Por Diana Cohen
Agrest
Publicada en
Clarín el 10 de noviembre de 2021
Si hay una frase
en que tanto los tibios como gente de buena fe suelen pronunciar es que la
delincuencia se arregla “con educación y más educación”.
Lo cierto es que
la educación es un instrumento privilegiado a largo plazo, pero si le
secuestran a su hijo, atento lector, no va a reclamar que el secuestrador curse
la educación primaria, secundaria, universitaria y por qué no un posgrado.
Usted va a exigir
que lo castiguen, que reciba una pena que compense el dolor sufrido. Pues el
principio retributivo es parte del bagaje libidinal del ser humano, es parte de
la condición humana. Y de la organización social: cuando no pagamos la luz, la
cortan o bien al mes siguiente recibimos una multa, debemos pagar un costo
económico. Si le secuestran a un hijo, ese costo debe ser existencial. Solo así
pudieron las culturas, desde tiempos inmemoriales, convivir.
Sin embargo,
cuando la inseguridad es una política de Estado, cuando el Poder Ejecutivo
promulga y el Legislativo sanciona leyes que atacan al núcleo de la ciudadanía
a la que dicen representar, toda norma pierde sentido.
En situaciones
semejantes, se ha recurrido a la desobediencia civil, definida por John Rawls
como un “acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley,
cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en
los programas de gobierno”. Los reclamos ciudadanos son legitimados por los
fallos injustos que coronan la inversión entre la víctima y el victimario.
Ante la ausencia
de razones justificatorias de semejante inequidad entre el derecho a la vida de
la víctima y el presunto derecho a gozar de libertad de los victimarios, la
Injusta Justicia se ampara en los tratados internacionales.
Y así como en la
Edad Media se ponía fin a una discusión con la invocación de las Sagradas
Escrituras, o con el célebre “Aristóteles dixit”, hoy los operadores jurídicos
se refugian en la operatividad automática de normativas indiferentes a una
Justicia Justa -llámense Convención de los Derechos del Niño o Pacto de San
José de Costa Rica-, pero que los habilitan para subirse al podio como
campeones de los tan proclamados derechos humanos.
Confrontada a la
injusticia, la ciudadanía reclama que, tras una vida segada, la pena perpetua
debe ser “perpetua”, a lo que los operadores jurídicos, mediante
interpretaciones parciales, replican que los tratados internacionales impiden
esa sanción, porque imposibilitaría la “resocialización”.
Esos tratados son
invocados como si la Argentina ejerciera una conducta impoluta en los
compromisos internacionales contraídos. Y ello sin adentrarnos en el enigmático
concepto de la “resocialización”. Indiferentes ante tal estado de cosas, esa cesión
de derechos en desmedro de la soberanía jurídica continúa siendo avalada por
argumentos falaces gestados desde y por los máximos operadores de los poderes
públicos.
Mientras que
admiten que el Derecho es una ficción jurídica, se pasa por alto que no sólo es
posible denunciar los pactos contraídos. Además, los propios instrumentos
jurídicos prevén su revocación bajo un principio general del Derecho y de las
obligaciones y contratos, invocado en el latinismo rebus sic stantibus
(“estando así las cosas”), el cual establece que un tratado es obligatorio
siempre y cuando las condiciones que propiciaron su formalización no se
hubiesen alterado sustantivamente.
No solo eso: el
Derecho fue gestado a lo largo de los siglos. Sin embargo, debe repensarse a sí
mismo. Es una ingenuidad continuar tomar a los medios como chivos expiatorios.
Con la irrupción de las redes sociales, los ciudadanos ya no necesitamos de los
medios. Hoy, más que nunca, la desobediencia civil está al alcance de
cualquiera.