Eduardo Fidanza
La Nación, 17
DE DICIEMBRE DE 2016
Luego de haber examinado décadas de historia
argentina, un destacado sociólogo, que tendría influencia significativa en la
visión original de Raúl Alfonsín, llegaba a esta conclusión: "Pedirle al
Estado que con sus propios recursos reordene desde arriba a la sociedad es
pedirle algo que está más allá de sus capacidades".
Era Juan Carlos
Portantiero, uno de cuyos aportes perdurables es haber caracterizado las crisis
argentinas como la consecuencia de un "empate hegemónico" entre los
principales actores de su organización capitalista. Se trataba, para
Portantiero, de una puja derivada de un poder económico compartido entre el
agro y la industria, que según los ciclos de la balanza de pagos le otorgaba
alternativamente la primacía a uno o a otro.
Este empate en la cumbre -que se complejizaría con el
paso del tiempo- impide coaliciones estables y proyectos estratégicos. Su
síntoma es la volatilidad económica y las abultadas transferencias de ingresos
entre sectores, con consecuencias nocivas para el sistema. En esas
circunstancias, el Estado queda en medio de presiones cruzadas sin poder
ordenarlas de manera efectiva y duradera. Se muestra vulnerable frente a los
intereses agropecuarios, industriales, financieros, sindicales, religiosos y de
otras fracciones de la sociedad civil. Se trata de una organización débil,
susceptible de ser colonizada antes que acatada.
Analizando la evolución desde el 30, Portantiero advertía
que las interrupciones autoritarias, o los relatos intervencionistas, no
pudieron ocultar la ineptitud del Estado, carente de una estructura burocrática
eficaz y estable, capaz de proponer metas y ejecutar proyectos. En estas
condiciones, el Estado nunca logró la distancia óptima respecto de los
intereses sectoriales, esa condición que Peter Evans denominó "autonomía
enraizada".
Según Portantiero, la invalidez estatal sólo se desvaneció
durante el primer peronismo. Tal vez podría decirse lo mismo de los primeros
años de Menem y Kirchner. Pero al cabo, retornaron las luchas sectoriales,
doblegando el orden efímero. Ninguno logró desempatar el conflicto de intereses
y así se generó lo que Portantiero llamaba "un efecto melancólico sobre el
poder", y otros denominan la decadencia argentina.
El conflicto desatado por el impuesto a las ganancias
actualiza este drama. Con el poder político desconcentrado, que impide imponer
mayorías, el enfrentamiento se observa con mayor dureza y nitidez aún.
Congruente con la lógica del capitalismo, la contradicción involucra al capital
y al trabajo, pero el Gobierno se muestra incapaz de saldar los desacuerdos con
las herramientas disponibles. No puede alterar la voracidad impositiva a riesgo
de incrementar aún más el déficit fiscal, cuyo descontrol enmascara un problema
histórico que las elites se niegan a encarar: el país no crea la riqueza
suficiente para satisfacer las demandas de bienestar e inclusión.
Acaso sea importante ver que en esta odisea los
errores del oficialismo, que no son pocos, deben analizarse a la luz del
problema estructural e histórico de un Estado impotente. En su descarnada
visión del Estado capitalista, Guillermo O'Donnell sostenía que éste es en
esencia el garante de la reproducción del sistema, administrando y encubriendo
la subordinación constitutiva del trabajo al capital. Pero su tarea, en la
democracia moderna, no es la de un gendarme sino la de un mediador de
intereses. En términos de Habermas, el Estado democrático, en el capitalismo
avanzado, debe zanjar un problema paradójico: cómo distribuir la riqueza de
manera desigual pero legítima. El Estado argentino no pudo resolverlo nunca del
todo, los estados en el mundo no pueden resolverlo ahora.
Según O'Donnell, en la búsqueda de consenso el Estado
recurre a tres mediaciones: la ciudadanía, la nación y el pueblo. La ciudadanía
es el momento de las instituciones y la igualdad ante la ley, la nación
constituye el fundamento territorial del "nosotros" frente al
"ellos" extranjero, y el pueblo, la mediación más ambigua para
O'Donnell, representa la demanda de justicia de los desposeídos, que se
alimenta de las deficiencias de inclusión de la ciudadanía y de la nación, que
pretende superar. En términos de la historia reciente, es claro que el radicalismo
se apoyó en una democracia de ciudadanos, mientras el peronismo optó por el
pueblo, al que representó, mientras pudo, a través de dos versiones del Estado
argentino: privatista y abierto al mundo una; nacionalista y estatista, la
otra. Ninguno de estos proyectos encauzó al país.
Para Pro, un partido posmoderno devoto de la
comunicación, es muy difícil lidiar con esta herencia, y comprenderla sin
menospreciarla. Está en minoría, reemplazó a los ciudadanos por "la
gente" -un término de los medios, no de la política-, mientras "el
pueblo", representado por fuertes corporaciones y dilatados territorios,
lo extorsiona y lo aprieta, insaciable. Quizá su destino (y el del país)
dependa de dos iluminaciones: que el Gobierno entienda con modestia la
complejidad del problema y que los opositores se den cuenta de que las penurias
del Gobierno serán similares para ellos si lo sucedieran sin que la Argentina
resuelva sus crónicas disputas en la cima del poder.