sábado, 29 de enero de 2011

EL GOBIERNO DEL LÍBANO, EN MANOS DE HIZBOLLAH

Claudio Fantini

Por primera vez, el partido del fundamentalismo chiíta designó al primer ministro, controlando totalmente el gobierno. Las circunstancias lo habían colocado en una disyuntiva shakespeareana. Saad Hariri tuvo que optar entre intentar descubrir a los asesinos de su padre o salvar su gobierno y la endeble paz en el Líbano.

Cuando un puñado de sicarios acribilló en 2005 a Rafik Hariri en Beirut, los más enconados enemigos del millonario sunita eran Hizbollah y sus dos patrocinadores externos: los regímenes de Siria e Irán.

Hariri había ganado el respaldo de muchos sectores por haber impulsado y financiado la reconstrucción del país, devastado por 15 años de guerra civil. Estaba usando su influencia política para reclamar la retirada del ejército sirio y el desarme de la milicia de Hizbollah, cuando lo emboscaron y balearon frente al tradicional Hotel San Jorge.

Su muerte logró lo que estaba buscando en vida: la retirada siria de todo el territorio libanés. Pero también puso el país al borde de una nueva confrontación sectaria. Si no estalló abiertamente, fue por el acuerdo que estableció un gobierno de coalición entre las fuerzas enemigas. Lo encabezó el hijo del líder asesinado e incluyó al partido milicia de los chiítas que comanda el jeque Hassan Nasrala.

Parece mentira que semejante alianza gubernamental haya durado casi seis años, sin embargo así fue. Las tensiones comenzaron cuando el Tribunal Internacional para el Líbano avanzó en la investigación del magnicidio y reclamó una serie de colaboraciones del gobierno. El primer ministro Saad Hariri aceptó colaborar, pero Hizbollah empezó a presionar en sentido contrario.

Afirmando que dicha investigación estaba manipulada para culpar a Hizbollah de haber planeado y financiado el asesinato, el llamado Partido de Dios dio un ultimátum a Saad Hariri: si no bloqueaba la investigación, caería el gobierno. Como el primer ministro mantuvo la decisión de colaborar con el esclarecimiento del magnicidio, Hizbollah retiró sus 10 ministros, activando la cláusula por la cual si renuncia la tercera parte del gabinete, cae el gobierno.

El partido militarizado del fundamentalismo chiíta logró sacar del poder a los sunitas contrarios al eje Damasco-Teherán-Hizbollah, colocando como primer ministro a Najib Mikati, un millonario sunita que amasó buena parte de su fortuna haciendo negocios con iraníes y sirios. Pero su rechazo a la investigación que lleva adelante el tribunal de la ONU, agigantó la sensación de que detrás de los sicarios que acribillaron a Hariri estaba el poderoso Hizbollah.

Nuevo escenario. El nuevo primer ministro es sunita, pero no representa a esa comunidad en la medida en que lo representa el apellido Hariri. Para muchos, Mikati es un suní al servicio de ese estado dentro del estado que es Hizbollah. Pero los chiítas radicales pudieron formar gobierno sin genuinos representantes de los sunitas, por ser la fuerza más poderosa del país de los cedros.

Con ese poder pusieron a su servicio a los chiítas moderados de Amal, la ex milicia liderada por Najib Berry; al líder druso Walit Jumblait y al general cristiano Michel Aoun, para muchos un traidor a la comunidad maronita.

De este modo, por primera vez el partido militarizado de Hassan Nasrala controla la totalidad del gobierno libanés. Por lo tanto, no sólo está en condiciones de obstruir la investigación que la ONU lleva adelante para esclarecer el magnicidio perpetrado en 2005. En este nuevo escenario político, Hizbollah estaría también en condiciones de promover otro enfrentamiento con Israel, pero esta vez arrastrando al ejército del Líbano, que representa a las cuatro etnias del país (sunitas, chiítas, maronitas y drusos), y que no participó de las últimas confrontaciones bélicas que los milicianos del Partido de Dios mantuvieron con el ejército israelí.

El Estado judío también mira con preocupación hacia Egipto, cuyo gobierno se sacude por las réplicas del sismo que tumbó al déspota tunecino Sine Ben Alí.

No es común que un estallido social derribe a un autócrata en el mundo árabe. Eso fue lo que ocurrió en Túnez, quizá porque a su sociedad la moldeó el modelo modernista de Habib Bourguiba.

La egipcia es una seudodemocracia en la que Hosni Mubarak se dispone a pasar la autoridad a su hijo Gamal; pero a diferencia de Túnez, de caer este gobierno, la única fuerza en condiciones de conquistar el poder es la Hermandad de los Musulmanes, fundada por Hasan al-Bana en la primera mitad del siglo 20 y matriz de todas las organizaciones fundamentalistas de Medio Oriente.

Desde los acuerdos firmados por Anuar el Sadat y Menahem Beguin, resulta impensable una guerra como las que Egipto e Israel sostuvieron en 1948, 1956, 1967 y 1973. Pero si el Partido Nacional Demócrata (nasserista) perdiera el poder y no lo reemplazara otra fuerza secular del nacionalismo árabe, sino los Hermanos Musulmanes, una quinta guerra egipcio-israelí dejaría de parecer imposible.

Más aún si en Beirut se consolida el gobierno controlado por el partido del chiísmo integrista que hizo caer al primer ministro Saad Hariri por empeñarse en descubrir a los asesinos de su padre.

*Director del Departamento de Ciencia Política de la UES21

La Voz del Interior, 29-1-11