Horacio Saravia
Cura párroco. Lic. en Ciencias de la educación, y en Teología: profesor en Historia
La palabra “conquistar” significa apoderarse por la fuerza de lo ajeno. Desde allí, no se puede justificar la conquista de América, ni otras. Se parte ya, desde un hecho medularmente perverso y sería maquiavelismo justificar aquélla con la construcción de algo bueno.
Los cuestionamientos a dicha conquista no son nuevos, surgieron en la misma España renacentista del siglo XVI. Bartolomé de las Casas, Antonio de Montesinos, José de Acosta y muchos otros, reflexionaron duramente sobre la actividad conquistadora de la península. En base a aquellos debates, hay quienes, hoy, quisieran rescatar el ámbito de libertad y discusión que posibilitó ese país europeo. En realidad, esos debates demuestran que era posible superar los condicionamientos epocales. Allí donde algunos instalan argumentos de redención está su misma condena. Si se conquistó, no fue por “el determinismo cultural”, sino movidos por la ambición de poder y tener.
Se llegó a dudar de la humanidad del aborigen, inclusive el papa Paulo III en la bula Sublime Deus de junio de 1537, tuvo que afirmar explícitamente que “los indios son verdaderamente hombres”.
Estas dudas cínicas desaparecían, en la población europea en América, a la hora de producir, no sin violencia, el mestizaje.
Estas “dudas” aparecían en el oportuno momento de planificar lo económico. Si estos no eran hombres no había ninguna necesidad de legislar sobre ellos.
Nuestras sociedades americanas del presente tienen el derecho legítimo de buscar la felicidad común y prever un futuro lleno de esperanza. Pero sólo comprenderemos los desafíos del presente, hacia el futuro, si no olvidamos el pasado y realizamos un análisis honesto.
No señalamos sólo el genocidio cultural, que se ha cometido y se sigue cometiendo en el presente, sino también la cantidad de pueblos originarios que han sido arrastrados, injustamente, al olvido y a los extramuros de la historia y el protagonismo social. Córdoba no es una excepción. Tal es el caso del pueblo de La Toma (actualmente barrio Alto Alberdi, y sus alrededores) al que los poderes invisibilizaron, pero no pudieron destruir, ¡y para colmo olvidaron quemar los documentos!
El llamado descubrimiento de América fue un violento encuentro de culturas. Rechazamos la conclusión errada, que una cultura haya sido superior a otra; eran distintas, ajenas en todo sentido. Las culturas diferentes no pueden compararse con fines de evaluación. Tampoco se puede comprender una cultura ajena, con los códigos, criterios y categorías de la propia.
A causa de ese error, el sistema educativo ha mostrado equivocadamente a nuestros pueblos aborígenes como politeístas. Se pretende enseñar sobre los “mercados” de Tenochtitlán o de Cuzco. Si por mercado entendemos, de manera sencilla, el espacio donde se realiza la oferta y la demanda, en el cual se produce la circulación de bienes y servicios, y en el que se da el lugar óptimo y oportuno para establecer el precio, sostenemos entonces, que no sólo América desconocía la economía de mercado, sino que desconocía el mercado en sí mismo.
Podemos decir: en 1492 llegaba, entre otros ámbitos, a América la economía de mercado. Una economía producida y productora de la cultura que llegaba.
La actividad económica desarrollada por los europeos en estas tierras, comenzó a producir: egoísmo, mezquindad, individualismo, competencias, avaricia, usura, etcétera, etcétera..., en fin, muchas cosas que la economía de mercado ha consolidado en el mundo. Obviamente, el mercado no es de orden natural; en realidad, éste es organizado por los dueños de la oferta y apareció por la cuenca del Mediterráneo y sus alrededores.
Los pueblos originarios de América vivían, y hoy muchos de ellos aún viven, en una economía de solidaridad, y más puntualmente una economía de afectividad. Para las culturas ancestrales no rigen las reglas de la oferta y la demanda, las preocupaciones del valor y del precio.
La economía de mercado regida por la competencia posibilita la especulación y esto contradice al clima ferial en el que se desarrolla el intercambio de productos en las culturas aborígenes, canalizado en la fraternidad y las necesidades. Construyen sus relaciones desde la afectividad, afectos tan contundentes que desbaratan todo abuso en el trueque –operación vital– que desarrollan.
El mercado produce tensión, en cambio la feria genera un ámbito festivo. Podríamos decir: frente al precio, la necesidad; frente a la efectividad, la afectividad; frente a la especulación, la fraternidad.
En 1492 una economía impuesta, hegemónica, fue arrasando cualquier tipo de alternativa. La imposición, por las armas, desplazó a la que estaba desarmada.
Si bien lo efectivo y lo afectivo no son incompatibles, cuando lo efectivo se construye desde el individualismo, desde la competencia, desde la especulación y el lucro, entonces ya no hay lugar para lo afectivo. En 1492 lo efectivo desplazó lo afectivo.
© La Voz del Interior , JUE 9 OCT 2008
Cura párroco. Lic. en Ciencias de la educación, y en Teología: profesor en Historia
La palabra “conquistar” significa apoderarse por la fuerza de lo ajeno. Desde allí, no se puede justificar la conquista de América, ni otras. Se parte ya, desde un hecho medularmente perverso y sería maquiavelismo justificar aquélla con la construcción de algo bueno.
Los cuestionamientos a dicha conquista no son nuevos, surgieron en la misma España renacentista del siglo XVI. Bartolomé de las Casas, Antonio de Montesinos, José de Acosta y muchos otros, reflexionaron duramente sobre la actividad conquistadora de la península. En base a aquellos debates, hay quienes, hoy, quisieran rescatar el ámbito de libertad y discusión que posibilitó ese país europeo. En realidad, esos debates demuestran que era posible superar los condicionamientos epocales. Allí donde algunos instalan argumentos de redención está su misma condena. Si se conquistó, no fue por “el determinismo cultural”, sino movidos por la ambición de poder y tener.
Se llegó a dudar de la humanidad del aborigen, inclusive el papa Paulo III en la bula Sublime Deus de junio de 1537, tuvo que afirmar explícitamente que “los indios son verdaderamente hombres”.
Estas dudas cínicas desaparecían, en la población europea en América, a la hora de producir, no sin violencia, el mestizaje.
Estas “dudas” aparecían en el oportuno momento de planificar lo económico. Si estos no eran hombres no había ninguna necesidad de legislar sobre ellos.
Nuestras sociedades americanas del presente tienen el derecho legítimo de buscar la felicidad común y prever un futuro lleno de esperanza. Pero sólo comprenderemos los desafíos del presente, hacia el futuro, si no olvidamos el pasado y realizamos un análisis honesto.
No señalamos sólo el genocidio cultural, que se ha cometido y se sigue cometiendo en el presente, sino también la cantidad de pueblos originarios que han sido arrastrados, injustamente, al olvido y a los extramuros de la historia y el protagonismo social. Córdoba no es una excepción. Tal es el caso del pueblo de La Toma (actualmente barrio Alto Alberdi, y sus alrededores) al que los poderes invisibilizaron, pero no pudieron destruir, ¡y para colmo olvidaron quemar los documentos!
El llamado descubrimiento de América fue un violento encuentro de culturas. Rechazamos la conclusión errada, que una cultura haya sido superior a otra; eran distintas, ajenas en todo sentido. Las culturas diferentes no pueden compararse con fines de evaluación. Tampoco se puede comprender una cultura ajena, con los códigos, criterios y categorías de la propia.
A causa de ese error, el sistema educativo ha mostrado equivocadamente a nuestros pueblos aborígenes como politeístas. Se pretende enseñar sobre los “mercados” de Tenochtitlán o de Cuzco. Si por mercado entendemos, de manera sencilla, el espacio donde se realiza la oferta y la demanda, en el cual se produce la circulación de bienes y servicios, y en el que se da el lugar óptimo y oportuno para establecer el precio, sostenemos entonces, que no sólo América desconocía la economía de mercado, sino que desconocía el mercado en sí mismo.
Podemos decir: en 1492 llegaba, entre otros ámbitos, a América la economía de mercado. Una economía producida y productora de la cultura que llegaba.
La actividad económica desarrollada por los europeos en estas tierras, comenzó a producir: egoísmo, mezquindad, individualismo, competencias, avaricia, usura, etcétera, etcétera..., en fin, muchas cosas que la economía de mercado ha consolidado en el mundo. Obviamente, el mercado no es de orden natural; en realidad, éste es organizado por los dueños de la oferta y apareció por la cuenca del Mediterráneo y sus alrededores.
Los pueblos originarios de América vivían, y hoy muchos de ellos aún viven, en una economía de solidaridad, y más puntualmente una economía de afectividad. Para las culturas ancestrales no rigen las reglas de la oferta y la demanda, las preocupaciones del valor y del precio.
La economía de mercado regida por la competencia posibilita la especulación y esto contradice al clima ferial en el que se desarrolla el intercambio de productos en las culturas aborígenes, canalizado en la fraternidad y las necesidades. Construyen sus relaciones desde la afectividad, afectos tan contundentes que desbaratan todo abuso en el trueque –operación vital– que desarrollan.
El mercado produce tensión, en cambio la feria genera un ámbito festivo. Podríamos decir: frente al precio, la necesidad; frente a la efectividad, la afectividad; frente a la especulación, la fraternidad.
En 1492 una economía impuesta, hegemónica, fue arrasando cualquier tipo de alternativa. La imposición, por las armas, desplazó a la que estaba desarmada.
Si bien lo efectivo y lo afectivo no son incompatibles, cuando lo efectivo se construye desde el individualismo, desde la competencia, desde la especulación y el lucro, entonces ya no hay lugar para lo afectivo. En 1492 lo efectivo desplazó lo afectivo.
© La Voz del Interior , JUE 9 OCT 2008