Se cumplen hoy 50
años de que la Corte
Suprema de Justicia de Estados Unidos sentara una base
fundamental para el respeto a la libre expresión a través de la prensa, al
incorporar lo que se conoce como teoría de la real malicia. Esos principios
serían adoptados luego por los países democráticos como parte de los nuevos
derechos sociales de los ciudadanos.
El pronunciamiento
del máximo cuerpo judicial corrigió dos fallos adversos de tribunales
inferiores en la famosa causa “ The New York Times versus J. B. Sullivan”. Este
último, concejal del condado de Montgomery, Estado de Alabama, tenía bajo su
responsabilidad a la Policía
y se había sentido agraviado por expresiones incluidas en una solicitada
publicada en el periódico, que aludía a la defensa de los derechos civiles de
los estudiantes negros. El documento llevaba la firma de 64 personalidades,
entre ellas la de Martin Luther King.
Al consagrar la
teoría de la real malicia, la
Corte de Estados Unidos entendió que un funcionario público
que formula una denuncia de agravio a su investidura debe demostrar –con prueba
fehaciente– el carácter perjudicial de las expresiones vertidas y el daño que
le ocasionan, su falsedad y la intención de daño real por parte del emisor. El
alto tribunal extendió luego la figura a personalidades que voluntariamente se
exponen a la consideración pública.
Ese concepto fue
asumido luego en casi todos los países democráticos, al entender que los
funcionarios públicos, cualquiera sea su rango, están expuestos a la crítica de
sus actos oficiales por parte de los medios de comunicación.
Bien vale celebrar el
histórico fallo del 9 de marzo de 1964, que fue refrendado a través de
numerosos pronunciamientos de los tribunales argentinos, los cuales se han
orientado en preservar ese derecho aun cuando –sin intención de dolo– pueda
aparecer menoscabado el honor de un funcionario público. El primer caso en ese
sentido fue “Vago c/Ediciones La
Urraca ”, en 1991.
Es bueno recordarlo y
conmemorarlo en un contexto latinoamericano donde varios gobiernos elegidos
democráticamente –como Venezuela y Ecuador– distorsionaron luego, en el
ejercicio del poder, la aplicación de derechos constitucionales y han avanzado
con reglamentaciones y leyes que no tienen otro objetivo más que limitar y
controlar la opinión independiente.
Es justo mencionarlo,
además, en un contexto preocupante para la Argentina , en el que el Estado destina
millonarias campañas publicitarias en medios afines, alienta el escarnio de
periodistas y otras voces críticas y anula la difusión de los actos oficiales
en medios que cuestionan la gestión gubernamental, mientras sigue resistiendo
la sanción de una ley de acceso a la información pública.
También vale su
conmemoración cuando la presidenta Cristina Fernández, el vicepresidente Amado
Boudou y relevantes funcionarios han descalificado y ridiculizando las
investigaciones periodísticas que revelan innegables casos de corrupción, los
cuales son instruidos de manera muy lenta por la Justicia.
Y, finalmente, es
oportuno recordar descabellados proyectos tendientes a limitar el ejercicio de
las libertades de prensa y de expresión, que felizmente no prosperaron por la
acción de la conciencia ciudadana, que decidió sostener con firmeza los principios
consagrados en nuestra Constitución Nacional.