un arma de doble filo para Macri
Francisco Olivera
La Nación, 21 de julio de 2018
Donald Trump puede parecer un loco. O un excéntrico
que, como todo referente del real estate neoyorquino, mantiene inquietantes
lazos con Rusia. Con esos ojos lo analiza en estos momentos el establishment
norteamericano, desde donde esta semana se les prestó atención a las versiones
menos decorosas: habría datos con los que Vladimir Putin , exagente de la KGB,
estaría extorsionando al presidente republicano. Jeff Merkley, senador
demócrata por Oregon, fue el que llegó más lejos esta semana, cuando dijo que
era "probable" que los servicios de inteligencia rusos supieran algo
inquietante de Trump. "En Rusia es un procedimiento estándar tratar de
conseguir información comprometedora sobre las personas importantes que van de
visita, arreglarles encuentros con putas y grabar todo lo que pasa en la habitación.
Así que es probable que tengan eso", dijo Merkley al sitio BuzzFeed News.
La reunión del lunes en Helsinki terminó de fogonear
esos prejuicios. Los demócratas y parte de los republicanos esperaban que Trump
le reprochara a su par la presunta incidencia que los servicios rusos tuvieron
en las elecciones que, hace dos años, le dieron la victoria sobre Hillary
Clinton, pero se encontraron exactamente con lo contrario: una conferencia de
prensa no solo desprovista de recriminaciones, sino anticipatoria de coincidencias
más abarcadoras entre ambas naciones.
Trump no tiene ideología. Sus movimientos se entienden
mejor desde la escuela académica realista, que suele encontrarle al líder
republicano puntos de contacto con Richard Nixon. No solo por la política de
distensión que su antecesor tuvo con la URSS y que concretó en el Tratado sobre
Misiles Antibalísticos, que los historiadores llaman con la palabra francesa
Détente, sino por un hombre de consulta en común en la materia: Henry
Kissinger. Con 95 años cumplidos, el exsecretario de Estado tiene todavía
contacto fluido con Jared Kushner, influyente yerno de Trump.
En una entrevista
publicada ayer por Financial Times, Kissinger le explica al periodista Edward
Luce que no cree que Putin sea un personaje como Hitler, sino, más bien, como
Dostoievsky. Lo hace sin detenerse en lo políticamente correcto, mientras come
un paté de pollo. "Creo que Trump puede ser una de esas figuras en la
historia que aparece de vez en cuando para marcar el final de una era y obligarla
a renunciar a sus viejas simulaciones. No necesariamente significa que él sepa
esto, o que lo esté considerando una gran alternativa. Podría ser solo un
accidente", se explayó.
Trump parece estar interpretando que el verdadero
adversario es China, una potencia que cuadruplicó el ritmo de crecimiento anual
norteamericano en las últimas décadas y que, consolidado su éxito comercial, se
ha convertido desde que asumió Xi Jinping en un actor geopolítico más agresivo
que en los tiempos de Hu Jintao. Según esta idea, Rusia, que iguala a Estados
Unidos en armamento nuclear -uno y otro tienen hoy el equivalente para hacer
estallar 50 o 60 ciudades como Hiroshima-, es menos peligrosa aliada que
herida.
Si se consolida, este escenario interpelará a una
Argentina que no termina de encontrarle la vuelta a su déficit de cuenta
corriente: forzada al ajuste, no genera los dólares suficientes para sostener
su nivel de gasto. Dependerá en gran medida del modo en que Trump y Putin
decidan entenderse; pero ninguna conversación entre ambos debería excluir una
exigencia estructural rusa: que Estados Unidos no boicotee el precio del
petróleo y del gas, vitales para la estabilidad política de Moscú y, aquí,
decisivos para hacer viable Vaca Muerta, una de las dos alternativas que Macri
tiene, con el agro, para el ingreso de divisas.
Líder de un país con excelentes resultados petroleros
por el boom que la exploración no convencional genera desde 2004, Trump puede
influir en los precios solo de un modo indirecto. El más sencillo es mantener
una buena relación con Arabia Saudita, líder de la Organización de Países
Exportadores de Petróleo (OPEP), entidad que maneja un tercio del consumo de
hidrocarburos del mundo. Ese vínculo es tan relevante que ha incidido en la
caída de los precios desde 2014 hasta hoy, una pendiente que tuvo entre otras
víctimas al régimen de Nicolás Maduro.
Empezó cuando los líderes sauditas se
dieron cuenta de que restringiendo la oferta podían mantener el precio
internacional, pero alentaban al mismo tiempo a los productores norteamericanos
a explorar. Fue un verdadero dilema: sostener el barril en 100 dólares bajando
la producción les costaba solo 100 millones de dólares por día en hidrocarburos
no vendidos; trabajar a pleno y, por lo tanto, dejar que los valores fueran
determinados por el mercado, desplomaba el barril a la mitad, a un costo fiscal
de 1500 millones de dólares para el país. Decidieron la opción más cara. ¿Por
qué valía la pena semejante costo?
La respuesta es política, no económica:
aunque el petróleo más barato los perjudicaba en sus arcas fiscales,
desalentaba al mismo tiempo a los norteamericanos a continuar con lo que en
Texas llaman "revolución del shale", un fenómeno económico que, si
prospera, terminará en una sustitución de importaciones que borrará a Arabia
Saudita del mapa petrolero.
Ese desplome sorprendió a Macri apenas llegó al poder.
En el verano de 2016, el primero de la era Cambiemos, el barril tocó los 28
dólares. Empezó a recuperarse meses después, a medida que los países empezaron
a consumir los stocks acumulados.
El barril cerró ayer a 73,02 dólares en Londres. Para
el Gobierno es también una encrucijada: cualquier aumento internacional
impactará en los costos de la economía y pondrá a prueba el plan de energía,
que ahora conduce Javier Iguacel y que ha reportado hasta el momento la mayor
inversión privada genuina. Como junio tuvo la inflación más alta en dos años,
será fuego para los surtidores a casi un año de las elecciones presidenciales,
pero, al mismo tiempo, la apertura de una oportunidad para extraer reservas del
suelo: Vaca Muerta tiene la segunda reserva de gas no convencional del mundo y
la cuarta de petróleo.
Es lo que los economistas llaman "recurso de clase
mundial": un sector que, como el agro y como ningún otro en la economía
argentina, podría competir en el mundo sin desventajas comparativas.
En la Casa Rosada hay quienes ya piensan en campañas
nacionales destinadas a mostrar los beneficios de lo que los nostálgicos de
Frondizi empiezan a llamar "La batalla del gas". Como Trump, Macri
podría estar frente a una nueva etapa, pero tiene escollos distintos que los de
su par norteamericano.
Los más obvios son económicos: el nivel de actividad, la
inflación, la generación de dólares, la credibilidad en el mercado y el nivel
de empleo. El más grave es una paradoja cultural: evitar el regreso en 2019 de
lo que considera populismo empantana al Presidente en obsesiones de cortísimo
plazo. La política argentina tiene las intrigas de un agente de la KGB.