La Nación, editorial,
10 DE ABRIL DE 2016
Tras años de recurrentes escándalos de corrupción
pública, la ciudadanía contempla hoy con beneplácito que algunos de los
protagonistas de esos hechos estén desfilando por los tribunales, detenidos en
un penal, o imputados, como la ex presidenta Cristina Kirchner. Pero una
república no puede depender exclusivamente del humor de ciertos jueces que se
han convertido en especialistas en el manejo de los tiempos políticos y en el
arte de dormir causas judiciales para sacarlas de su letargo en determinadas
circunstancias. Si las instituciones no son capaces de velar por la ética
pública con eficaces mecanismos de control y prevención de hechos ilícitos en
la administración, los escándalos seguirán estando a la orden del día, al igual
que la impunidad de los corruptos.
La palabra "moral" proviene del latín mores,
que significa "costumbre". Cuando las costumbres de la población se
degradan, en cuanto a las conductas que generan cohesión y confianza entre sus
integrantes, puede decirse que la moral colectiva está dañada. Poco a poco,
muchas normas se convierten en letra muerta e impera el peor egoísmo: el
"sálvese quien pueda".
En ese contexto, ¿qué puede esperarse de los
funcionarios públicos si provienen de esa misma sociedad que los ha nutrido?
¿Qué puede esperarse cuando la mayor parte de la sociedad aspira a participar,
en algún grado, de las ventajas que pueden obtenerse de la proximidad con el
Estado? En una sociedad cuya moral colectiva está degradada y el Estado es un
coto de caza, la discrepancia entre los valores que se proclaman y la vocación
para ponerlos en práctica es tan grande que semeja una teatralización patética
en una sala sin espectadores.
Inclusive en el actual gobierno, resultado de un
frente electoral denominado Cambiemos, han ocurrido hechos éticamente
objetables, como designaciones de parientes, amiguismos inconvenientes y
aceptaciones de invitaciones inaceptables. Probablemente, no sean hechos de
corrupción, pero reflejan una falta de sensibilidad ante los problemas que
plantea la ética pública, que debe subsanarse.
El anuncio presidencial del envío al Congreso de un
nuevo proyecto de ley de acceso a la información pública y la creación del fideicomiso
ciego con los bienes del Presidente son excelentes noticias. Pero aún queda
mucho más por hacer.
A partir de 1996, cuando la Argentina adhirió a la
Convención Interamericana contra la Corrupción, se vio en la necesidad de hacer
algo respecto de la ética pública y la lucha contra la corrupción. A toda
velocidad, el entonces presidente Carlos Menem dictó un decreto creando la
Oficina Nacional de Ética Pública, a cargo de un funcionario sin estabilidad,
designado por el propio jefe del Estado. Creó también un Consejo Asesor de
Ética Pública, que, luego de dos años de sesudos estudios, produjo un Código de
Ética de la Función Pública que, si no hubiera sido adoptado por el mismo
gobierno que exportó ilegalmente armas a Ecuador y habría hecho volar la
fábrica de Río Tercero, parecía redactado en un reino angelical.
No se sabe si en serio o en broma el código menemista
afirma que el deber primario del funcionario público, es la "lealtad con
su país con prioridad a sus vinculaciones con personas, partidos políticos o
instituciones de cualquier naturaleza", para luego enunciar un catálogo de
prescripciones sanmartinianas, como la probidad, la prudencia, la justicia, la
templanza, la idoneidad, la aptitud y la transparencia.
Pero la oficina y su código no duraron más que un
suspiro, pues el gobierno de la Alianza dictó otro decreto que disolvió la
primera, derogó el segundo y puso en vigencia la Oficina Anticorrupción (ya
prevista en la ley de ministerios) en el ámbito del Ministerio de Justicia y
Derechos Humanos, con el objeto de acelerar las causas por corrupción contra el
menemismo.
Como último acto, antes de terminar su gestión, el
menemismo pretendió entrar en el panteón de la corrección política, sancionando
la ley de ética de la función pública, aún vigente. Esa norma contiene las
reglas aplicables a los tres poderes del Estado, con prescripciones relativas a
conflictos de intereses, beneficios personales, uso de los bienes y servicios
del Estado, procedimientos de contrataciones públicas, incompatibilidades,
obsequios y, en particular, el temible régimen de las declaraciones juradas.
En su Capítulo VIII se creaba la Comisión Nacional de
Ética Pública, como órgano independiente, para asegurar el cumplimiento de las
diversas obligaciones previstas en la ley y, en particular, las declaraciones
juradas.
Esta suerte de autoridad de aplicación, dentro de la
órbita del Congreso, debía integrarse con 11 miembros representativos de la
Corte Suprema, el Poder Ejecutivo, la Procuración General y las cámaras legislativas.
Además, tendría un cuerpo de peritos técnicos capaces de determinar cómo fue la
evolución patrimonial de los funcionarios.
Como era de esperarse, en la política argentina a
nadie le entusiasmaba un organismo con semejantes facultades, que pudiera
exigir el cumplimiento de las normas éticas y hurgar en el patrimonio de
legisladores, jueces y funcionarios gubernamentales. Siempre se encontraron
razones para dilatar su efectiva existencia incluida la opinión de la Corte
Suprema, que la consideraba una intrusión del Congreso en los demás poderes y
durante 14 años la Comisión sólo existió en el papel, hasta que el kirchnerismo
se sacó la ética de encima, con el dictado de una ley en 2013, que derogó el ya
oxidado Capítulo VIII y, de paso, modificó el régimen de declaraciones juradas
patrimoniales por la puerta trasera, ya que, con la cortina de humo del acceso
público vía Internet, las restringió a los montos globales, sin el detalle de
los bienes ni el origen de los fondos y, mucho peor, se eliminó la declaración
del patrimonio de cónyuges o de sociedades declaradas.
En la actualidad, la ley de ética de la función
pública carece de una autoridad de aplicación y cada área del Estado
reglamenta, conforme a su criterio, la manera de recibir las declaraciones
juradas y aplicar su normativa.
En el Poder Ejecutivo, la Oficina Anticorrupción es la
encargada de revisar las declaraciones juradas, hacer su seguimiento e
investigar los casos de enriquecimiento. En el Poder Legislativo no existe ese
seguimiento y las declaraciones no son de fácil acceso para el ciudadano. En el
Poder Judicial, una acordada de la Corte Suprema dispuso que fueran públicas,
pero tampoco es sencillo obtenerlas.
Mediante el decreto 226/15 el presidente Mauricio
Macri elevó la jerarquía de la oficina al designar a Laura Alonso como
secretaria de Ética Pública, Transparencia y Lucha contra la Corrupción, con
rango y jerarquía de secretario de Estado. Al asumir ésta, encontró que la
Oficina Anticorrupción se encontraba desmantelada, con la expresa directiva de
no investigar a los funcionarios kirchneristas, con 49 empleados, de los cuales
apenas 27 eran especialistas en investigaciones, y que además debían analizar
las declaraciones juradas de todos los funcionarios nacionales con cargo de
director para arriba.
Ese órgano no sólo no investigó en los últimos años,
sino que ni siquiera hay datos sobre la cantidad de causas judiciales abiertas
contra ex funcionarios kirchneristas por corrupción, a partir de las 2160
denuncias judiciales que se hicieron en el período 2003-2015. Hoy la oficina ha
tomado un rol activo interviniendo como querellante en varias de las causas que
dormían en los tribunales de Comodoro Py y que ahora se han reactivado.
Pero queda aún un espacio vacío en materia de ética de
la función pública, pues no sólo se trata de investigar los actos de corrupción,
sino que debe existir una tarea preventiva, asegurando que las normas éticas se
respeten a rajatabla, sobre todo en un gobierno del cual se espera un cambio
moral por sobre todas las cosas.
Dentro de la estructura legal vigente, la Oficina
Anticorrupción es el organismo con facultades para actuar al respecto, en la
órbita del Poder Ejecutivo. La nueva secretaria de Ética Pública debería ser
consultada acerca de conflictos de intereses, beneficios personales,
designaciones inusuales, uso de bienes y servicios del Estado, contrataciones
públicas, incompatibilidades, obsequios, uso de aviones y helicópteros privados
o estadías en residencias de particulares, aunque la repartición a su cargo no
tenga hoy los medios para responder ni, mucho menos, para fiscalizar.
Resultaría aconsejable, para resolver estas falencias,
la creación de una comisión de notables, sin adscripción política y con
carácter honorario, como organismo de consulta de la Oficina Anticorrupción,
que intervenga con su dictamen en cada caso en que el Poder Ejecutivo requiera
la opinión de la oficina o cuando ésta, por su propia iniciativa, realice una
investigación relativa a un eventual incumplimiento de las normas de ética
previstas en la legislación vigente o en la Convención Interamericana. Esa
comisión podría igualmente verificar ex ante, a pedido del titular del Poder
Ejecutivo, actos que pudieran comprometer la ética del funcionario público,
evitando caer en problemas como los que ha tenido recientemente el Presidente,
cuando aceptó subirse a un helicóptero del magnate inglés Joe Lewis y
trasladarse a la estancia de éste en la Patagonia, algo que según dirigentes de
la oposición constituiría una dádiva.
De este modo, el propio Poder Ejecutivo hará pasar por
el tamiz de la ética pública los actos de sus funcionarios y dará sustento
político al proyecto de cambio duradero que requiere atravesar, durante este
primer año, por un período de ajustes que la población está dispuesta a
soportar, siempre que vea en los gobernantes una acción simétrica de empatía y
rectitud ejemplares.