Por Alvaro Abos
La Nación, 7-4-15
Nisman debía morir no solamente porque había escrito
una denuncia de trescientas páginas contra la Presidenta de la República, sino
porque hablaba. Más aún, era una máquina parlante, un ser poseído por una
vehemencia expresiva poco común. Quizá sólo podamos entender esto quienes vimos
el programa A dos voces, emitido por TN la noche del 14 de enero de 2015, en el
cual Nisman dialogaba con Edgardo Alfano. Una cosa son las trescientas páginas
de la denuncia presentada ese mismo día en los tribunales -denuncia que ahora
ha sido desestimada por la Cámara Federal-, y otra cosa era escuchar y ver al
ser humano que la articulaba y, al hacerlo, la enriquecía con el énfasis de su
convicción. Esa pasión con la que Nisman defendía su cruzada, iba a
manifestarse el lunes 19 de enero en el Congreso.
De estos hechos no han pasado ni tres meses, pero
parece que hubieran sucedido hace mucho tiempo. El Gobierno, en una faena en la
que es experto, embarró la cancha. Bombardeó los argumentos de Nisman por todos
los medios a su alcance, que son muchos, dado el volumen de la cadena oficial y
medios allegados. Se tachó a la denuncia de inconsistente, inconexa y
contradictoria. Pero más allá del cuestionamiento argumental, se denigró al
fiscal, su moralidad, vida sexual o su bolsillo. La refutación razonada mutó al
descrédito personal, en un declive que se sumerge en la infamia.
Nisman debía morir no solamente porque había escrito
una denuncia de trescientas páginas contra la Presidenta de la República, sino
porque hablaba. Más aún, era una máquina parlante
Imaginemos que Nisman no hubiera muerto el 18 de
enero. Hubiera seguido hablando de las supuestas actividades conspirativas de
Cristina Fernández, Timerman y D'Elía; hubiera sido entrevistado, como lo fue
en algunos espacios políticos, entre el 14 y el 18 de enero, pero en programas
cada vez más masivos. Nisman vivo hubiera insistido, tanto con sus palabras
como con su lenguaje facial, en sus acusaciones, a saber, actividades de la
Presidenta, el canciller y otros allegados, tendientes a articular un eje
diplomático y político entre Buenos Aires, Teherán y Caracas, en detrimento de
la causa AMIA.
Cuestionar la figura presidencial es intolerable en un
país que viene de una larga década de rígido verticalismo político y que, para
colmo, está sumido en clima preelectoral. La Cámpora lo corea en cada uno de
sus actos: "Si la tocan a Cristina va a haber quilombo". Carteles
pegados por todo Buenos Aires lo recuerdan: "La democracia no se
imputa".
Lo sucedido después de la muerte de Nisman admite
lecturas literarias e históricas múltiples, y si traigo a colación algunas no
es por afán erudito sino porque me parecen útiles para comprender lo sucedido, pues,
como es sabido, la vida insiste en la mala costumbre de imitar al arte. Por
otra parte, lo sucedido en Puerto Madero aquel 18 de enero es una tragedia
contemporánea universal. Setenta años antes de Nisman, Jorge Luis Borges
anticipó el caso cuando escribió su cuento "Tema del traidor y el
héroe". En él, uno de los jefes del grupo independentista irlandés IRA
traiciona a su causa. Sus compañeros lo descubren y lo ejecutan. Pero luego
reflexionan así: si se sabe que castigamos a un traidor, nos desprestigiaremos.
Por lo tanto, explican al mundo que ese traidor fue asesinado por el enemigo, a
saber, Inglaterra. Era un traidor, pero lo presentan como un héroe, como un
mártir y así lo considerará la historia. Esta fábula sobre los equívocos que
suele esconder la historia y sobre la manipulación que los hombres hacen de la
vida y de la muerte para favorecer intereses, malos o buenos, anticipa lo que
sucedió con el episodio Nisman. Cuando éste apareció muerto, la Presidenta dijo
que se suicidó avergonzado por la irrisión de su denuncia. De inmediato, al
advertir que la sociedad rechazaba esa explicación, convencida de que a Nisman
lo asesinaron por traidor y que el Gobierno era el principal sospechoso, la
Presidenta dijo otra cosa: "A Nisman, dijo, lo asesinaron para que la
gente crea que lo matamos nosotros. La Presidenta, como los irlandeses que
imaginó Borges, concibe la muerte como un arma arrojadiza.
En 1978, Leonardo Sciascia en su libro El caso Moro
relató el secuestro del primer ministro Aldo Moro por las Brigadas Rojas y la
forma en que los jerarcas de la Democracia Cristiana, entonces en el gobierno,
regatearon con la guerrilla sobre el destino de un hombre cautivo, a quien
finalmente los brigadistas asesinaron. A los correligionarios de Moro que representaban
entonces al Estado italiano ¿les interesaba salvar esa vida u obtener ventajas
políticas? ¿Los servicios de inteligencia italianos operaron en el secuestro,
regateo y ejecución de Aldo Moro?
En 1894 el gobierno francés persiguió al oficial
Alfred Dreyfus acusándolo de espionaje. Lo condenaron porque era judío, y por
lo tanto, para el antisemitismo prevaleciente, un traidor nato a Francia. Fue
defendido con pasión por una parte de la sociedad. Emile Zola, entonces célebre
escritor, publicó el 13 de enero de 1898 en el diario L'Aurore una carta
abierta al presidente de Francia que tituló "J'acusse" (Yo acuso).
Zola fue procesado y debió exiliarse en Londres unos años. La madrugada del 29
de septiembre de 1902 murió mientras dormía, asfixiado, aparentemente, por las
emanaciones de una estufa. Su esposa se salvó milagrosamente. Sólo cuarenta y
tres años después se supo que un sicario había trepado al techo y obstruyó la
ventilación. Fue una venganza contra el hombre que había osado decir la verdad.
La muerte es una variante que siempre acecha cuando se
cuestiona el poder, aunque las sociedades hayan construido a lo largo de siglos
todo tipo de mediaciones legales para que la lucha política se aleje de la
jungla.
Quienes el 18 de febrero fuimos a la calle a
manifestar en la marcha convocada por los fiscales, no lo hicimos porque
consideráramos a Nisman un ser modélico ni un héroe. Tampoco para expresar
opinión sobre un planteo jurídico, la denuncia en sí. Medio millón de
argentinos desafiamos el diluvio (y el miedo) para exigir que nunca más la
muerte, ni física ni simbólica, sea usada para acallar adversarios. Ese clamor,
desoído por un gobierno que ha hecho de la destrucción del adversario su
práctica cotidiana, sigue en pie, más allá de las veleidades de la agenda o el
signo de los fallos judiciales que se sucedan sobre la denuncia.