Con valores moderados si se los compara con los de ahora, Duhalde lanzó las retenciones sobre las exportaciones agropecuarias para compensar de algún modo los efectos beneficiosos de la gran devaluación del peso que su gobierno había dispuesto y para atender a la situación casi terminal que atravesaba el país. Si bien los productores rurales criticaron la propuesta, su opinión adversa no se convirtió en resistencia porque encontraron cierta racionalidad en las retenciones para esos tiempos de emergencia.
Ya bajo el dominio de Kirchner, sin embargo, el Estado aumentó el gasto público una y otra vez en una proporción mucho más alta que la incipiente inflación, y pasó a financiarlo con nuevas retenciones. Pero en una primera etapa tocó más al trigo y a las carnes que a la soja alegando que, en tanto ésta iba casi enteramente a la exportación, aquellos afectaban al consumo popular.
Esta decisión parecía otra vez razonable como una redistribución del ingreso en favor de los que menos tienen. Pero, en tanto el gasto público seguía aumentando mucho más que la inflación que trataba de encubrir el Indec, al final le tocó el turno a la soja en una proporción que, después del último aumento, se parece demasiado a una confiscación.
Para justificarlo el Gobierno acaba de sugerir que lo hace para que los productores no se concentren casi exclusivamente en la soja. El argumento es endeble porque los productores ya no tienen adónde ir. No pueden hacerlo en dirección a las carnes porque su exportación está limitada y casi prohibida. Tampoco pueden derivarse hacia el trigo, cuya exportación también sufre restricciones sorpresivas e incesantes. Esto explica por qué esta vez todas las centrales agropecuarias se han unido en la protesta.
En cuanto a los trabajadores a quienes el Gobierno alega beneficiar, el aumento de los salarios de este año, que rondaría el 19,5 porciento promedio de Hugo Moyano, ya ha quedado por debajo de una inflación que los expertos estiman en un 25 por ciento. ¿A quién beneficiará, entonces, el nuevo nivel de las retenciones? Si se piensa que el Estado aumentó el gasto público durante 2007 en un 60 por ciento y que quiere preservar a toda costa el superávit mediante el cual domina la vida política, la pregunta se contesta por sí sola.
La redistribución de los ingresos en favor de los pobres que invoca el Gobierno parece por ello un sofisma destinado a ocultar lo inocultable porque, si en los casos del trigo y las carnes podía hablarse todavía del consumo popular, en el caso de la soja el aumento ya no refleja otra cosa que la voracidad del Estado.
El campo, unánime, acaba de responder por todos aquellos que, por una razón o por otra, protestan contra la presión del Estado. En dos o tres años más, según reconocen desde los observadores imparciales hasta el hiperoficialista Alberto Samid, faltará carne. Cuando se ofrezcan los primeros cortes de carne uruguaya o brasileña en los mostradores, ¿quienes y cómo los justificarán?
(Extractado de: Mariano Grondona, “Nada para la sociedad, todo para el Estado”; La Nación, 16-3-08)