Karina
Mariani
La Prensa,
11.10.2020
El 12 de octubre
de 1492 culminaba la proeza de 77 días de navegación a océano abierto por la
cual Cristobal Colon descubría un continente. Si hubo incursiones anteriores,
si hubo búsquedas alternativas al paso cercenado por la conquista otomana, si
otras expediciones fueron exitosas, si Colón o los Reyes Católicos sabían o se
enteraron después de la dimensión de ese hallazgo, si el objetivo fue varias
veces superado o si los excedió, todo es harina de otro costal. El 12 de
octubre de 1492 Colón descubrió América y con esta sencilla oración abrimos la
caja de Pandora de las controversias que 528 años después repiquetean en el marisma
ideológico del siglo XXI una de las cuales tiene particular vigencia: el
indigenismo.
¿Cómo llegó la
narrativa indigenista a los niveles de protagonismo actual? Una mezcla de
interpretaciones maniqueas de los hechos históricos, una resemantización tergiversada
de demandas, un anacronismo ideológico y mucha, mucha fantasía literaria han
logrado que una de las formas más claras de supremacismo moderno se transforme
en un ideal abrazado por el progresismo. El indigenismo determina a las
personas definiéndolas por su raza, su línea sanguínea y su etnia. Difícil
encontrar una visión de la humanidad más macabra y racista. El valor del
individuo no es tal sino en función de la etnia a la cual pertenece, debiéndose
como persona a lo que podríamos denominar (seamos creativos) dialéctica étnica
plasmada en la lucha entre colonizadores/usurpadores y dominados/originarios.
Esta relación sería inmanente: 5 siglos igual (terrible sentencia)
El supremacismo
indigenista cobra fuerza vital gracias a la necesidad de la izquierda de
reinventarse en la gerenciación de luchas a las que jamás había prestado
atención pero que, en la actualidad, le son muy útiles como el feminismo, el
veganismo y otros ismos minuciosamente desvirtuados. El indigenismo, para estos
fines, vino a pedir de boca.
El epítome del mal
Para empezar
suavecito, el indigenismo considera el descubrimiento de América como el
epítome del mal. Un relato infantil basado en un paraíso de paz y cordialidad
sólo interrumpido por el arribo de los españoles que con saña sobreactuada
asesinaron a millones de indígenas por gusto, generando una pobreza y
sometimiento que no se ha podido revertir en 5 siglos.
Esta reescritura
de la historia tiene, para empezar, un claro componente racista ya que niega la
fusión del nativo y el europeo, que fueron la cuna de la sociedad criolla de la
que somos, los americanos, orgullosos frutos y fomenta el desprecio al
mestizaje. Pero a la vez es una visión profundamente xenófoba en la medida que
exalta el pasado precolombino y denigra sistemáticamente la historia, cultura y
civilización producida precisamente durante esos 5 siglos en los que nos
forjamos como sociedad.
No es cierto que
llevamos 5 siglos igual, y si vamos a ser honestos, el continente lleva ya más
de dos siglos de independencia, digamos todo. Imbuidos del animismo más básico,
desmembramos la estatua de Colón, para ver si con eso nos librabamos del pie
opresor de la colonia como si en estos 500 años no hubiera pasado nada!
Olvidamos que muchos países salidos del dominio colonial son prósperos,
mientras nosotros, que llevamos dos siglos siendo los dueños de nuestro
destino, somos incapaces de eliminar la corrupción, desarrollarnos y dejar de
generar pobreza gobierno tras gobierno ¿Cómo hacer para mantener el relato de la
opresión con este dato concluyente? Vamos por partes:
No existe
manifestación política o cultural que no cante loas al mundo precolombino.
Prolífico en neologismos, el ideario progresista ha dado en llamar “pueblos
originarios” a los autóctonos y a sus manifestaciones cívicas, volviendo la
palabra “indios” un insulto, a sus oídos, de corte gravísimo. Lo que el relato
indigenista se niega a admitir es que los indios son tan protagonistas de la
Conquista como los propios españoles.
Colón nada hubiera
logrado sin el apoyo de los taínos. Cortés hubiera sido insignificante frente a
los mexicas sin la ayuda de los tlaxcaltecas y Pizarro jamás habría conquistado
una piedra sin los tallanes, los huancas y los chachapoyas. Y los pueblos
indígenas que se aliaron a los conquistadores no eran idiotas encantados por
espejitos de colores (tal como reza el relato paternalista) sino que se unieron
a los españoles porque eran salvajemente esclavizados y asesinados por los
caribes, los aztecas y los incas. Se trató de supervivencia, tan humano
instinto.
Darwinismo puro
Los grandes
imperios precolombinos eran salvajes conquistadores y su caída fue el producto
de una selección cualitativa de las comunidades dominadas sumada a la
superioridad tecnológica y cultural de los vencedores. El modo de vida
precolombino tenía construcciones, conocimientos astronómicos y matemáticos
importantes, ciudades con administraciones complejas, pero el desarrollo
humanístico no superaba la ley del más fuerte, y el derecho absoluto del
vencedor sobre el vencido.
Su expansión era
merced a guerras de dominio, el sometimiento de los más débiles, impuestos
agobiantes y deportaciones. Las comunidades amerindias se sostenían en base a
conflictos donde unos pueblos aniquilaban a otros, la esclavitud era una
institución aceptada y las mujeres y los niños eran objeto de intercambio y
sacrificio. La abrumadora documentación arqueológica que respalda estas
afirmaciones debería dejar de lado toda duda. La Conquista fue un proceso
complejo, heterogéneo y acorde a los parámetros históricos (que hoy nos
resultan escandalosos y está bien que así sea) en los que el poder se dirimía
en base a esos parámetros y el sometimiento resultante no puede reducirse a
víctimas y victimarios sino a ganadores y perdedores. Los imperios
precolombinos avanzaban sobre territorios y pueblos al igual que lo hizo el
imperio español. La diferencia no es conceptual sino tecnológica. El choque
cultural fue abismal.
Pero hace unas
décadas, (contemporáneamente al aniversario de los 500 años del Descubrimiento
y a la creación de usinas de pensamiento socialistas que hicieron del
indigenismo su bandera, como el Foro de San Pablo) cobró nuevos bríos el
reclamo, ahora de corte revolucionario, de las minorías indígenas
autopercibidas víctimas de la constitución de los Estados Nacionales
americanos.
En Argentina había
abono, más vale. La misión misma del organismo creado en 1985, llamado
Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) era “promocionar comunidades
indígenas”. Sobre llovido, mojado, la (siempre desastrosa) reforma de la
Constitución Argentina de 1994 incorporó “derechos” y tratados que eran una
bomba de tiempo. Reconoció preexistencias inefables, y abrió la puerta a
kioscos administrativos e inmuebles cuyo límite es el cielo.
El kirchnerismo,
conforme su suscripción ideológica, levantó este pañuelo. A partir del año 2006
leyes relativas a la propiedad y distribución de la tierra abrieron una
escalada de reclamos. Los organismos internacionales en paralelo a las usinas
de pensamiento ya nombradas iban en consonancia con dichos movimientos y así
las cosas, nuestra conflictiva actualidad indigenista no debería sorprendernos.
El Convenio 169 de la OIT de 2007 que da andamiaje jurídico a reclamos que
ponen en peligro la integridad de los Estados también contribuyó a esta
argamasa. Los ingredientes estaban ahí, sólo había que batirlos.
El conflicto
mapuche
Hacia el año 2017
ya es innegable el conflicto mapuche en el sur argentino. El accionar de estas
comunidades es siempre violento, a algunas de sus violencias nos acostumbramos:
ocupación de tierras, cortes de rutas, imposición de peajes. Pero los
secuestros, robo de ganado, asesinatos, torturas y enfrentamientos armados no
tardan en aparecer. Chile sufre esta violencia en paralelo, con organizaciones
que reivindicaban la lucha armada en ambos países y de dónde surge una
peligrosa deriva: la pretendida Nación Mapuche que reclama un pedazo a la
Argentina y otro a Chile para construirse. Estas organizaciones serán violentas
pero no pavotas, lo que pretenden es quedarse con pozos petrolíferos, zonas
turísticas excelsas y bosques de alto rendimiento.
El supremacismo
mapuche no difiere, en su filosofía, de otros movimientos similares. La
dialéctica indigenista es integrista, proverbialmente unicultural y
anticapitalista. No todo indigenismo es segregacionista, pero desde ya no
responde a los parámetros occidentales de la democracia liberal. Se despegan
del mundo moderno, demandando privilegios pero negando mayoritariamente los
beneficios de la modernidad a sus hijos,
cosa que coloca a las nuevas generaciones a tiro de un retroceso cultural que
antagoniza con avances científicos y tecnológicos que pudieran interferir en
sus visiones “ancestrales”.
La cuestión
mapuche es la manifestación más escandalosa de esta filosofía y ciertamente la
más acorde a la herencia del terrorismo marxista de la que hoy toman prestadas
metodologías, dirigencia política y formas de financiación. Por eso es que no
viene al caso discutir si los mapuches estaban o no antes de la constitución de
la Nación Argentina. Tampoco viene a cuento de las demandas indigenistas,
distinguir qué tribu masacró a otra, cuál anexionó a quién ni si los
separatistas violentos de la nación mapuche vienen de Chile o del espacio
exterior. Es más, resulta soberbiamente peligroso determinar la originariedad
de unas u otras comunidades sin abrir de este modo las puertas a nuevos
reclamos segregacionistas y dele pegarnos tiros en los pies. La cuestión acá es
dejar de legitimar el indigenismo como víctima de nadie porque eso nos
convierte a los no indígenas (vaya uno a saber cómo se determina eso) en
victimarios y esa es la falacia a desmontar.
El debate acerca
del derecho a bienes y servicios basado en la ascendencia indígena implica
postulados identitarios, pero además establece un multiculturalismo falaz que
rechaza nuestra historia, y por consiguiente nuestra cultura. Desprecia la
huella que, en los criollos, tiene el clásico grecorromano, la moral
judeo-cristiana, el desarrollo científico y el individualismo liberal que forja
nuestra Carta Magna. Ni que hablar del desarrollo de las artes que este
adanismo cultural barre de cuajo. La historia universal de la que somos apenas
jóvenes protagonistas de los últimos 5 siglos evolucionó gracias a la
mezcolanza. Por suerte las culturas no son impermeables. Lo que se inició el 12
de octubre de 1492 fue una conquista más en la historia de la humanidad que dio
por resultado una sociedad que no es amerindia y tampoco es española. Somos americanos.
Y si, así como el Imperio Romano forjó Europa e impuso su lengua y sus
instituciones, Europa forjó América en base de su religión, lengua y su ley;
pero eso también evolucionó.
Argentinos y punto
Hace ya 2 siglos
que los que nacen en Argentina son argentinos, punto. Como argentinos todos
tienen iguales derechos y desde hace 5 siglos nos venimos mezclando,
afortunadamente, tanto con españoles como con tehuelches, ranqueles, puelches,
pampas, y tantos otros, sumados a
italianos, suizos, alemanes, ingleses, galeses, irlandeses, escoceses,
franceses, judíos y árabes que nos legaron su cultura, idioma, comida,
filosofía y varios etcéteras.
Lo que estamos
viviendo es un mecanismo que ya conocemos y es increíble que sigamos cayendo:
bucean en alguna asimetría, no importa que tenga siglos de antigüedad.
Identifican un colectivo como víctima y le otorgan un halo de santidad, ya
está, nadie se puede meter con ese grupo. Después se largan a gerenciar la
lucha contra la hegemonía. Queda reducir el conflicto a un esquema binario, hoy
le toca al conflicto indigenista, entonces será colonizador vs. indígena. El
malo es Occidente y su sistema, ¿y a quién le importan los datos? Lo importante
es ser el dueño del más débil, de esa víctima de la sociedad, construida por
años porque no existiría el reclamo indigenista sin el aval o el dejar hacer
estatal y esto tampoco hubiera sido posible si la clase dirigente no hubiera
sembrado ese camino.
No hay
justificación para que el Estado financie organismos que se confabulan contra
sus propias bases, que conspiran contra la igualdad ante la ley, que otorgan
pertenencias étnicas arbitrarias basadas en la autopercepción y que abogan por
estatutos jurídicos diferenciados según la raza o privilegios de sangre.
Avanza, crece y se afianza en Argentina la cuestión indígena, que es una vil
mascarada por la cual funcionarios oficialistas han perpetrado o bien apoyado,
acciones del soberanismo indigenista que se va tornando habitual y lo que es
peor, se va naturalizando.
También el 12 de
octubre pero de 1880 asumía su primera presidencia Julio Argentino Roca, luego
de haber sido uno de los protagonistas de la campaña que terminó con los
malones indios que asolaban constantemente a las poblaciones, que tomaban
cautivos para matarlos o esclavizarlos y que secuestraban, violaban o vendían
mujeres. Se iniciaba la época más próspera de nuestro país, que situó a
Argentina entre los mejores países para vivir. Por eso vinieron a poblar
Argentina oleadas de inmigrantes que construyeron la auténtica
multiculturalidad de la que somos producto. Desde entonces esa es la diversidad
que vale, y donde la segregación étnica no debería tener lugar.