Por Alberto Buela.
Fuente: Revista Arbil
“La Iglesia es intolerante en
los principios porque cree;
pero
es tolerante en la práctica porque ama.
Los
enemigos de la Iglesia
son tolerantes en los principios porque no creen;
pero
son intolerantes en la práctica porque no aman”.
[R.P. Reginald
Garrigou-Lagrange O.P.]
El título mismo nos
está indicando que existen históricamente dos tipos de tolerancia. Una, la
clásica, aquella definida como la aceptación de un mal menor en vistas a evitar
uno mayor, y otra, la liberal, como la aceptación de las opiniones contrarias
por la igualdad de las personas.
La noción clásica
Tiene una larga
historia que hunde sus raíces en la filosofía griega y recorre todo el universo
cristiano hasta el siglo fines del siglo XVII. Y es el teólogo Tomás de Aquino
quien en su Summa Theologica, Pars 2da.2da. cuestiones X a XII desarrolla más
acabadamente este criterio, al preguntarse si los infieles pueden tener dominio
sobre los fieles, responde:“ at si praexistant, tolerandi videntur ad scandalum
vitandum” (si continúan existiendo, luego de un trabajo de evangelización, se
entiende, deben ser tolerados y evitar el escándalo).
La tolerancia está
vinculada en este contexto del mundo cristiano del siglo XIII en el trato con
los infieles que se dividían en tres grandes categorías: paganos, herejes y
judíos- musulmanes. Los primeros no aportan nada útil ni verdadero a la vida de
la Cristiandad ,
y la cuestión se traslada más bien a la relación de los súbditos cristianos con
un gobernante pagano, donde el gobernante no pierde sus atributos a causa de su
infidelidad, pero la tolerancia se extingue si los cristianos no pueden
profesar libremente su fe. La norma es: “dar al Cesar lo que es del Cesar y a
Dios lo que es de Dios ”.
La cuestión de la
herejía es la más grave pues ella quiebra la unidad de la Cristiandad y socava
las bases de la autoridad de la
Iglesia. El hereje es en términos politológicos el “enemigo
interno”. Y es sabido que éste es el que produce los mayores daños a la
comunidad a que pertenece. Era denominado por los romanos con el término
inimicus, en tanto que el externo era considerado hostis. Con este último se
tiene una guerra pública (quod bellum publicae habemus), con el “enemigo”
podemos llegar a tener una “guerra civil”. Esta distinción se conserva en el
texto evangélico cuando dice: diligite inimicus vestros (amad a vuestros
enemigos) Lucas 6, 77. Así pues, el enemigo interno, está limitado en el
Evangelio al enemigo privado que es el que nos odia y con quien tenemos
discordias, y al que estamos obligados a perdonar, en tanto que el enemigo
externo (hostis) es el que nos opugna, el que nos ofrece lucha, y a ese debemos
combatir en guerra.
Ya Platón en la República 470 b 4,
realiza esta clara distinción entre los dos tipos de enemistad: la guerra
(pólemos) y la discordia (stásis) y los dos tipos de enemigos que la encarnan:
los externos o barbárous y los internos o ekzraús. Con estos últimos “no se
arrasarán sus campos ni se incendiarán sus viviendas, con los “bárbaros”, “la
lucha es a muerte ya sea esclavizándolos ya aniquilándolos”.
El tercer tipo de
infieles son los judíos y musulmanes donde la tolerancia encuentra su última
justificación, como la admisión condicional al mal. Así en tanto que no se
logre la metanoia, la conversión de éstos, se los debe tolerar para evitar
males mayores (scandalum vitandum).
Una digresión. La
solución católica a la cuestión judía radica en esta idea de conversión de los
judíos y son múltiples las órdenes religiosas que tienen por finalidad o
carisma el orar por su conversión. De ahí, que la histórica cuestión no puede
tener ni una solución pagana – desde la destrucción de Jerusalén por el
emperador Tito en el año 70 a la solución nazi de los campos de concentración –
que siempre ha fracasado, provocando un mal mayor. Ni tampoco, la solución
liberal de sometimiento al poder judío mundial, que es más bien una no-solución
como lo vemos hoy. Así, asistimos al aniquilamiento de los pueblos palestino e iraquí porque el Estado
más poderoso de la tierra eligió como estrategia, la de someterse a las
decisiones del poder judío mundial, bajo la forma de sionismo.
La idea liberal
La tolerancia liberal
tiene su partida de nacimiento en el escrito del filósofo inglés John Locke
titulado Carta sobre la tolerancia (1689).
Parte allí de la
clara distinción entre sociedad política y eclesiástica, y como el magistrado
civil está por su función limitado a “las cosas humanas temporales”, y no puede tener ninguna injerencia en la
salvación de sus gobernados, el pluralismo en el culto a Dios es una cosa que
el Estado no puede soslayar, por lo tanto, le corresponde tolerar la diversidad
de iglesias.
El segundo argumento,
a la vez el más poderoso, sostiene que el fundamento de la política liberal
consiste en la persona ejerciendo su capacidad de autodeterminación en libertad
e igualdad. Así podemos definir la tolerancia como la capacidad cívico-política
de las personas que tienen conciencia recíproca de la libertad e igualdad de
que están investidos.
Esta tolerancia
liberal está fundada en la ideología del igualitarismo según la cual las
personas ya no son iguales en dignidad sino que son per se iguales, cuando en
realidad las personas son per se distintas; nuestros rostros y figuras así nos
lo indican.
Esta tolerancia lo
que hace es introducir la idea de disimulo, de simulacro en la política, pues
la tolerancia no es hoy otra cosa que: la disimulada demora en la negación del
otro. Hacemos “como si” respetáramos al
otro, cuando en realidad estamos disimulando su negación. Y esta idea de
disimulo, de simulacro, encierra la quintaesencia de la noción de ideología entendida
como: conjunto de ideas que enmascara la voluntad de poder de un grupo, clase o
sector.
Llegamos así al final
de esta breve meditación, a aquello que encierra ya el título de la misma. La
tolerancia como virtud está vinculada a su
carácter negativo, tolerar el mal menor para evitar el mal mayor. En
tanto que, la tolerancia como ideología está vinculada a la sociedad del
simulacro, la apariencia, el disimulo, la sospecha, el enmascaramiento. Rasgos
típicamente característicos de nuestra sociedad política de nuestros días. -