Gabriel García
Moreno
P. José María
Uriburo
Infocatólica,
11-8-23
En la ciudad de
Guayaquil, porteña y liberal, en el año 1821, nació Gabriel García Moreno,
octavo hijo de una familia muy distinguida, pues su padre Gabriel García Gómez,
español leonés, nacido cerca de Ponferrada, fue procurador síndico de
Guayaquil, y su madre, Mercedes Moreno, era hija del regidor perpetuo del
ayuntamiento de la ciudad, hermana del arcediano de Lima y del oidor de
Guatemala, y tía del cardenal Moreno, primado de Toledo. Gabriel, de niño, dio
muestras de un temperamento sumamente débil y medroso. De tal modo le espantaba
cualquier cosa, que no pudo ser enviado a la escuela, y fue su madre su primera
maestra.
Gabriel, a los
nueve años, justamente cuando se produce la independencia, queda huérfano de
padre, y la familia, que se había distinguido como realista, se ve en la ruina.
Un buen fraile mercedario, el padre Betancourt, que ayudaba espiritualmente a
doña Mercedes, se hizo cargo de Gabriel, sirviéndole de maestro durante varios
años, con gran provecho. Gabriel, que hablaba a veces en latín con su maestro,
mostraba una memoria prodigiosa y una gran facilidad para el estudio. En esos
años cambió totalmente su forma de ser, haciéndose una personalidad fuerte y
valiente.
A los quince años
comienza Gabriel sus estudios de filosofía y leyes en la Universidad de Quito,
fundada en 1586. Pudo hacerlo gracias a dos hermanas del padre Betancourt, que
allí tenían casa y le alojaron. Fue muy buen estudiante, y se mantuvo con beca
toda la carrera. Aprendió por su cuenta francés, inglés e italiano. El ambiente
cultural que le rodeaba era racionalista, volteriano y laicista, abiertamente
hostil a la Iglesia, y en la vida política todo era mentira y corrupción.
Viendo así la situación, no se limitó a lamentarse, sino que se decidió a ser
político católico.
A los veinticinco
años obtiene García Moreno el doctorado. Y su vida, siempre muy activa, se va
acelerando más y más. Explora científicamente los cráteres de los volcanes
Pichincha y Sangay. Se casa con Rosa Ascásubi. Como escritor de combate, lanza
sucesivamente varios periódicos, El Zurriago primero, La Nación después, y
otro, El vengador, y otro más, El diablo. Pacifica en una semana, como enviado
del presidente Roca, una sublevación sangrienta producida en Guayaquil…
Pero todo va de
mal en peor, y la nación va decayendo, entre conspiraciones y sobresaltos, en
un laicismo cada vez más ignominioso. Pasa entonces García Moreno por momentos
de desánimo, llegando a considerar la posibilidad de dedicarse, como su
próspero hermano Pablo, al comercio. Viaja a Europa, a Inglaterra y Alemania, y
en Francia se reafirma definitivamente en su vocación política, estimulado por
el ejemplo de sus amigos católicos franceses. Se reintegra en 1850 al Ecuador,
y consigue, en un golpe de mano personal ante el presidente Noboa, el regreso
de los jesuitas, cosa que los masones no podían tolerar. El general Urbina, que
se hace con el poder, los expulsa de nuevo, alegando que la real cédula de
Carlos III, española, de 1767, estaba vigente (!).
–Exiliado
García Moreno
ataca duramente desde el semanario La Nación la política de Urbina, y éste, en
1853, le destierra a Colombia. De allí se fuga, vuelve secretamente a Quito, se
refugia más tarde en un barco francés arribado al puerto de Guayaquil, es
elegido diputado, y es desterrado por segunda vez, en esta ocasión a la costa
peruana, a un lugarejo apartado. Allí escribe un folleto en defensa propia, La
verdad de mis calumniadores y, como siempre que puede, se dedica al estudio.
En 1855 vuelve a
París, pues necesita libros y personas con las que perfeccionar su pensamiento,
preparándose para su misión. Le interesan todos los temas: matemáticas y
ciencias naturales, ingeniería y filosofía, agricultura e historia. «Estudio
diez y seis horas diarias –le escribe a un amigo–, y si el día tuviera cuarenta
y ocho, pasaría cuarenta con mis libros, sin el menor tropiezo». Por aquel
tiempo estudió a Balmes y a Donoso Cortés, y leyó tres veces la Historia
universal de la Iglesia católica, de Rohrbacher, editada recientemente en 29
volúmenes, entre 1842 y 1849. Fue la obra que más influyó en su formación
doctrinal y espiritual.
Pero aunque con
éste y otros estudios consolidaba más y más su pensamiento católico, por
aquellos años, sin embargo, había abandonado las prácticas religiosas: no se
confesaba ni iba a misa los domingos. Un día, en una discusión con un ateo,
éste le echó en cara su inconsecuencia, y Gabriel fue vencido por la gracia de
Dios. Se confesó en seguida y desde entonces participó en la eucaristía
diariamente.
–Alcalde, rector y
senador
A fines de 1856,
una amnistía proclamada por el general Robles, sucesor del general Urbina,
permite el regreso de García Moreno, después de tres años de destierro. Acogido
triunfalmente en Quito, es elegido alcalde de la ciudad en 1857, y poco después
rector de la Universidad, y senador por la oposición. La degradación de la vida
política, cultural y económica en aquellos últimos años de dictadura militar
era completa.
Serían necesarias
muchas páginas para describir las luchas y cabildeos, los nepotismos y
traiciones, que por entonces dominaban la vida pública, en la que la
arbitrariedad de los políticos y la violencia de soldados y policías iban mucho
más allá de lo tolerable. L. F. Borja afirma que 1859 fue «el año de la crisis
para el Ecuador, cuando estuvo en peligro de desaparecer como nación
independiente, el año de la anarquía» (+Belmonte, Hª contemporánea de
Iberoamérica, II, 180).
–Primera
presidencia (1861-65)
Después de
veinticinco años de gobiernos liberales y despóticos, sectarios e inútiles, se
hizo en 1860, gracias en buena parte a García Moreno, una nueva Constitución, y
él fue elegido por unanimidad para presidir el gobierno. Comienza
inmediatamente una obra formidable, de la que escribe José Belmonte:
«Se organiza ahora
la hacienda, la enseñanza y el ejército; se establece un Tribunal de cuentas;
se reducen las tasas fiscales. García Moreno derrocha ardor para combatir con
energía la especulación, el contrabando y la burocracia, acometiendo asimismo
las obras de vialidad del país. Simboliza el freno más resuelto contra el
militarismo imperante. Sus pasos giran en torno al establecimiento de un
régimen civil, encaminándose a la instauración de un Estado católico.
«Su primer
gobierno puede llamarse, en expresión de Crespo Toral, el período heroico de
García Moreno. Fueron aquellos años, desde el gobierno provisional hasta 1865,
de verdadera prueba: el motín de los cuarteles, las invasiones a mano armada,
el puñal aguzándose en la sombra, dos guerras internacionales… En esos años
lúgubres de furor y desesperación, se acometieron en parte los gigantescos
trabajos de la red de carreteras, las vastas empresas de la enseñanza, de la
beneficencia, del saneamiento moral de la República, de cuyo territorio, desde
los claustros para abajo, barrióse toda inmundicia que pudiese corromper el
ambiente o trascender pestilencia o contagio… En años tan difíciles, con rentas
adecuadas apenas para el sustento de la vida, tuvo el erario la elasticidad que
da la honradez» (181).
En 1862 se
estableció el Concordato ecuatoriano con la Santa Sede. En 1863 se celebró un
Concilio nacional, en el que se restauró, entre otras cosas, la disciplina del
clero. Llegaron al país no pocos religiosos extranjeros. Y por primera vez en
muchos años el Ecuador, país con inmensa mayoría de católicos, pudo vivir en
una atmósfera favorable a la Iglesia y a la vida cristiana. Sin embargo, la
obstrucción sistemática de liberales y radicales, y la ambición hostil de
Colombia y Perú, cuyos masones confraternizaban con Urbina, poniendo en peligro
la misma integridad territorial del Ecuador, mantuvieron la vida política en
una tensión continua y en un peligro permanente.
–Segunda
presidencia (1869-75)
En 1868, García
Moreno, a los cuarenta y siete años, se casa en segundas nupcias con Mariana de
Alcázar, y prepara su retiro de la vida pública en una apartada hacienda. Le
siguen en la presidencia, sucesivamente, dos hombres de su confianza, Carrión y
Espinosa; pero estos políticos, siendo débiles, ponen otra vez el país al borde
de la anarquía. García Moreno entonces, anticipándose a Urbina, que se
preparaba para dar un golpe de estado, convoca la Convención de 1869, en la que
se reforma la Constitución del estado. Y de nuevo es constituido presidente.
De esta segunda
presidencia escribe Remigio Crespo Toral: «En esos seis años fue la paz, el
desarrollo estupendo de la nación y la cumbre de su progreso. Con menos de tres
millones de entradas al año, se realizó el prodigio de extensión, de
encumbramiento, de exaltación de nuestra pobre República, al punto y grado de
incorporarse ella en la sociedad internacional. No hubo necesidad de
imposiciones, fueron raros los castigos y la mansedumbre iba formando la
atmósfera» (+J. Belmonte 183).
Al término de esta
segunda presidencia de García Moreno, la primera enseñanza, respecto a los
tiempos de Urbina, se había multiplicado por cuatro; la Universidad de Quito
era una de las mejores de América; se inició el restablecimiento entre los
indios de los poblados misionales, que habían sido tan admirables; el ejército
ya no imponía su prepotencia cuartelaria, sino que había sido reorganizado al
servicio de la nación; los funcionarios, reducidos de su número abusivo,
cumplían su horario laboral; los libros de contabilidad de la República, antes
prácticamente inexistentes, estaban al día, y se habían eliminado casi por
completo las cuantiosas deudas contraidas en los anteriores decenios de
corrupción política. Todo lo cual, por supuesto, resultaba para muchos
intolerable, al haber sido realizado por un político que se atrevía a aplicar
en su gobierno la doctrina católica.
–Político católico
García Moreno fue
siempre un político absolutamente convencido de la veracidad de la doctrina política
y social de la Iglesia. En el comienzo de su Constitución de 1869,
abrumadoramente aprobada en plebiscito popular, se decía: «En el nombre de
Dios, uno y trino, autor, conservador y legislador del universo, la convención
nacional del Ecuador decreta la siguiente constitución»… Fiel a la doctrina de
la Iglesia, entonces presidida por Pío IX, estaba persuadido de que sólo podía
edificarse el bien común temporal de una nación cristiana respetando en todo
las leyes Dios.
Por eso cuando en
1864 Pío IX publicó el Syllabus, y muchos, incluidos católicos, atacaban el
documento, él decía: «No quieren comprender que si el Syllabus queda como letra
muerta, las sociedades han concluido; y que si el Papa nos pone delante de los
ojos los verdaderos principios sociales, es porque el mundo tiene necesidad de
ellos para no perecer».
García Moreno, por
lo demás, era plenamente consciente de la singularidad provocativa de su
política. En una ocasión reconocía que los masones «por medio de su
gobernantes, son más o menos dueños de toda América, a excepción de nuestra
patria». Pero esa misma conciencia le confirmaba la urgente necesidad de
firmeza en su política. En efecto, se decía a sí mismo: «este país es
incontestablemente el reino de Dios, le pertenece en propiedad, y no ha hecho
otra cosa que confiarlo a mi solicitud. Debo, pues, hacer todos los esfuerzos
imaginables para que Dios impere en este reino, para que mis mandatos estén
subordinados a los suyos, para que mis leyes hagan respetar su ley».
Y en su mensaje al
Congreso, en 1873, con la valiente franqueza que en él era habitual, declaraba:
«Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica y abiertamente;
seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra existencia política. Borremos de
nuestros códigos hasta el último rastro de hostilidad contra la Iglesia, pues
todavía algunas disposiciones quedan en ellos del antiguo y opresor regalismo
[supremacía del Estado sobre la Iglesia], cuya tolerancia sería en adelante una
vergonzosa contradicción y una miserable inconsecuencia».
En lo referente,
por ejemplo, a la educación, la Constitución ecuatoriana, que proscribía la
masonería, ordenaba que fuera una educación católica, con indecible escándalo
de liberales, radicales y masones, que en la mayoría de las naciones americanas
dominaban hacía años el área política educativa. Pero García Moreno
argumentaba: ¿Es antidemocrático asegurar a la población aquella educación que
prefiere la inmensa mayoría de los ciudadanos? ¿Por qué un pueblo cristiano ha
de estar sometido durante generaciones a una educación netamente anticristiana?
¿Por qué a los hijos ha de arrancárseles en la escuela la religión de sus
padres? ¿Viene eso realmente exigido por la democracia?…
García Moreno en
esta cuestión estaba prácticamente solo en toda América, como en tantas otras,
pues una falsa ortodoxia democrática impulsaba a los políticos cristianos a
alejar a la Iglesia de la educación, dejando ésta en manos de la única
alternativa fuerte, organizada y con apoyos exteriores: radicales y masones.
Éstos, en muchos países, entraban a formar parte de inestables gobiernos de
coalición, diciendo: «Ustedes controlen la economía, el ejército, las
relaciones con el exterior, y todo lo demás: nosotros nos encargaremos de la
educación».
García Moreno,
como la mayoría de sus compatriotas cristianos, fue formado en la devoción al
Corazón de Jesús, y siendo ya presidente, a Él quiso consagrar el Ecuador, la
nación entera, y para ello presentó consulta al tercer Concilio, reunido por
entonces en Quito. Obtenida la licencia eclesiástica, y con el voto mayoritario
del Congreso, se realizó en 1873, con gran solemnidad y fervor popular, la
consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús. Fue la primera nación del
mundo que lo hizo, y en diez años se levantó un gran templo nacional votivo
para memoria del acontecimiento. Poco antes de su muerte, García Moreno
vaticinó con acierto:
«Después de mi
muerte, el Ecuador caerá de nuevo en manos de la revolución; ella gobernará
despóticamente bajo el nombre engañoso de liberalismo; pero el Sagrado Corazón
de Jesús, a quien he consagrado mi patria, lo arrancará una vez más de sus
garras, para hacerla vivir libre y honrada, al amparo de los grandes principios
católicos».
–Hombre católico
Gabriel García
Moreno pudo ser un político verdaderamente católico porque fue un hombre
verdaderamente católico. Trabajaba muchas horas cada día, sujetando siempre su
horario a una distribución muy estricta, que incluía levantarse a las 5, y
tener misa, meditación y examen entre las 6 y las 7. Las vacaciones las pasaba
en un pueblecito donde su hermano era párroco. Una vez al año, si podía, hacía
una semana de ejercicios espirituales. No solía dar banquetes –ni siquiera
cuando fue elegido presidente por primera vez; en aquella ocasión entregó el
dinero del banquete a un hospital–, y procuraba en lo posible evitar convites.
Estas exageraciones venían aconsejadas por los escándalos precedentes,
habituales en la Presidencia del gobierno. No siendo hombre de fortuna
personal, cedía parte de su sueldo oficial al erario nacional, y parte a obras
benéficas.
Guardaba un
talante humilde, y a pesar del ímpetu de su carácter, gastaba una inmensa
paciencia para, por ejemplo, conseguir del Congreso la aprobación de buenos
presupuestos, obras o leyes. Era, como ya se ha visto, sumamente estudioso, e
incluso en sus tiempos de político recibía con frecuencia de Europa obras sobre
ciencia, filosofía o historia y, sobre todo de Francia, libros de pensamiento
católico. También era dado a la lectura de temas bíblicos o patrísticos, del
Magisterio o de autores espirituales.
En una de las
últimas páginas de La imitación de Cristo, el libro de Kempis que llevaba
siempre consigo, anotó, con ocasión de unos ejercicios espirituales, entre
otras normas: «Oración cada mañana, y pedir particularmente la humildad. En las
dudas y tentaciones, pensar cómo pensaré en la hora de la muerte. ¿Qué pensaré
sobre esto en mi agonía? Hacer actos de humildad, como besar el suelo en
secreto. No hablar de mí. Alegrarme de que censuren mis actos y mi persona.
Contenerme viendo a Dios y a la Virgen, y hacer lo contrario de lo que me
incline. Todas las mañanas, escribir lo que debo hacer antes de ocuparme.
Trabajo útil y perseverante, y distribuir el tiempo. Observar escrupulosamente
las leyes. Todo ad majorem Dei gloriam exclusivamente. Examen antes de comer y
dormir. Confesión semanal al menos»…
García Moreno
entrecruzó algunas cartas con el papa Pío IX, que por esos años sufría como él
un duro acoso del laicismo militante. En una de ellas, Pío IX le decía: «Sin
una intervención divina enteramente especial, sería difícil comprender cómo en
tan corto tiempo habéis restablecido la paz, pagado muy notable parte de la
deuda pública, duplicado las rentas, suprimido impuestos vejatorios, restaurado
la enseñanza, abierto caminos y creado hospicios y hospitales».
–Juicios sobre su
personalidad política
Las fuerzas que
abominan de todo influjo real del cristianismo en la vida pública han visto
siempre en Gabriel García Moreno «el máximo representante del oscurantismo
clerical», «un dictador sangriento», «un teócrata conducido por los jesuitas»,
etc. Es normal. Pero también es normal que nosotros aquí demos la palabra a
personas más dignas de consideración:
José Luis Vázquez
Dodero califica a García Moreno de «férreo espíritu, asentado en una
sorprendente fisiología… y no sólo el primero y más grande de los ecuatorianos,
sino uno de los hombres en verdad extraordinarios que ha producido América…
Pocas veces se ha dado un producto tan asombroso de energía física y de energía
moral… La insólita personalidad de García Moreno y el fervor con que fue
asistido por el pueblo ecuatoriano tentaría a aplicarle el término carisma, con
el que quedarían designadas sus maravillosas facultades y la sublimación que
los ecuatorianos hicieron de ellas» (+Belmonte 185).
El historiador P.
García Villoslada SJ afirma que «la figura de Gabriel García Moreno es en el
aspecto político-religioso la más alta y pura y heroica de toda América, y nada
pierde en comparación con las más culminantes de la Europa cristiana en sus
tiempos mejores. Basta ella sola, aunque faltaran otras, para que la república
del Ecuador merezca un brillante capítulo en los anales de la Iglesia» (+Adro
Xavier 388).
–Los tolerantes no
toleran
En 1874 había
acuerdo entre las fuerzas políticas para reelegir por un tercer período
presidencial a García Moreno. Pero también había un convencimiento generalizado
de que sus enemigos no estaban dispuestos a soportarlo más. El 20 de julio le
escribía su suegro, Ignacio de Alcázar: «Una vez la secta radical triunfante,
la religión será perseguida, las obras públicas y vías de comunicación
abandonadas y, sobre todo, la guerra civil ha de ser interminable, debiendo
todo esto y mucho más principiar por asesinarte… No veo otro medio de salvarte
que salir del país». Todos sus amigos temían lo mismo, y le aconsejaban
prudencias y escoltas, sin que él hiciera caso.
Se produjo,
finalmente, por mayoría aplastante, la tercera reelección de García Moreno para
la Presidencia. Y liberales y masones –siempre tan atentos a la voluntad del
pueblo– formaron en seguida un coro mundial de lamentaciones, acusaciones y
protestas.
Una vez más la
opinión unánime internacional, la misma que consideraba natural que los católicos
no pudieran tener voto en Gran Bretaña, o que estimaba necesaria, de alguna
manera, la interminable dictadura mexicana del porfiriato, tan favorable a los
intereses económicos del capital nacional o extranjero, daba sobre la elección
democrática del católico García Moreno su democrática sentencia: intolerable.
La prensa liberal de España, La Gaceta de Colonia o la de Bruselas, el
secretario de la embajada chilena en Lima, el periódico Monde Maçonique,
innumerables voces aquí y allá, con una coincidencia realmente impresionante,
venían a exigir el fin del hombre nefasto, absolutamente incompatible, por muy
reelegido que fuera, con las democráticas libertades modernas y la civilización
occidental.
Tiempo antes, el
26 de octubre de 1873, la prensa del Perú había ya reproducido de la de
Guayaquil la crónica detallada de su asesinato en Quito: todos los datos eran
falsos, pero se trataba de crear ambiente. García Moreno, por supuesto, era
consciente de la conjura, pero seguía negándose a llevar escolta y a tomar
medidas mayores de precaución: «Yo prefiero confiar mi guardia a Dios. Lo que
dice el salmista: “Si Dios no guarda la ciudad, en vano la guardan los
centinelas"».
El 17 de julio de
1875 escribe García Moreno su última carta a Pío IX, comunicándole la reelección:
«Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania,
vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y calumnias horribles,
procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca la
protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa y de
esta pequeña república… ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser
aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor, y qué felicidad
tan inmensa para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi
sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por
nosotros!». Y el 4 de agosto le escribe a su amigo Juan Aguirre: «Voy a ser
asesinado. Soy dichoso de morir por la santa fe. Nos veremos en el cielo».
–Asesinato
El 6 de agosto de
1875, como de costumbre, se levantó a las cinco de la mañana, y fue a la
iglesia para la misa de las seis. Sus asesinos, un pequeño grupo impulsado por
los escritos incendiarios del liberal Juan Montalvo, le acechaban; pero
retrasan su acción, pues al ser primer viernes había gran concurso de fieles.
Más tarde, por la mañana, entra García Moreno un momento en la Catedral para
hacer una visita al Santísimo. Le avisan que le reclaman fuera.
Cuando sale al sol
de la plaza, un tal Rayo le descarga un machetazo en la cabeza, seguido de
otros, en tanto que sus cómplices disparan sus revólveres. Fueron en total
catorce puñaladas y seis balazos. Acuden algunos soldados al tumulto, y uno de
ellos mata de un tiro a Rayo. En su bolsillo se hallaron cheques –por más de
«treinta monedas», desde luego– contra el banco del Perú, firmados por
conocidos masones.
El cuerpo de
García Moreno es introducido en la Catedral, donde recibe, ya agonizante, la
Unción sacramental. Al morir llevaba consigo, manchado todo de sangre, una
reliquia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y el del Sagrado
Corazón, y el santo Rosario colgado al cuello. También se le halló en el
bolsillo un libro muy usado, que llevaba siempre encima: La imitación de Cristo.
–Vigencia
posterior del liberalismo
Herederos de la
voluntad secularizadora de los liberales, y especialmente de los radicales, han
sido los comunistas y socialistas de todo el mundo. Debilitados hoy los
comunistas, o en claro declive, hoy, en el amplísimo campo del liberalismo,
hallamos la máxima voluntad secularizadora en los partidos socialistas. El
fracaso evidente de las economías de corte socialista les ha llevado a abjurar
poco a poco de sus primeros planteamientos económicos; pero en modo alguno han
relajado su voluntad liberal-radical de eliminar –sin grandes discursos, pero
con suma eficacia– toda huella cristiana de religión y moral en la sociedad.
Por lo demás,
después de muy duras luchas en Europa y América hispana en el siglo XIX y comienzos
del XX, el liberalismo ha logrado imponerse en los ámbitos fundamentales de la
vida pública de Occidente, al menos en sus formas moderadas. Tal es su vigencia
en la mayoría de los pueblos, que ya el mismo nombre de liberalismo ha
desaparecido, pues se identifica en el Occidente con la misma condición de una
vida social moderna. Ya hoy todos son liberales, y los partidos que se llaman
liberales existen sobre todo para acentuar una economía libre frente al
intervencionismo socialista.
Por lo que a la
misma Iglesia se refiere, también el liberalismo ha marcado su sello en la
frente y en la mano, es decir, en el pensamiento y la conducta, de muchos
cristianos (Apoc 13,16-17), sobre todo en los sectores ilustrados. Así en
nuestro siglo, de modo especialmente acusado por los años sesenta y setenta, se
alza ampliamente con entusiasmo la convicción difusa de que la Iglesia,
fundiendo las exigencias del Evangelio con mitos anticristianos, está llamada a
impulsar decisivamente las causas que el mundo no logra hacer triunfar. Así se
espera un triunfo formidable de la Iglesia en el mundo, una conciliación entre
Evangelio y secularidad desconocida en la historia, con grandes ventajas para
la Iglesia y para el mundo…
También en estos
años, el milenarismo pelagiano y secular del liberalismo, que conoció en la
historia realizaciones comunistas, socialistas, nazis o fascistas, va a asumir
en el mismo campo cristiano nuevas formas radicales, como la teología de la
liberación. Los máximos liberacionistas, señalados con frecuencia como
filomarxistas, rechazan esta acusación –con más empeño una vez que el mito del
marxismo se ha debilitado–. De hecho, sus maestros, en seminarios y
universidades, no fueron normalmente marxistas, sino católicos liberales.
Ellos, los liberacionistas,
uniendo a este influjo intelectual la formación de una espiritualidad
voluntarista, pelagiana o semipelagiana, no hicieron sino radicalizar las
consecuencias. Con marxismo o sin él, venían a ser en el fondo lo mismo:
afectados de una pedantería indescriptible, arremetieron contra la tradición
doctrinal católica y contra las tradiciones cristianas populares, decididos a
ser transformadores de la Iglesia y de la sociedad. Al final hubo que
detenerlos, antes de que causaran más destrozos.
Actualmente se han
desvanecido muchos de los sueños míticos suscitados por el opio del
liberalismo, en cualquiera de sus innumerables formas milenaristas. Ya no es
fácil creer en mesianismos comunistas, socialistas o liberacionistas, ni
tampoco nadie, a la vista de la realidad histórica, es tan ingenuo como para
esperar de la democracia liberal la salvación de la humanidad. ¿Qué queda
entonces del liberalismo y de sus derivaciones? ¿Qué queda de él, concretamente
en amplios sectores cristianos?
Quedan todavía
muchos planteamientos confusos, que mezclan ideales evangélicos y mitos
anticristianos. Se lucha, por ejemplo, contra las consecuencias del pecado,
pero no contra el pecado mismo, y de ese esfuerzo tan precario se espera,
dudosamente, la salvación, algo de salvación. O se estima, otro ejemplo,
evangélica una democracia liberal –la que está en uso– que niega la soberanía
de Dios sobre la sociedad, y que no reconoce otra autoridad sobre la vida del
pueblo que la voluntad manipulada de los hombres.
Queda también del
liberalismo en no pocos sectores una tradición nefasta, una desconfianza, una
aversión incluso, hacia la tradición católica, hacia sus pensamientos y caminos
propios.
Y sobre todo,
queda un silencio generalizado sobre la absoluta necesidad de la gracia de
Cristo, el único que puede «quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29). Queda, sí,
una gran dificultad para creer que «la salvación no está en ningún otro, pues
ningún otro nombre [sino el de Jesús] nos ha sido dado bajo el cielo, entre los
hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12).