desorden e injusticia
Por Amando de
Miguel
Publicada en La
Gaceta el 24 de noviembre de 2021
(Fuente: Foro
Patriótico)
Mi amigo Gonzalo
González Carrascal y yo hemos mantenido una larga entreparla, por
videoconferencia, sobre el famoso apotegma de Goethe: “prefiero la injusticia
al desorden”. En su versión auténtica, la dicotomía se modulaba de esta forma:
“prefiero cometer una injusticia, antes de soportar el desorden”. Es decir, se
contrapone un acto individual (ser injusto) a un resultado colectivo (padecer
el desorden).
Resulta un tanto
forzado tener que decidirnos por alguno de los dos valores como prioritario. En
la realidad, pueden darse todo tipo de mezclas: situaciones, más o menos,
injustas y estados de la sociedad, más o menos, desordenados. Lo presento por
el polo negativo, que ese el más fácil de ver.
Conviene retener
la definición clásica de justicia como “dar a cada uno lo suyo”. De igual modo,
el concepto de desorden público equivale a que campee la violencia privada (la
delincuencia) o la legítima del Estado, ambas de una forma desmedida.
Un orden perfecto
sería el de un Estado totalitario en el que no se tolerara ninguna disidencia y
se forzara a la población a ser obediente. Pero, esa situación, teóricamente
idílica, dejaría de serlo al implicar tremendas injusticias.
La combinación de
una extrema injusticia con un alto grado de desorden público da lugar al caos,
un resultado revolucionario en su peor sentido. Para los antiguos griegos, el
“caos” era el estado primigenio del universo, antes de ordenarse de manera
armónica.
El desorden se
desata cuando muchas personas recurren a la violencia. La causa de tal efecto
reside en la naturaleza humana, propensa a la envidia (desear ser como el otro
cercano y padecer por ello). El fratricidio de Caín es el paradigma.
La dicotomía de
Goethe sería aún más intrigante si la formuláramos de esta manera: “prefiero
sufrir la injusticia, antes de tener que soportar el desorden”. El problema
está en que la justicia (o su negación) es una noción muy subjetiva, incluso,
arbitraria. Para eliminar un poco tal ambigüedad, el Estado decide poner en
manos de los jueces profesionales la determinación de quién tiene la razón en
los litigios. Sin embargo, los magistrados pueden equivocarse y, lo que es
peor, se enfrentan a la tentación de ser prevaricadores. Sea como sea, no queda
claro cómo se define, prácticamente, la justicia. No es fácil suponer que el
justiciable opine como el juez que lo condena.
Tampoco queda
manifiesto cómo se distingue la violencia legítima (para entendernos, la de la
policía) de la ilegítima (que puede ser delincuencia, para unos, y, para otros,
protesta). En la actual sociedad española se vive un desiderátum oficial
bastante utópico, al imaginar que la policía no debe hacer uso de la violencia
disuasoria, por ejemplo, frente a la protesta callejera. Es un criterio un
tanto angelical, como era el de los policías del Reino Unido de antaño, que no
debían portar armas. El orden público con ausencia total de violencia, confiado
en el civismo extremo de la ciudadanía, es una situación ideal, que no es de
este mundo.
Queda una cuestión
histórica sin resolver: cómo es que la sociedad española, hasta la guerra civil
de 1936, fue extremadamente violenta. Precisamente, la guerra civil fue el
ápice de tal tendencia secular. Durante el franquismo y la democracia
subsiguiente, el grado de violencia privada (ocasionar daño físico al prójimo) ha
sido mínimo, a pesar de que el público pueda no tener esa impresión. Bien es verdad que, junto a la escasa violencia, se
produce un alto incumplimiento de otras muchas normas. Insisto: no encuentro
explicación de todos esos contrastes.