Rogelio Alaniz
La Nación, 30 DE ENERO DE 2016
Reducir el debate sobre los desaparecidos a una
cuestión de números sería un error, pero ignorar lo que los números expresan
sería un error mayor. En principio hay un número puesto, instalado casi
oficialmente, un número que, al decir de un abogado de mi ciudad, es tan
indiscutible como Gardel o Maradona. El argumento es insostenible, pero esto es
lo que ocurre cuando se desliza la deliberación política desde la racionalidad
hasta el mito o hasta las versiones degradadas del mito: el relato, la
publicidad, la consigna repetida hasta el cansancio.
Repito: no estamos discutiendo de números, sino, en
primer lugar, de vidas perdidas, con sus secuelas irreparables de dolor,
impotencia y miedo. Hablamos de personas desaparecidas, no de cosas. Y de un
régimen de poder que aplicó esta suerte de solución final fundada en el
terrorismo de Estado con sus temporadas en el infierno en los centros de
detención clandestina, los vuelos de la muerte o la ejecución lisa y llana.
Está claro que si las Fuerzas Armadas no hubieran
hecho lo que hicieron, este debate no habría existido; está claro, además, que
si hubieran resuelto informar sobre sus actos, el debate se habría planteado en
otros términos. Nada de ello ocurrió. Pasó lo que pasó. La Argentina luce el
honor de haber incorporado al museo del horror del siglo XX la figura del
detenido-desaparecido.
No concluyeron allí nuestras desgracias. Los cielos se
abrieron y con la tempestad vinieron las lluvias negras mezcladas con polvos y
cenizas. Es lo que le suele ocurrir cuando el dolor se contamina con la
ideología y la ideología se enchastra con la manipulación y el oportunismo
político.
Cuarenta años transcurrieron desde el golpe militar de
1976 y todavía padecemos sus secuelas: una opinión divergente al discurso
oficial instalado y se disparan los insultos, las descalificaciones y las
amenazas. Al señor Lopérfido se le ocurrió decir en voz alta aquello que todos
los que estamos involucrados en este tema conocemos, para que acto seguido las
palabras "traición", "impunidad" o "complicidad"
repiquen con su letanía de sonidos y de furias.
Lo siento por mí y por todos, pero por más vuelta que
le demos al asunto, los treinta mil desaparecidos es una cifra falsa, en el más
suave de los casos, equivocada. Insisto. No es una cuestión de números, pero
los números son también un lenguaje, están cargados de significados, de luces y
de sombras. Si dos más dos son cuatro, no se puede decir siete o diez y,
además, exigir que se crea.
No hay treinta mil desaparecidos. Todas las listas que
se elaboraron, todas, nunca llegan a diez mil. No es una diferencia menor, es
una diferencia del más del 70%, la distancia que suele haber entre la verdad y
la mentira. Los desaparecidos de la Argentina pertenecían en su mayoría a las
clases medias y trabajadoras. Todos documentados; con familias y amigos. No
como en Guatemala, por ejemplo, donde las dictaduras masacraron a indios en la
selva. Nada parecido ocurrió aquí. Fue otro horror, pero en otro tipo de
sociedad. La propia consistencia de los organismos de derechos humanos marca
una diferencia. Para ser claro: si hubiera treinta mil desaparecidos, los
nombres estarían disponibles. Y no lo están por la sencilla razón de que la
cifra es falsa.
Alguien alguna vez dijo que la cifra de treinta mil
era una realidad por definir con más investigaciones y denuncias. Pues bien,
pasaron desde entonces más de tres décadas y los números siguen allí,
invariables, consistentes, impermeables a las manipulaciones y los deseos. Qué
nadie se confunda. Quienes hablamos de ocho mil desaparecidos en lugar de
treinta mil condenamos el terrorismo de Estado, las violaciones a los derechos
humanos -todas las violaciones-, pero la diferencia tal vez resida en que a
cada uno de nosotros nos preocupa la verdad, esa verdad que fue la que en mi
caso me movilizó allá a fines de los años 70 para participar en la organización
de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en Santa Fe. Entonces, la
justicia y la verdad importaban. No había militantes rentados y nadie pensaba
en indemnizaciones millonarias o en cargos públicos ostentosos. Ingenuos o
puros. No lo sé. Pero creíamos en lo que hacíamos. La vida como un valor
sagrado. Derechos humanos para todos. La certeza de que no hay torturadores
buenos y malos, hay torturadores; ni criminales buenos y malos, hay criminales.
Y que la única posibilidad de realizar el ideal de los derechos humanos es la
que brinda un Estado de Derecho que merezca ese nombre. Ya en aquellos años no
todos pensábamos lo mismo. Y muchas de las diferencias que se insinuaban
entonces se acentuaron y se agravaron con los años y los ásperos rigores de la
política
Es en nombre de ese sagrado puñado de principios que
no se puede callar lo evidente, convivir con el error o la mentira, por más que
hablar en este caso significa comprarse problemas, ser acusado de traidor o
vendepatria. Se trata en definitiva de ser leal a la verdad y, sobre todo, a
esa verdad que involucra a la ética con la política.
Que quede claro. Decir ocho mil o treinta mil
desaparecidos no quita ni saca nada respecto de las responsabilidades de la
dictadura militar, pero dice mucho de quienes inventaron esa consigna, la mantienen
en la actualidad y se indignan como monjes medievales custodiando la hoguera
cuando alguien los contradice. Sé que ante los cantos de sirena de la
corrección política, está la lealtad a los valores de los derechos humanos e
incluso a la memoria de las víctimas. También sé en términos prácticos que
políticamente es más justo ponerse del lado de la verdad que cortejar la
mentira. Puede que sea cierto que para la ética un desaparecido o un millón de
desaparecidos sean lo mismo. Pero para la política no es lo mismo. Entonces hay
que ser cuidadoso con los números.
Ocho mil desaparecidos es un horror. No hace falta
mentir ni enlodarse en el fango de la desmesura. Escuchemos el murmullo de los
números. Ocho mil desaparecidos significa, para darnos una idea aproximada de
lo que vivimos, un desaparecido por día durante veinte años. Todos los días y
todas las semanas y todos los meses del año un desaparecido ¿Les parece poco?
¿Para qué exagerar? Todo puede entenderse; hasta el error. Lo que cuesta más
entender es la empecinada y a veces interesada persistencia en el error.