Clarin.comOpinión02/12/16
Juan Félix Marteau
Abogado
y doctor en sociología. Coordinador nacional para el combate de la financiación
del terrorismo.
El terrorismo constituye una coacción directa a las
instituciones jurídico-políticas de un Estado. Su gravedad reside en la
violencia que imprime no sólo en el mundo empírico, con su saldo de muerte y
destrucción material, sino también y, esencialmente, en el mundo de la cultura
al poner en entredicho el modelo de vida que propone el orden normativo para
lograr que la convivencia sea posible.
La cuestión terrorista interroga, por tanto, el propio
corazón del derecho y la política, concebidas estas esferas como los escenarios
privilegiados en los que se opera la conversión del individuo vivo, como
criatura psico-física, en una persona racional, socialmente responsable.
Los balbuceos, las oscilaciones y las aporías que
padecemos cuando intentamos comprender el efecto devastador que produce el
acontecimiento terrorista tienen que ver con este desafío: cómo reaccionar
racionalmente ante un acto que pretende erigir como criterio de referencia
justamente la negación del otro, del que le resulta distinto.
Con toda evidencia, la perplejidad que genera esta
circunstancia lleva al pliegue y repliegue del aparato estatal, al punto de
debilitar la justicia y garantizar la impunidad.
La tensión más evidente que el combate al terrorismo
produce al interior del Estado tiene que ver con la amplificación moderna del
paradigma de los derechos humanos. A él se anexa cada día con más vigor el
paradigma de los deberes ciudadanos. Mediante el primero hemos logrado mayores
esferas vitales en las cuales ejercer nuestra libertad; mediante el segundo
empezamos a comprender que la misma sólo es posible dentro de un orden
institucional dado, en el que cobran mayor relevancia los compromisos y las
obligaciones con el entorno en el que habitamos.
La principal consecuencia de esta fricción necesaria
es que el Estado ya no puede concebirse tan solo como un recipiendario de
nuestras demandas infinitas, como si fuera algo independiente de nosotros, sino
como un contenedor necesario al que todos pertenecemos y al que debemos
consolidar sostenidamente para alcanzar relaciones más estables.
Desde esta perspectiva, la persecución y castigo a los
terroristas debe basarse en aquello que gracias a Weber conocemos como “ética
de la responsabilidad”. Los extremistas no pueden ser considerados como meros
habitantes de una naturaleza que no entendemos, fanáticos que eligen libremente
el mal antes que el bien. Por el contrario, como dice Hegel, estos deben ser
“honrados como personas” y, en este carácter recibir la represalia que les
corresponde por los riesgos que generan sus acciones injustas.
En este escenario, el castigo de los actos terroristas
cumple la función de reafirmar la vigencia del derecho y, más, específicamente,
de los proyectos de vida que han sido socialmente consensuados mediante la ley.
Si los terroristas no sufren por sus actos, se quiebra la expectativa de que es
posible vivir a partir del reconocimiento de nuestras diferencias y termina
primando el arbitrio de uno -o unos pocos- sobre el resto.
En esa misma lógica, la llamada división de poderes,
imaginada por los teóricos de la modernidad y plasmada en nuestras
constituciones, nunca puede ser interpretada como un menoscabo del ejercicio
monopólico de la violencia legítima por parte del Estado. Frente a la amenaza
terrorista, cada vez más las instituciones estatales debe funcionar como una
unidad política de protección a la ciudadanía que lo integra.
Las ideas mencionadas son apenas insumos para el
análisis más profundo y sincero que debemos realizar en la Argentina sobre esta
problemática central de nuestra época. Aunque estamos sujetos al pragmatismo de
los sondeos de opinión, sabernos que, para abordar este tipo de planteos,
necesitamos una doctrina, una cosmovisión orientadora para la toma de
decisiones.
Desde los ataques terroristas en la década del noventa
hasta la reciente y desgarradora muerte del fiscal general que investigaba a
los sospechosos y a los encubridores del último atentado, lo único que tenemos
es el sórdido entendimiento de que cualquier horror puede suceder sin que nadie
pague por ello. Esta es la fisura institucional que más ilusoria hace nuestra
aventura democrática.
La actualización de nuestra legislación, la
organización de la coordinación interna de los dispositivos estatales y
privados, la reforma del sistema de investigación judicial, la activación de la
cooperación internacional en torno al terrorismo y su combate son acciones que
nos convocan a todos, gobernantes y gobernados. No tengo dudas de que, con
decisión, puede constituir el principal ejercicio dialéctico en pos de la unión
de los argentinos.