moral, personal o comunitaria, puede desvincularse del Evangelio. Si Usted me responde lo anterior, entonces nuestros obispos –nuevamente– en vez de discutir las cuestiones de fondo, en vez de penetrar hasta el fundamento de las leyes, en vez de profundizar hasta el núcleo de la cuestión y desenhebrar el falso principio que hace posible estas injusticias –la soberanía popular, consagrada en el art. 37 de la Constitución Nacional–, nuestros obispos se conforman con críticas secundarias, accidentales, cosméticas, sin jamás hacer mención de la cuestión principal, omitiendo el problema de fondo. Callar una verdad es aquí más grave que emitir un error. Y sabemos que quien calla, otorga. Nuestros obispos no luchan sin cuartel ante la injusticia, la perversidad y la contranaturaleza. Por todo lo anterior, aquello que Ud. sugiere como atenuante es, en realidad, un agravante.
Este tipo de lenguaje no hace sino debilitar y suavizar la oposición católica a esta legalidad inicua, insistimos, volviéndola puramente contraria, es decir, admitiendo un término medio, sin jamás volverla contradictoria. El modo utilizado para ablandar el discurso consiste en oponerse desde dentro de las premisas del adversario, y nunca desde afuera. [17]
La Escritura dice claramente que un reino dividido no podrá subsistir. Todos los que impugnamos esta inicua legalidad debemos mantener una coherencia y unidad del discurso, pero esta unidad no puede ser ni la unidad de los contrarios, ni la unidad en argumentos endebles, engañosos y solidarios de la semántica enemiga.
Así se vacía el lenguaje, la palabra y su significación: cuando el carácter contradictorio de las afirmaciones queda mitigado por la promiscuidad intelectual de quien osa colocar una verdad y un error en un mismo planteamiento:
“La verdadera sabiduría tiende a unir. La sabiduría del mundo tiende a amalgamar elementos que no pueden unirse, y, cuando ve que los tiene yuxtapuestos, cree que los ha fundido. Desde el punto en que dos elementos coexisten, el mundo imagina que están unidos.
El hombre de mundo no teme hacer daño. Pero teme chocar. No conoce las armonías, pero sí las conveniencias” [18].
¿Por qué este discurso incluye indistintamente verdades y errores? Porque su principal preocupación es “no chocar”; se pretende sobre todo el mezclar diferentes concepciones que tomadas en sí son contradictorias, pero que se cree poder conciliar metiéndolas en la misma oración. Por eso, quien está embebido del espíritu del mundo adora el incluir la verdad y el error juntos, para que aquellos que están en el error vean mencionada su divisa, mientras que aquellos que están en la verdad crean que “por lo menos” también se menciona parte de ella.
El espíritu del Mundo, bajo este aspecto, no está caracterizado por el error frontal al cual estamos acostumbrados sino por una astuta y pérfida mixtura de errores y verdades. Por eso, cada vez que el mundo pronuncia una verdad la rebaja, pues sus labios están putrefactos por las tibiezas y deshonestidades anteriores.
Se afirma –sólo literalmente– una verdad y luego se discurre como si lo recién afirmado no existiese, colocando en un mismo discurso dos conceptos contradictorios, tal como hemos visto y analizado con la mejor buena voluntad y objetividad intelectual.
Así se vacían a los significados: no negándolos, no haciéndoles frontalmente la guerra, sino colocando junto a ellos la contradicción.
Por el contrario, la fidelidad al logos, que es Dios mismo, el Verbo, la Palabra, Jesucristo, nos exige como católicos la pronunciación responsable, pedagógica y testimonial de la verdad conocida. Palabra que no define, engaña. Tanto el que distingue como el que exige a sus oyentes está a salvo de toda demagogia.
Conclusión
Creemos que en lo que respecta a este problema el caso es, por último, denunciar la oscuridad del logos en un mundo que no quiere distinguir, pero no porque pretenda acoger desinteresadamente a los extranjeros, no porque desee un trato caritativo y respetuoso por igual para blancos, negros y amarillos; sino porque rechaza a la luz objetiva de la verdad, rechaza el límite que marca diferencias entre lo que es y lo que no es. Rechaza en última instancia su carácter de razón fundada y pretende colocarse como Razón Fundante, pretendiendo ser la Fuente de las cosas y Fuente de legitimidad para los comportamientos.
Así justifica la homosexualidad. Así justifica las uniones contranatura. Así justifica los comportamientos llamados, eufemísticamente, “gay” y las relaciones sexuales entre lesbianas. Así justifica, en última instancia, la reducción de la sexualidad humana –traspasada siempre de espíritu, o más aún, ella misma penetrada por lo espiritual– a la pura y desencarnada genitalidad, en donde mientras más próxima está la carne, más lejos están las personas unas de otras; se da –contra la naturaleza– la fusión de los cuerpos pero nunca, nunca, la fusión de las almas; en donde la persona queda reducida a materia prima experimentable e intercambiable, como lo atestigua el altísimo índice de promiscuidad de los comportamientos homosexuales. Porque los mismos que ahora luchan por el “matrimonio gay” son los que escriben en graffitis “Ni te cases ni te embarques”. No les interesa el “compromiso” “matrimonial” entre dos personas del mismo sexo; les interesa el desvirtuar una institución natural para que no quede ya sombra de la señorial distinción del intelecto.
Es tal el misterio de la sexualidad que respecto a su despliegue no caben términos medios:
“La sexualidad humana está fatalmente colocada en esta alternativa: o fiscalizada y sobrealzada por el amor del espíritu, o prostituida por el pecado del espíritu”. [19]
Quienes levantan la bandera de la no discriminación se encuentran –lo sepan o no– desesperados. No cabe duda de que se están negando a sí mismos: rechazan su sexualidad tal como la tienen, ya fuera masculina, ya fuera femenina; rechazan la vocación propia de su cuerpo, rechazan el sentido espiritual, psicológico y biológico de la fusión con el sexo opuesto. Es un sistema de negaciones y rechazos. En suma, se trata de una oposición radical a todo lo que sea dado; hay aquí un enfrentamiento con la naturaleza –en su más noble y pura acepción–, y por esto, en última instancia, con el Autor de la naturaleza.
En el fondo, es la inmadurez de quien no quiere aceptarse a sí mismo, que ve su error, su mal, pero que no quiere emplearse a fondo para cambiarlo. Teme arriesgarse, empeñarse en corregirse y luego caer, nuevamente, habiendo gastado sus energías en cambiar inútilmente. Por eso elige el camino –fácil camino– de dejar de luchar. Y en este “dejar de luchar”, debe encontrar una justificación teórica ante los demás. Así pasa a la negación de lo que nos es dado naturalmente, para volcarse sobre sí como un Nuevo Creador, pretendiendo substituir al Verdadero.
Proclamemos la verdad, no suavizándola o matizándola indebidamente. No con ingredientes cosméticos que disimulen su intransigencia, como si toda intolerancia fuese en sí un mal. Proclamemos que hay discriminaciones y discriminaciones: unas justas, hijas de la inteligencia que es luz; otras injustas, hijas del desorden de las pasiones y de la voluntad. Es el malvado el que odia la luz, porque la luz pone en evidencia sus acciones. Amemos la luz de la Verdad, sabiendo que si somos fieles a Ella, Aquél que recompensa a los trabajadores fieles y laboriosos nos brindará –ya en la otra vida– la belleza con la cual Se engalana y de la cual, en este valle de lágrimas, sólo atisbamos fragmentos.
Cristo, Logos Eterno y Verbo Increado del Padre, nos dé la gracia de restaurar el logos participado –no sólo el mental, sino el oral; no sólo el interno sino también el externo– en nosotros mismos, nuestras familias, nuestra sociedad, nuestra Patria
Juan Carlos Monedero (h)
Revista Arbil Nº 124
www.politicaydesarrollo.com.ar, 17-05-2010
[1] Rubén Calderón Bouchet, La Revolución Francesa, Editorial Santiago Apóstol, Buenos Aires, 1999, pág. 168
[2] Ernest Hello. El hombre. La vida – La ciencia – El arte, Buenos Aires, Editorial Difusión, 1941, pág. 86.
[3] Gilberth K. Chesterton, Ortodoxia, Buenos Aires, Ed. Excelsa, 1943, págs. 51-52
[4] Notemos, además, cómo se cumple al pie de la letra la vieja táctica de dar dos pasos adelante y uno atrás, pues la misma Lubertino está admitiendo que, aunque en el Plan Nacional contra la Discriminación no aparece la denominación de “matrimonio”, no obstante ella, como parte de la revolución permanente, la considera un objetivo a alcanzar. Es una guerra por etapas: primero piden algo, lo obtienen, y luego siguen reclamando el resto. Obsérvese lo ridículo que sería pretender una conciliación o pacto de no agresión con ellos. El conocer las ambiciones de estos personajes debe servir no para amedrentarnos sino para renovarnos en el vigor del testimonio.
[5] Ambas citas extractadas de http://www.notivida.org/, Boletín 634, Año IX, 9 de noviembre de 2009.
[6] Rafael Gambra. El lenguaje y los mitos, Ediciones Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2001, págs. 23-24.
[7] Ernest Hello, citado por el Padre Alfredo Sáenz SJ, Siete virtudes olvidadas, Bs. As., Ed. Gladius, 2005, pág. 142.
[8] Ernest Hello. El hombre…, ídem pág. 111
[9] Ezequiel 33, 7-9
[10] Isaías 5, 20
[11] Alison Jagger, “Political Philosophies of Womens Liberation”, Feminism and Philosophy, Littlefield, Adams & Co., Totowa, New Jersey, 1977, pág. 13.
[12] Plinio Correa de Oliveira, Trasbordo ideológico inadvertido y diálogo. Traducido al español por el Consejo de Redacción de “CRUZADA”, Buenos Aires, 1966, pág. 29
[13] Juan Milet, citado por Rafael Gambra. El lenguaje…, ídem, pág. 21
[14] Rafael Gambra. El lenguaje…, ídem, pág. 23
[15] Suma Teológica, III, q. 16, art. 8, corpus.
[16] Cfr. http://aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=19319&format=html
[17] Renglón aparte merecerían otros fragmentos de esta declaración de la Comisión Ejecutiva de la CEA, por ejemplo, al mencionar la necesidad de una “sana” educación sexual; en vez de desentrañar la manipulación ideológica de estas palabras, utilizadas como ariete contra la recta educación de los afectos y de los sentimientos, se coloca simplemente la palabra “salud” delante con la intención de «bautizarla», como si bastara ello para extirpar así su carácter dañino.
Resultó equívoca la frase: “No estamos ante un hecho privado o una opción religiosa, sino ante una realidad que tiene su raíz en la misma naturaleza del hombre, que es varón y mujer”. Pues bien, que el fundamento del matrimonio es una realidad no cabe duda. Pero ¿acaso la fe católica, objeto de la recta opción religiosa, no lo es? El texto sugiere exactamente eso: mientras las cuestiones religiosas podrían ser relegadas al terreno personal o sentimental, no así las cuestiones naturales o sociales pues estas son reales. Pero entonces la religión no es real. Y si la religión católica no es real, no es verdadera. Y si no es verdadera, Cristo no resucitó y vana es nuestra fe.
Hacia el final, los Obispos consideraron ante el público que su propia voz, la voz de los sucesores de los Apóstoles por mandato de Cristo, sea reducida a un “sumar a las presentes reflexiones en un diálogo sincero con la sociedad” un simple “aporte” destinado “a quienes tienen la difícil tarea de legislar sobre estos temas”. He aquí el mejor modo de destruir la correcta semántica de los fieles: la verdad de la jerarquía –que representa o debería representar la voz de Dios– no negada, no perseguida, no vilipendiada, sino considerada como un simple aporte. Interesante, valioso, pero aporte. Nada más.
[18] Ernest Hello. El hombre…, ídem, pág. 109
[19] Gustave Thibon. Lo que Dios ha unido (Ensayo sobre el amor), Editorial Librería, Buenos Aires, 1952, pág. 164