por Carlos Pagni
Las muertes de Bernardo Salgueiro y de Rosemarie Puja, anteayer, en Villa Soldati, carecen de una explicación aceptable. Hay dos versiones de cómo esos desamparados encontraron el final. La de las agrupaciones de izquierda, que ayer convocaron a una protesta contra el Gobierno, sostiene que Salgueiro y Cupeña fueron víctimas de la violencia conjunta de las policías de Cristina Kirchner y de Mauricio Macri, empeñadas en desalojar un espacio público.
Las fuerzas de seguridad, en cambio, aseguran que Salgueiro entró muerto en una sala de emergencias cuando apenas había comenzado el operativo. Y que Cupeña falleció lejos de la trifulca que ocasionó el procedimiento policial. Dicen también que las balas que mataron a ambos eran de bajo calibre. No las 9 milímetros de la Federal, como aseguran quienes acusan al Gobierno. La Policía Metropolitana aclara que no tira con balas de plomo. Agrega que, cuando se originaron los tiroteos, sus efectivos ya habían dejado la zona.
Si no fue la policía, ¿quién mató a Salgueiro y a Cupeña? En este punto se hace oír la voz inesperada de Sergio Schoklender, el apoderado de las Madres de Plaza de Mayo, quien asegura que estos crímenes fueron cometidos por narcotraficantes que intentan tomar el control de los barrios humildes y las villas. Schoklender, indignado por la actividad de estos delincuentes, culpó a Macri: lo acusa de reservar a sus uniformados para los barrios más acomodados de la ciudad.
Imposible saber, a estas alturas, dónde está la verdad. Pero cualquiera sea la narración correcta, está claro que la estrategia del Gobierno para garantizar el orden público y combatir el crimen se va derrumbando. En los últimos dos meses ha habido innumerables manifestaciones de esa crisis.
Todavía no se cumplieron 50 días de la muerte del militante trotskista Mariano Ferreyra, y Cristina Kirchner está frente a otras muertes que se producen por el descontrol de la violencia en el espacio público. Su esposo, que murió atormentado por aquel crimen, había encargado a funcionarios cercanos a su hermana, Alicia, estudiar con el jefe de la Federal, Néstor Vallecca, un método incruento para disolver las protestas callejeras.
Desde 2003, cuando llegaron al poder, los Kirchner anduvieron detrás del unicornio azul de una "represión progre". Al día siguiente de la muerte de Ferreyra, la Presidenta se ufanó de que su gobierno soportó todo tipo de protesta sin que hubiera un solo rasguñado. Y agregó: "Yo estoy muy orgullosa de esa política; prefiero pagar mil costos políticos por no reprimir antes que tener que lamentar la muerte de un argentino". Es un razonamiento insostenible, por más que sirva para tranquilizar la conciencia de la señora de Kirchner. Ferreyra murió por las balas de una mafia sindical. Y se puede considerar, como una hipótesis, que Salgueiro y Cupeña hayan caído bajo la agresión de delincuentes civiles. Pero eso no exime a la policía de la responsabilidad de impedir esas muertes. Si el Estado resigna el monopolio de la fuerza, se convierte en cómplice de la violencia que circula sin control en el seno de la sociedad.
Además de enorgullecerse por mirar hacia otro lado cuando estalla un conflicto capaz de derramar sangre, el Gobierno ha sido muy tolerante con el copamiento del espacio público. Quienes encabezan asentamientos no han de esperar demasiados límites de una presidenta que el 10 de febrero pasado dijo: "Hace 15 años veía a la Villa 31, hecha de chapas y cartones; hoy esa misma villa está hecha de material y varias plantas: eso también es sinónimo del progreso de un país".
Es posible que anteayer, en Soldati, Cristina Kirchner haya perdido el récord de no tener un solo rasguñado. Aunque no fuera así, también debería revisar su política frente al desborde del espacio público. Es disparatado que la policía esté frente a sólo dos opciones: matar o tolerar que otros maten. Ferreyra y los tobas castigados por las fuerzas formoseñas son las dos caras de esta absurda alternativa.
Cabe conjeturar, sin embargo, que Salgueiro y Cupeña no fueron, como quiere la oposición de izquierda, víctimas de la violencia policial. Se puede suponer que los hechos ocurrieron como los relató Shoklender. En tal caso, el cuadro quizá sería más grave.
Para advertirlo es mejor no detenerse demasiado en la primera curiosidad. Es decir, en el hecho de que Shoklender, adalid foucaultiano de la lucha contra toda represión estatal, pida la presencia de la policía de Macri para desalojar a los intrusos. Claro, las casas invadidas no son cualquier casa: son las que construyen, con fondos del Estado, las Madres de Plaza de Mayo. Los okupas tampoco son, según Shoklender, tristes desposeídos. Son narcotraficantes. Sería gracioso, si no fuera por la índole del tema, advertir que el abogado de Hebe de Bonafini no pide la intervención de la Federal de su amiga Cristina Kirchner, sino sólo la de la Metropolitana de Macri. Es decir: Shoklender le recuerda al jefe de gobierno que debe cumplir con el papel de despiadado represor que él y sus amigos le tienen asignado en la película.
Es posible que esta rotación en los significados sea algo más que, como dijo Borges de Bartolomé de las Casas, la "curiosa variación de un filántropo". Es posible que Shoklender diga la verdad. Es decir: que las villas de emergencia del área metropolitana están siendo copadas por el narco. Hay muchas evidencias de que es lo que está sucediendo. El último fin de semana, la Federal realizó un megaallanamiento en el asentamiento conocido como 1-11-14, en Soldati, donde incautó armamentos y 500 dosis de cocaína envueltas para la venta. Una semana antes, la Metropolitana había realizado una requisa de armas y drogas en la Villa 31, consecuencia de un seguimiento realizado sobre una banda que vendía estupefacientes a la luz del día en la autopista Illia.
En la Argentina, que era hasta hace un tiempo sólo un país de tránsito de sustancias ilegales, se descubren 20 laboratorios de pasta base por año. En Escobar estalló unos meses atrás una fábrica de "cristal", una droga sintética, que no se consume en el mercado local y que tiene efectos mucho más nocivos que la cocaína. Diez días antes de los tiroteos de Soldati, en la misma villa, una joven apareció asesinada y con la boca cosida, en lo que se presume fue un escarmiento de traficantes. El sacerdote José María Di Paola, conocido como "Padre Pepe", debió abandonar la villa 21 y mudarse a Santiago del Estero por la cantidad de amenazas de muerte que sufrió de los fabricantes y vendedores de paco. El financiamiento de las campañas electorales de los Kirchner estuvo salpicado por el contrabando de efedrina.
La Argentina está ingresando en lo que los especialistas denominan etapa predatoria del narcotráfico. Es decir: es una geografía en la cual el narco ha decidido asentarse para producir su mercancía. La "favelización" de las villas de los grandes conurbanos es un fenómeno que va de la mano de ese agravamiento del delito. Los marginados son llamados de a poco por los narcotraficantes para convertirse en una fuerza de ventas y de disputa territorial con el Estado.
Este fenómeno, que se desarrolla en cámara lenta, está relacionado con algunas noticias de la actualidad cotidiana. Es imposible escuchar a Shoklender y olvidar el informe estadounidense aparecido en WikiLeaks donde se afirma que el gobierno argentino no tiene vocación para combatir el narcotráfico y el lavado de dinero. Es imposible ver el avance de las nuevas mafias y no vincularlo con la pésima performance de la dirigencia argentina en el combate a la corrupción. Las escenas se producen en una sucesión tan obvia que tal vez resulta imperceptible. Pero no habría que descartar que, en manos de esta inercia, la Argentina repita en menos de una década las imágenes que, de dos semanas a esta parte, llegan a los televisores desde las grandes favelas de Río de Janeiro.
La Nación, 9-12-10