por Enrique Arenz
Informador
Público, 11-9-21
Que los Estados
Unidos y Gran Bretaña se hayan aliado con el tirano Stalin para pelear contra
Hitler, nos parece hoy una decisión amarga, sobre todo si analizamos sus
consecuencias posteriores al tratado de Yalta. Pero en ese momento fue
indispensable para derrotar a la Alemania nazi. Churchill desconfiaba de
Stalin, y Stalin se hizo rogar, hasta que los alemanes invadieron territorio
soviético. Entonces los tres se pusieron de acuerdo y Roosevelt hasta ayudó a
los soviéticos con gran cantidad de armamento.
En la guerra y en
la política siempre se opta por el mal menor.
En democracia, el
mal menor suele buscarse mediante lo que se llama «el voto útil».
Este concepto
produce rechazo moral. Lo entiendo porque yo lo combatí en los ochenta, en
tiempos de la UceDé, cuando se exhortaba votar a los radicales para vencer al
peronismo. Por entonces escribí varios artículos periodísticos en defensa del
voto idealista, el voto a conciencia, fiel a los principios de cada sufragante,
pero nunca pude encontrar argumentos serios para explicar cuál era la ventaja
de votar por un partido que de antemano sabíamos que no podía ganar.
Hoy reconozco que
estaba equivocado, y que si se trata de elegir entre dos grandes competidores:
Drácula y el Hombre lobo, no tiene sentido votar a Caperucita. Lo lógico es
elegir el mal menor, que en este caso es el Hombre lobo. Porque Drácula nos
chupa la sangre todos los días, y el otro monstruo sólo es peligroso las noches
de luna llena.
Como en la guerra,
la política no tiene soluciones morales sino alternativas eficaces, prácticas,
de sentido común. Hay reglas para ambas, y que esas reglas sean respetadas es
toda la moral que podemos exigirles.
Si la Argentina no
es todavía Transilvania (la Venezuela de Maduro), es porque tres partidos
políticos republicanos (PRO, UCR y CC) tuvieron la lucidez de unirse a tiempo
en la alianza Cambiemos, una fuerza opositora lo suficientemente fuerte y
consolidada como para competir con el siempre poderoso peronismo.
Cambiemos fue en
1915 el voto útil que le permitió a la mayoría quitarle el poder a Cristina
Kirchner. Macri gobernó cuatro años, no se le puede negar que fue un presidente
con virtudes republicanas: honesto, respetuoso de las instituciones y apegado a
la ley, pero cometió muchos errores como gobernante y como líder de su propia
alianza. Es verdad que las dos cámaras del Congreso estuvieron siempre con
mayoría kirchnerista-peronista dispuesta a la obstrucción, pero Macri no tomó
decisiones enérgicas y claras en materia económica y se dispararon la inflación
y la pobreza. Tampoco supo proponerle de entrada al pueblo argentino un plan
integral de reforma estructural y pedirle el apoyo que necesitaba para llevarlo
adelante. En resumen, fracasó y Cristina volvió al poder.
Pasaron dos años,
todo ha sido un desastre, pero el gobierno kirchnerista sigue culpando a la
herencia recibida de Macri, cuando en realidad es la misma herencia que doce
años de kirchnerismo le dejaron a Macri y que Macri, en cuatro años de
implacable asedio del sindicalismo, del club del helicóptero y de toneladas de
piedra contra el Congreso, no pudo o no supo liquidar.
Sin embargo, con
la consolidación de Cambiemos (ahora Juntos por el Cambio) la Argentina recobró
cierto equilibrio político: volvió a ser un país bipartidista con dos grandes
minorías cuyas bases electorales son muy parecidas, y un electorado
independiente y apolítico que es el que rompe el equilibrio y define al
ganador.
Pero también se
produjo en los últimos años un fenómeno mundial: la irrupción de los grupos
«antisistema», los que no quieren políticos ni instituciones ni leyes ni
estado. Por ahora son muy minoritarios, pero podrían dejar de serlo. Algunos de
estos antisistema son atraídos por dirigentes libertarios histriónicos, o por
pequeños partidos de izquierda o de derecha nacionalista.
También los
desencantados de las dos grandes alianzas y muchos de la franja independiente
terminan renunciando al voto útil para apoyar a estos cuentapropistas, o bien
deciden la abstención o el voto en blanco.
Ahora estamos ante
las elecciones parlamentarias de medio término.
Es la oportunidad
de quitarle al kirchnerismo la mayoría en las dos cámaras, operación
fundamental si queremos frenar los desorbitados planes judiciales y hasta de
reforma constitucional de Cristina y La Cámpora. Pero para lograr esta hazaña
posible, lo razonable, lo sensato, lo inteligente es que no se dispersen votos
yendo a partidos con pocas posibilidades de obtener una banca, y que una
mayoría importante haga ganar a la única fuerza opositora capaz de derrotar a
Drácula. Con el Hombre Lobo tenemos la oportunidad de debatir en libertad y sin
miedo, decirle lo que pensamos y hasta, quizás, convencerlo. Hay que mirar las
fases de la luna, claro. Se trata de un mal menor que nos infunde algunas
esperanzas.
También hay que
tener en cuenta que el sistema D’Hondt asigna proporcionalmente más diputados a
las fuerzas que obtienen más votos, por lo cual es un desperdicio votar a un
pequeño partido con la esperanza de que su primer candidato de la lista entre,
si es que entra, cuando la suma de todos esos votos dispersos tendrían un mayor
alcance práctico volcados a la fuerza opositora principal.
El partido
gobernante, Frente de Todos, se ha visto muy debilitado en los últimos meses
por el estallido de varios escándalos: el vacunatorio vip, la fiesta de Olivos,
los más de 112.000 muertos por covid, la cuarentena más larga del mundo que
terminó de arruinar nuestra economía, la obstinación en prohibir la
presencialidad escolar, el aumento de la pobreza y la inseguridad, y, sobre
todo, haber obstruido el ingreso de la vacuna Pfizer disponible para nosotros
desde diciembre del año pasado, lo que habría salvado miles de vidas
sacrificadas con un desdén imperdonable.
Pero a pesar de
todo, muchas encuestas dan ganador a este frente, aunque por poca diferencia.
Es decir, Drácula sigue arriba, sigue ganando. Y esta terrorífica realidad no
les preocupe a los opositores solitarios. Ellos se preparan para captar el voto
de los antisistema, los independientes y los desencantados, y lo más
deplorable, no critican casi al kirchnerismo, hacen campaña hablando mal de
Macri y de Larreta.
Y si uno les hace
ver que con esta actitud sólo logran beneficiar al oficialismo, se justifican
con el argumento mentiroso de que las dos grandes alianzas son la misma cosa.
Ya es tarde para
pedir sensatez a estos candidatos solitarios. Sólo cabe hablarles a los votantes
para que reflexionen en el momento de tomar la decisión trascendental de
depositar su voto. ¿No les gusta Macri, no les gusta Larreta, no les gusta
Santilli? No importa, piensen que con el hombre lobo podemos tomar un café, con
Drácula tenemos que desabrocharnos el cuello de la camisa.