Por Alberto Asseff *
El vuelo es gallináceo;
por eso nos llevamos
puestos todos los alambrados
Creo que todos
coincidimos en dos cuestiones: que tenemos un gran problema nacional y que su
raíz es política. Llama la atención, pues, que compartiendo el diagnóstico y
siendo conscientes de cuál es la terapéutica básica, no acertemos a darle
tratamiento a la Argentina
enferma.
Generalmente, el
tramo más complejo de una patología se halla en diagnosticarla correctamente.
Hecho un pertinente encuadre, la curación resulta relativamente más sencilla.
Sin embargo, hace
décadas que sabemos – y lo expresamos – que nuestro problema es político y que
su origen es moral. El decaimiento de los valores comenzó hace añares. Una vez
que empezó esa decadencia se tornó irrefrenable y, peor, se retroalimentó de
modo que su profundización creció geométricamente.
¿Qué pasa que no
podemos darle solución moral y política al problema moral y político que
sufrimos? Sucede que está gravísimamente enfermo el productor de anticuerpos,
es decir la política. A un problema político le cabe una solución desde la
política, pero hete aquí que la política es el problema. Una encerrona
perfecta, peor que un intrincado laberinto. De éste es posible zafar, pero
¿cómo salir de un encierro?
El 8N, por caso,
multitudes se autoconvocaron y manifestaron por todo el país. Expresaron una
vasta insatisfacción, fuerte indignación y larga protesta. No obstante, erraron
en lo esencial: exteriorizaron su repugnancia por todo lo que tenga olor o
sabor a política. No impugnaron sólo a la política propia del gobierno de
turno, sino a toda la política ¿Cómo, entonces, se puede encauzar, estructurar,
darle forma al cambio reclamado?
A la mala política
sólo la puede sustituir la buena política. Los argentinos tenemos dolorosísima
experiencia del redondo fracaso de los intentos de suprimir la política como
consecuencia de la tacha que merecía a la sazón su podredumbre y/o su
ineficacia. Cuando el probo y buen administrador presidente Arturo Illia cayó
el 28 de junio de 1966 el país entero – o prácticamente – saludó al dictador
que lo habría de suceder. Prometía modernizar estructuras y terminar con la
mala y vieja política ¿Qué es lo primero que hizo el flamante mandamás? Abolir
la política, llegando hasta confiscar los bienes de los partidos disueltos. Y
explícitamente lanzó la consigna de los tres tiempos: primero, el tiempo
económico; luego el social y, al último, el político. Nunca se produjo un error
más fenomenal. Creo que en el mundo entero no existió un yerro de esa
dimensión. Si habíamos caído en la frustración producto de la “mala y vieja
política”, lo prioritario era construir la buena y nueva política. De entrada,
nomás.
Porque el riesgo de
postergar la labor de reconstruir la política radicaba en que cuando se
dispusiese acometer esa misión, las condiciones la tornarían imposible. Así
fue. Antes que llegase “el tiempo político” advinieron el “Cordobazo” y los
gérmenes del terrorismo subversivo. El 8 de junio de 1970, el inicialmente gran
jeque cayó en la absoluta orfandad. El efecto fue devastador: la ‘mala y vieja
política’, que diera lugar al golpe de Estado de 1966, resurgió – empeorada –
como si nada hubiese acaecido. El malogro nos retrotrajo. Por eso, apenas un
lustro después – en 1976 – otro golpe arribó, también – es inocultable – en un
manto de expectativas favorables ¿Qué medidas ‘revolucionarias’ adoptó de
arranque el elenco golpista? Disolver a los partidos y “guardar las urnas”,
suprimiendo la actividad política. Siete años después, en el marco de las
derrotas moral (se combatió al terrorismo con métodos ilegales), sociocultural
(los valores morales agudizaron su declinación),económica ( la “tablita” fue
letal, junto con el exponencial aumento de la deuda externa ), política (no se
erigió la nueva y buena política, limitándose a congelar a la mala y vieja ) y
militar (en Malvinas y Atlántico Sur, porque nuestra rendición no sólo nos hizo
perder temporariamente las islas irredentas, sino también los otros
archipiélagos y los espacios marítimos aledaños), “los reorganizadores” se
tuvieron que ir sustituidos por la ‘mala y vieja política” descongelada.
Retrotracción, otra vuelta de tuerca decadente.
Nos acercamos a los
treinta años de democracia. El balance, muy provisorio y para nada taxativo,
indica que tenemos un millón de “ni-ni” – jóvenes que ni estudian ni trabajan
-, una incipiente, pero volcánica guerra territorial en las villas que está
librando a balacera suelta el narcotráfico, una violencia vandálica y delictiva
creciente, una corrupción galopante, una amenazante inflación que habla a las
claras sobre agudos desequilibrios macroeconómico-sociales y, por sobre todo,
una ineficacia de gestión alarmante. Ésta última es notable en los transportes,
especialmente el ferrourbano. Cuantiosísimos subsidios que fueron a parar a la
codicia corrupta de muchos delincuentes de guante blanco, simultáneamente con
los peores ferrocarriles del planeta, casi sin exagerar.
A la buena política
no la trae la cigüeña y tampoco llueve. No viene de arriba, sino que se la
labora abajo. No es un milagro, salvo el ‘milagro’ del trabajo que es menester
para construirla. Los dirigentes que soñamos tener y disfrutar son los que
engendramos nosotros, con nuestra participación y acción. Empero, si tomamos
parte y actuamos partiendo de la falacia de que no queremos ‘hacer política’,
el resultado es inexorable: la mala y vieja política seguirá en el trono. Que
no nos representa y menos satisface, ¡claro que es así! Pero si la queremos
representativa y satisfactoria, tenemos que construirla, arremangándonos. No
viene por generación espontánea.
Por ahora, el
escenario político-social tiene algo mucho peor que el pésimo gobierno nacional
actual. Es la falta de una alternativa sólida y, obviamente, confiable. Si lo
podemos decir es porque lo hemos pensando. Ya se sabe, a un buen pensamiento le
corresponde una buena acción. Es tiempo para ponerse resueltamente manos a la
obra.
*Diputado nacional
por el partido UNIR-Provincia de Buenos Aires
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