de Stefano Fontana
Observatorio Card.
Van Thuan, 11-09-2014 -
Esta obra del Padre
argentino Julio Meinvielle (1905-1973) fue publicada en Italia por primera vez,
en una edición a cargo del padre Arturo A. Ruiz Freites, del Instituto del
Verbo Encarnado (IVE). El libro apareció por primera vez en 1932, su fundamento
teológico es declaradamente tomista y su horizonte próximo son las encíclicas
de León XIII.
Si quitamos algunos
acentos ligados a la época, las verdades expuestas por Meinvielle sobre la
visión católica de la política son válidas también hoy porque son verdades de
siempre. Sin embargo, es necesario reconocer que las verdades enunciadas con
gran claridad por Meinvielle, después del Concilio han sido expresadas con
reluctancia o incluso completamente olvidadas por los teólogos. Pero no se
puede decir lo mismo del Magisterio social que, modulándolas de forma diversa,
sí las ha confirmado siempre.
Tomemos, por ejemplo,
el tema de la autonomía del orden temporal respecto del espiritual o del plano
natural, respecto del sobrenatural. Se trata del verdadero tema de la política.
En este terreno, de hecho, se juega la posibilidad misma de una visión católica
de la política, de lo contrario se tiene solo una visión política del
catolicismo. Meinvielle comienza afirmando que el fin de la política es el
hombre, lo que nos podría hacer pensar en una exclusión de Dios en la modalidad
de un antropocentrismo desbalanceado, tan presente en la época posconciliar,
pero inmediatamente después precisa que la Iglesia «antes de dar una política cristiana,
ordenó al hombre y nos dio al cristiano» (p. 151). Por tanto la política
católica no corresponde meramente al hombre, sino al hombre ordenado, es decir
al cristiano. El cristiano, en efecto, es algo más que un hombre y este algo
más está constituido por su vida como «nueva creatura». Pero en este punto
surge otro problema: el cristiano no puede ser simplemente un hombre con algo
más, porque entonces la vida de la gracia se añadiría extrínsecamente a la vida
natural que, en cuanto natural, estaría ya completa en sí misma. Y,
precisamente, Meinvielle aclara en seguida que «el hombre católico no es hombre
y, además, católico» (p. 152), es una unidad porque la vida católica asume y
eleva toda la vida humana. Por lo tanto, la política debe «ajustarse a la vida
sobrenatural»: «todo este orden está sobreelevado, en la economía presente, al
fin sobrenatural que Dios ha dado al hombre» (p. 153). He aquí, entonces, un
sistema en el que la política goza de su propia autonomía legítima porque está
guiada por la legislación del Creador que ha establecido los límites de todas
las cosas y porque está ordenada de forma indirecta a la salvación eterna de
las almas. Para decirlo con la bellísima síntesis que se lee en la conclusión
del libro: «La política, tal como la quiere la Iglesia , no es posible sin
Jesucristo. Él es Vida, Verdad y Camino, y no hay nada, absolutamente nada, que
sea en verdad humano que pueda lograr su integridad sin Él» (p. 357). Esta es
también la enseñanza del Concilio y de todos los Pontífices posteriores, es la
enseñanza irreformable de la
Iglesia.
La política está
guiada por la legislación del Creador a través de la ley natural, que es «la constitución
interna [de las cosas] ajustada a un modo específico de obrar» (p. 167). El
hombre goza, por tanto, de autonomía. Es perfecto pero no es la perfección – es
un «infinito en potencia» como dice santo Tomás –; de ahí que deba aspirar a la
perfección y a alcanzarla con sus actos. No corresponde a su autonomía el obrar
mal, sino a su debilidad. El autonomismo destruye al hombre. Así es también
para la política, que goza de autonomía pero muere por el autonomismo. La ley
natural resplandece a la luz de la razón «y esta luz es como una impresión en
el hombre de la divina luz que ha señalado sus límites a cada cosa» (p. 169).
Es por eso que podemos decir que Dios Creador es el autor de la sociedad
política y que «aun en el estado de inocencia los hombres hubiesen vivido
socialmente, y habría quien ejerciese mando sobre otros» (p. 176).
La centralidad de
Dios en la construcción de la sociedad ha sido puesta en discusión en nuestros
días, sobre dos puntos fundamentales: el primero es el concepto de «bien común»
que es entendido solo en el sentido terreno; el segundo es el concepto de
laicidad del Estado, que lo liberaría de relaciones de subordinación respecto
de la Iglesia. Sobre
estos dos temas Meinvielle lleva a cabo dos importantes reflexiones.
Veamos primero el
bien común. Este consiste en el «totum bene vivere», es decir, en el bien
humano. Está subordinado al bien moral, y, por tanto, a Dios, Bien supremo y
Fin último. «Si la política tiende tan solo a procurar los bienes económicos,
en detrimento de los morales, de tal suerte se corromperá que será incapaz de
procurar los económicos» (p. 178). Si se quita del bien común su ordenación
hacia Dios, se acaba por ni siquiera alcanzar a garantizarlo incluso en el
plano material. Se revela aquí la insuficiencia del plano natural respecto al
sobrenatural incluso también para la consecución de los mismos bienes
materiales. Esto porque el bien común no solo es material, ni tampoco puramente
ético, sino debe tender a lo sobrenatural. Lo que no significa que la política
deba llevar a los hombres a la vida eterna, no es capaz de hacerlo, sino que
debe tenerla en cuenta y ponerse a su servicio. «Solo el diablo ha podido
alucinar con este engendro de imbecilidad a las naciones cristianas,
convenciéndolas de que hay sectores de la actividad humana que se bastan a sí
mismos, que están dotados del privilegio de la Aseidad , que no necesitan
doblegarse ni ante la Iglesia
ni ante Dios» (p. 184).
Llegamos entonces al
tema de la laicidad del Estado. La política, sostiene Meinvielle, es «una ética
que tiene por ley fundamental asegurar el bien común terrestre a las familias
congregadas en el cuerpo social» (p. 193). Lo que significa que, con respecto
al hombre, «el Estado [...] ha de tener en cuenta su elevación sobrenatural, no
dictaminando nada que pueda obstaculizar esta elevación, y al mismo tiempo
proporcionándole los demás bienes humanos, de tal manera que lo dispongan, en
el orden natural, para alcanzar esta sobreelevación» (p. 193). El Estado no
puede sobreelevar nada, sino debe saber que es «imposible en la economía actual
asegurar la integridad de las virtudes morales sin la influencia sobrenatural
[...] Es, pues, necesaria la sociedad espiritual para la constitución íntegra
de la sociedad política» (p. 250).
El pensamiento
liberal moderno, sostiene Meinvielle, casi ha eliminado esta concepción. Por
eso la sociedad política moderna « es una suma de individuos desatados de todos
los lazos sociales que bajo la acción de un poder por ellos condicionado
mediante el sufragio universal, se conglomeran en una absoluta igualdad
cuantitativa de todas las libertades individuales» (p. 251); «el Estado es,
desde entonces, un enorme monstruo encargado de suministrar igual ración de
comida, de trabajo y de instrucción a todos los individuos que viven absorbidos
en sus vísceras» (p. 254). Palabras claras, fuertemente proféticas si se tiene
en cuenta la fecha en que fueron escritas.
La referencia a Dios,
según Meinvielle, es también importante para el fundamento de la autoridad.
Para conseguir el bien común como se ha definido líneas arriba hay necesidad de
una autoridad pública y existe un derecho de las personas a la soberanía, que
Meinvielle define así: «facultad que compete a toda la sociedad, plenamente
suficiente en el ámbito de lo temporal, de procurar eficazmente su propio bien»
(p. 194). Por tanto se sigue «que la soberanía política es también de derecho
natural, lo que significa que tiene a Dios por autor» (p. 195). Si no se funda
sobre Dios, toda autoridad es una tiranía (p. 203). De hecho, nadie tiene por
sí mismo el derecho de mandar a otro hombre. Sin fundamento divino se tiene o
anarquía o tiranía.
Una parte notable del
ensayo de Meinvielle está dedicada a la democracia. Es importante la sección en
la que critica la tesis según la cual la soberanía pertenece al pueblo. Tras la
estela de Aristóteles y Santo Tomás distingue entre Democracia y Politia o
República. La democracia es injusta en cuanto la igualdad natural no existe. La
tendencia que la inspira, sin embargo, no es mala: «asegurar la libertad del
cuerpo social en su movimiento hacia el bien común» (p. 279); «la participación
de todos los ciudadanos en el gobierno es, de suyo, buena; la participación
aritmética igualitaria es mala, porque conduce al gobierno de una clase, y
precisamente la menos capacitada» (p. 280).
La democracia
moderna, según Meinvielle, se basa en los partidos, que presentan aspectos
bastante negativos. Son un elemento oligárquico que contradice lo democrático
del sufragio universal: representan a «la minoría de los más audaces que,
traficando con los votos, se apoderan del gobierno efectivo y lo usufructúan en
provecho de sus conveniencias personales» (p. 291); «son sociedades de
esclavos, en que la multitud trabaja para el goce de unos pocos, que usufructúan
todos los privilegios; pero una multitud, por otra parte, sin conciencia de sus
verdaderos derechos y de su verdadero bien, desorganizada, incapaz de exigir ni
de reclamar eficazmente nada, embrutecida y satisfecha con algunos desahogos,
tales como el sufragio universal, que le proporciona ese perpetuo carnaval
político del cual conocemos las tristes y feas consecuencias» (p. 292).
Meinvielle sostiene
que la Iglesia
tolera la democracia como hecho irremediable pero nunca la ha legitimado. Juan
Pablo II en la Centesimus
annus dice que la Iglesia
«aprecia» la democracia y no simplemente la tolera, pero es cierto que cuando
el Magisterio social posconciliar habla de ella, utiliza muchos de los
argumentos de Meinvielle. Es también cierto que la modernidad no está en el
grado de fundar una verdadera Politia, sino simplemente una democracia con
todos los defectos denunciados por nuestro autor.
De gran interés son
las páginas dedicadas a las funciones del Estado «El Estado —afirma Meinvielle—
no tiene otra razón de ser que imponer un orden público de convivencia humana,
basado en la justicia» pero desgraciadamente esto resulta difícil «por la
incapacidad metafísica de los hombres modernos» (p. 320), y en «esto,
precisamente, estriba la gran tragedia de la sociedad moderna. Que no solamente
el Estado no impone el orden público sino que lo altera y lo corrompe. Las
costumbres públicas y la “sociedad” son peores, más inmorales y más
desprovistas de carácter que los individuos. La totalidad pesa con sus
costumbres sobre la moral de los miembros, y corrompe a la mayoría de ellos. La
mayor parte estarían contentos de poder vivir libres según su conciencia; pero
sucumben al poder corruptor de la moral pública, porque el poder de hacerle
frente, sin que se perjudique el carácter, solo es propio de unos pocos
favorecidos por Dios» (p. 321). Palabras seguramente duras pero difíciles de
rebatir.
El redescubrimiento
de obras como esta del Padre Julio Meinvielle es útil, no para volver al pasado
histórico o a formas de relación entre el Estado y la Iglesia correctas pero
superadas, sino para transmitir al futuro las verdades de siempre acerca de la
visión católica de la política que la sabiduría humana —si en el ínterin no se
corrompe completamente— y la
Providencia divina, cuando transcurra el tiempo preciso,
harán posible.
[1] P. Julio Meinvielle, Concezione cattolica della politica, edición a
cargo del p. Arturo A. Ruiz Freites IVE, Edizioni Settecolori, Lamezia Terme
2011. (Nota del Traductor: Aunque
reeditada en diversas ocasiones desde que primero viera la luz en la década de
1930, la obra del recordado padre porteño está agotada también en español.
Hemos consultado en esta ocasión la tercera edición, de 1974, editada por la Biblioteca del
Pensamiento Nacionalista Argentino de Buenos Aires)