Por José Antonio
Riesco
Instituto de Teoría
del Estado
El mal desempeño (sin perjuicio de la comisión de
delitos) es una de las causales del juicio político que establece la Constitución (art.
53) contra los gobernantes que incurran en un comportamientos que importen
inmoralidad manifiesta, incapacidad para administrar los negocios públicos o en
la violación reiterada de las leyes.
En el Estado del
siglo XXI la mejor doctrina remite la legitimidad del gobernante al nivel de
eficacia que alcanzan sus políticas, o sea las decisiones, actos y medidas que
inciden sobre la organización política y, sobre todo, los derechos e intereses
de la población. Aunque parte de la desaprensión de algunos políticos
instalados en los cargos consiste en aferrarse a su origen electoral como si,
con el voto originario, el pueblo les hubiese otorgado un cheque en blanco,
tanto para mal gobernar cuanto para enriquecerse y durar.
El mal desempeño
suele auto-absolverse - Comprende “la falta de idoneidad, la ineptitud, la insolvencia moral, incluso
la enfermedad del funcionario, que pueden afectar el servicio público, su
eficacia, su decoro.” (Zarini: Análisis de la Const. Nacional ,
p. 45).
Con semejante mentira
las formalidades no les impiden a los inservibles tanto mantenerse en el cargo
–no importa el daño que le causan a la nación--, como usar y abusar de los recursos públicos
para elaborar impúdicamente, sus reelecciones. Entonces vale aquello del eminente
Alcalá Zamora :”podréis engañar a miles para que os donen el sufragio, -podréis
disfrazaros con las formas legales, pero
el vuestro será un poder sin virtud, sin alma, ilegítimo”.
No existe la
legitimidad al margen de la moral, en sentido político eminente, ya que
justifica (adecuación a valores) el ejercicio del mando; pero tampoco la hay si
a la gestión le faltan los resultados y, con eso, eficacia. Vale tener presente
que, en los últimos tiempos, una buena parte de los juristas (abogados y asociados)
vienen identificando a la legitimidad con la legalidad, a los contenidos
valiosos con el ropaje normativo. Un
aporte a la mediocridad semántica que amparo el enmascaramiento de las
transgresiones.
“Hablar de
legitimidad, y esto lo dejó bien asentado T. Parsons, es hablar de valores.
Esto lleva identificar el sistema de valores socialmente acep tado sobre lo que
es un comportamiento legítimo o no de la adminis tración pública y sobre los
criterios con los que considerar válidos o no los rendimientos de la
administración”. (Bañon-Carrizo, p. 60)
Desde hace largos
años la Argentina
padece de un caso patético de “mal desempeño” que personifica la Sra. Presidente.
No es una novedad, aunque los resultados concretos de su gestión --evidentes, notorios-- ya desbordaron los límites de cualquier
tolerancia. Hay no menos de 12 millones de ciudadanos en estado de pobreza,
mientras una inflación galopante -- producto del gasto público descontrolado y
la falta de inversiones-- se acerca a
más del 40% y confisca groseramente los ahorros, los salarios y las
jubilaciones.
A la vez se agudiza
la tendencia negativa de la producción, con la recesión industrial y comercial
en avance, pero crece la corrupción, el narcotráfico y los negocios de “los
amigos”. El país carece de crédito y la
deuda externa se convirtió en un factor de impotencia y humillación; y esto
aunque la Sra.
Presidente pretenda transmutar la situación en una batalla
contra los enemigos de la
Patria. Una farmacopea verborrágica con que trató, reiteradamente,
de explicar y/o justificar años y años de soberbia e ineptitud.
Si estos son los
hechos, manifiestos, a la vista de todos, cómo explicar que ninguno de los
bloques parlamentarios opositores haya reclamado el juicio político..? No es
válido el argumento de que ”no contamos con los votos suficientes”; como está
la política argentina si los tuvieran tampoco lo harían. Por qué es mejor la tolerancia..? -
(cf. Bañon-Carrizo:
La nueva Administración Pública; Madrid, Alianza, 1997)