“De diez errores políticos, nueve consisten
simplemente en creer que aún es verdadero lo que ha dejado de serlo, pero el
décimo –que podría ser el más grave- sería el no creer que aún es verdadero lo
que sí lo es.” Bergson
En estos
tiempos posmodernos, donde las certezas decaen y las posiciones sustanciales se
diluyen, pareciera que se hacen borrosas las diferencias entre las distintas
doctrinas políticas.
Para los que
pensamos que no es lo mismo trabajar bajo una política u otra, dilucidar qué
nos hace entregarnos por una causa es principal. Y no conformes con quedarnos
en detalles circunstanciales, o que hacen más al plano de la política práctica,
que varía de acuerdo al signo de los tiempos, deberemos clarificar lo esencial
para que justifique nuestra dedicación plena y convencida en esa causa. A la
vez, la existencia de diferencias en los valores últimos, nos llevará a decidir
en materias concretas de manera distinta.
Analizando
las tres corrientes de peso real y adaptación a la era que vivimos, vamos a
trabajar la pregunta ut supra.
No faltará
quien diga que las distinciones se dan en más de un ámbito, lo cual es cierto,
pero esas diferencias pueden ser accidentales o sustanciales. Las primeras son
derivadas de las segundas, mientras que éstas últimas hacen a la esencia misma
de la doctrina. Las accidentales por tanto pueden fluctuar de acuerdo a la
adaptación propia de la época que se vive, mientras las sustanciales
interpretan al mundo y se proponen direccionarlo de determinada forma, por lo
que se entienden como permanentes.
Dicho esto,
vamos a escudriñar esa diferencia intrastocable entre las doctrinas, y
brevemente señalaremos las principales consecuencias y políticas que se derivan
de ello.
La
diferencia sustancial la encontramos en consideraciones axiológicas por sobre
cualquier otra, y en la actitud del Estado ante ellas. Por lo tanto, no serán
las políticas económicas lo que consideramos esencial, a pesar de que
confusamente a veces trata de explicarse por ese lado. Esto por dos razones.
La primera
es de orden de principios: antes que la escala económica en el ordenamiento
humano está la política. Estamos convencidos que la política moldea y debe dirigir
la economía, por más que haya simplistas (o interesados) que quieran verlo de
otra manera. Los valores trascendentes -incluyendo los culturales- moldean la
política, y esta a la vez sostiene determinado orden económico. Esto nos
diferencia de posiciones economicistas que desde una óptica meramente
materialista reducen al hombre a un plano intrascendente.
La segunda razón está dada por lo que vemos en
la realidad concreta del mundo de hoy. De hecho, se han ido centrando las
posiciones en el ámbito económico, aceptando escenarios que hacen que desde el
humanismo cristiano, el liberalismo y la socialdemocracia se adopten en esta
materia lineamientos que comparten directrices comunes. Así, una economía de
mercado fuerte y competitiva aunque no absoluta, que incluya la intervención
del Estado donde las meras fuerzas de la oferta y la demanda excluyen,
respetando el sabio principio de subsidiaridad y que se dirija a una equitativa
integración intra y entre naciones, es aceptada por la mayor parte de estas tres
corrientes principales. Por supuesto que habrá resquicios de estatismo
dirigista y planificación central entre cultores socialistas, como liberales
fundamentalistas del mercado que ven en el Estado un enemigo y que reniegan de
intervenciones de cualquier tipo, pero cada vez son más, desde distintos
partidos y pensamientos, los que aceptan que las ataduras prejuiciosas en esta
materia sólo producen cerrazones mentales que atentan contra el desarrollo de
los pueblos y naciones[1].
No hallando
la diferencia entonces en lo económico, sostenemos que la misma la
encontraremos en lo axiológico.
Como sabemos
tanto el liberalismo como la socialdemocracia, derivada filosóficamente del
marxismo, son hijos de la ilustración y de la modernidad. Nacieron para reemplazar
en Occidente la fuerte impronta religiosa que había empapado los regimenes
temporales. Crearon ideologías totalizadoras por las que pretendiendo entender
absolutamente la sociedad humana terminaron en la soberbia de creer que la
razón podría explicar o reglamentar todas las situaciones. Ambas tienen en
común el profundo desprecio, o al menos desconfianza, de inspiraciones
religiosas que puedan guiar a los gobernantes. Y creen en sociedades perfectas
alcanzables por el hombre en este mundo.
El humanismo
cristiano, tomando fuerza de las falencias teóricas y prácticas de estas
ideologías, retomó la tradición filosófica del mundo anterior a la modernidad,
pero entendió sabiamente que no podía quedarse en posiciones retrógradas ya
superadas. Digamos que humanizó el cristianismo llevado a la política.
Esto nos
permite entender la diferencia esencial. Mientras el liberalismo en el ámbito
moral no toma posición (teóricamente), por lo que cada cual puede seguir la
valoración trascendental que considere pertinente pero jamás deberá influir la
política de un Estado, la socialdemocracia reniega de aquellas posturas
fundadas en principios cristianos, buscando fomentar e inculturizar un
inmanentismo absoluto, propugnando ambos una sociedad donde el relativismo y el
subjetivismo reinen.
La
consecuencia de esto es que mientras el Estado en ambas posiciones es neutral y
la justificación del mismo es positivista, el sostén de los valores que creemos
deben guiar el accionar político para nosotros tiene una base objetiva, lo cual
nos hace fuertes ante los cambios de modas o de opinión circunstanciales[2].
Pero no es
la única consecuencia: efectivamente, y esto es fundamental, una sociedad que
alcance altos grados de desarrollo, pero corrompida moralmente –el egoísmo
relativista y el autismo subjetivista termina en desinterés por el prójimo y de
ahí al “hombre lobo del hombre” hay un paso- es el mejor caldo de cultivo para
que se pierda el Estado democrático y los derechos que conlleva el mismo.
Hombres a los que no les importa lo público –e interesarse por esto es una
manera concreta de ser solidarios, de preocuparnos por los demás- serán
fácilmente maleables y engañados: de allí a una dictadura –sea “blanda” como le
preocupaba a Tocqueville o “dura” como tantas que conocimos cercanamente- es
cuestión de tiempo[3].
La única
manera efectiva -o por lo menos el deber político que nos cabe a los que
estamos en ese ámbito- de superar este peligro (cierto, al juzgar el estilo de
vida de los hombres en las naciones desarrolladas) es un Estado que tome
posición promoviendo activamente los valores morales que se olvidan demasiado
fácilmente ante los avances materiales. No hablamos de un Estado integrista,
porque la libertad es un derecho que debemos respetar, pero como señala Isaiah
Berlin ser pluralista no implica necesariamente ser relativista[4].
Y no olvidemos que un Estado neutral toma posición: el nihilismo se generaliza
y la confusión se permeabiliza.
El hombre
tiene una dimensión horizontal, que hoy es la única que pareciera primar, y una
vertical: perder de vista esta idea integral no sólo es un error sino que será
juzgada más severamente para los que tenemos la responsabilidad de cuidar la
completa concepción que nos fue confiada.
Lucas Fiorini /
Enero de 2004
[1] Ejemplo de esto en el socialismo encontramos en Felipe González, Tony
Blair o Ricardo Lagos. En el liberalismo ya se incorpora como propio el término
economía social de mercado, anatema
para algunos ideólogos que se encuentran en retirada (fracasos de los noventa
mediante), aceptando intervenciones para garantizar la igualdad de
oportunidades. Digamos que mientras los liberales a priori desconfían del
Estado los socialistas lo hacen del mercado, pero ambos por preconceptos que
los más abiertos superan inteligentemente.
[2] Es interesantísimo el desarrollo que hace al respecto el sociólogo
chileno Ernesto Moreno, donde explica porqué los fundamentos del Estado de
Derecho moderno y la democracia (con sus respectivas garantías innatas al
hombre) tienen sostén en la herencia del cristianismo, encontrando en ella su
justificación y facilitando su implementación y preservación. El racionalismo
instrumental es extremadamente endeble ante dificultades y embates que no es
descabellado esperar lleguen tarde o temprano (v.g. la tendencia a las
‘dictablandas mediáticas’ que ya alerta a algunos intelectuales).
[3] “Hay que observar que si no existe una verdad última, la cual guía y
orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas
pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia
sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia.” Juan Pablo II, “Centesimus annus”, n.
46.
[4] Sobre la específica valoración que debemos seguir, es oportuno incorporar
la noción superadora de comunidad: en esos espacios con completitud pero a la
vez intimidad, la particular relación espiritual de sus hombres y mujeres nos
dirán qué debemos adoptar.