La Nación, editorial,
06 DE DICIEMBRE DE 2016
El cumplimiento de la palabra y de los compromisos
asumidos en una campaña electoral debería ser uno de los mayores capitales de
un dirigente político que llega a los más elevados niveles de la función
pública. Un mes antes de las elecciones presidenciales de 2015, Mauricio Macri
expresó en un spot de Cambiemos que durante su gobierno los trabajadores no
iban a pagar más el impuesto a las ganancias. En los últimos días, sin embargo,
el Presidente minimizó la cuestión al sostener que ese tributo apenas alcanza a
un 3% de la población, al tiempo que envió al Congreso un proyecto de ley que
apenas sube en un 15% el monto mínimo del salario que será alcanzado por ese
impuesto.
Distintos funcionarios del Gobierno, incluido el
propio jefe del Estado, han justificado el incumplimiento de su promesa acerca
de la eliminación del impuesto a las ganancias sobre los salarios de los
trabajadores en función de una situación heredada de la administración
kirchnerista mucho más grave que la imaginada, especialmente en materia de
déficit fiscal. Nadie puede negar la importancia de la responsabilidad fiscal y
tampoco puede obviarse que no se puede concretar una promesa de imposible
cumplimiento. Cuesta creer, sin embargo, que Macri y sus principales asesores
económicos desconocieran antes de asumir el poder la gravedad del desaguisado
que les dejaba la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. Y debe lamentarse,
también, que no se haya hecho mucho más en este primer año de gestión para
ajustar un nivel de gasto público absolutamente desproporcionado. En otras
palabras, que el ajuste lo sigan haciendo asalariados que, en muchos casos,
realizan esfuerzos ciclópeos para llegar a fin de mes, y no la política.
El impuesto a las ganancias deriva del impuesto a los
réditos, creado en la década de 1930 como un recurso extraordinario y
transitorio para superar una situación de estrechez presupuestaria. De esa
presunta transitoriedad se pasó a la permanencia, al tiempo que la alícuota
aplicada fue creciendo en forma consistente. Pese a que ese tributo no había
sido pensado originalmente como un impuesto al salario, con el tiempo pasó a
serlo, a partir de la creación de la llamada "cuarta categoría", en
la que supuestamente debían encontrarse los asalariados con ingresos más
elevados, generalmente correspondientes a altos puestos ejecutivos o
gerenciales en el sector privado.
Pero lo cierto es que desde hace años, hasta
trabajadores cuyos sueldos resultan apenas suficientes para darle una vida
mínimamente decorosa a su familia tributan este impuesto, que sólo sirve para
alimentar a un Estado cada vez más elefantiásico e ineficiente, que ni siquiera
les brinda a esos asalariados niveles de seguridad, educación o salud como los
que serían esperables.
El peso del impuesto a las ganancias -que, en rigor,
es un impuesto a los salarios- ha crecido desmesuradamente en los últimos años
en la Argentina en comparación con nuestra región y con el resto del mundo.
Actualmente, un trabajador soltero que posee un sueldo
mensual superior a los 18.880 pesos y uno casado con dos hijos que percibe
21.940 pesos pagan el impuesto. Con la reforma que propicia el Poder Ejecutivo
Nacional, el haber mínimo a partir del cual pagarán el tributo pasaría a 21.713
pesos para los solteros o para los jubilados y 25.231 pesos para los casados
con dos hijos.
Se trata de montos ridículamente bajos si se
consideran los valores de otros países de la región a partir de los cuales los
trabajadores pagan un impuesto equivalente. De acuerdo con un trabajo difundido
por el presidente del Consejo Profesional de Ciencias Económicas, Humberto
Bertazza, en Perú, un asalariado paga el tributo a partir de un sueldo superior
a unos 6100 dólares; en Chile, desde los 11.500 dólares, y en Uruguay, desde
los 14.000 dólares.
La tasa del impuesto a las ganancias es también
elevadísima para las empresas argentinas, ya que, de acuerdo con datos de la
consultora KPMG, es del 35%, cuando el promedio latinoamericano ronda el 27% y
el promedio a nivel global, el 23,6%. Pero esa tasa resulta mucho mayor aún al
no ajustarse el nivel de ganancias de las compañías en función de la inflación.
Cabe preguntarse qué incentivo pueden tener las empresas para seguir
invirtiendo en la Argentina cuando la presión impositiva se encuentra entre las
más altas del mundo, cuando la legislación laboral no estimula la contratación
de personal y los impuestos al trabajo se hallan también entre los más elevados
del planeta, como lo ha reconocido días atrás el propio presidente Macri.
Asimismo, la presión tributaria en nuestro país se ha
incrementado entre los años 2004 y 2015 desde el 24,3% hasta el 32,1% del PBI,
aunque puede llegar al 34% si se incluyen las tasas municipales, mientras que
el promedio de América latina pasó del 19,7% en 2004 al 24,4% en 2013.
Lamentablemente, siguen prevaleciendo políticas populistas que, con sus altas
tasas de impuestos para las corporaciones y los trabajadores, espantan las inversiones
y alientan la informalidad laboral, que también es récord en la Argentina.
El impuesto a las ganancias se ha convertido en
confiscatorio. Particularmente, en el caso de los asalariados alcanzados por
él, por cuanto, como hemos señalado en otras ocasiones, el salario no puede ser
considerado ganancia. Puede entenderse que este tributo no pueda ser borrado de
un plumazo de la noche a la mañana, pero cabe insistir en que la propuesta
oficial configura un retroceso, ya que el aumento del mínimo imponible en
apenas un 15% haría que, tras las negociaciones paritarias y los aumentos
salariales esperables para el año próximo, terminen incorporándose más personas
a la masa de trabajadores castigados por este impuesto.
Como un paliativo positivo debe verse que la
iniciativa oficial contemple la posibilidad de que los trabajadores puedan
deducir del tributo, aunque parcialmente, las erogaciones derivadas del
alquiler de una vivienda. Sin embargo, llama la atención que otras deducciones,
como las referidas a seguros de vida, se encuentren desde los años 90
congeladas en valores ínfimos, y que tampoco sean actualizadas otras
deducciones posibles, como los intereses de créditos hipotecarios. Ninguna
iniciativa debería prescindir de una actualización automática de escalas y de
deducciones en función de la inflación.
Al margen de la discusión en particular del proyecto
oficial, que hoy se debatiría en el recinto de la Cámara de Diputados, junto
con los dictámenes minoritarios presentados por distintos sectores de la
oposición, es menester que las autoridades nacionales comprendan de una vez por
todas que el mal llamado tributo a las ganancias sobre los salarios es un
impuesto distorsivo y que su progresiva eliminación debe insertarse dentro de
una reforma tributaria integral, que no podrá desprenderse de un mayor esfuerzo
del Estado por dejar atrás las políticas inflacionarias, la voracidad
impositiva y un gigantesco déficit fiscal. Algo que sólo podrá ser encarado a
partir de un tenaz combate al gasto público improductivo y de la generación de
un shock de confianza que estimule la inversión productiva y el empleo de
calidad.