por Mauricio Ortín
Informador Público, 28-10-17
A cien años del primer experimento de aplicación
práctica de la teoría marxista, que impidió la democracia y culminó en
estalinismo.
Si por Revolución Rusa se entiende la caída del
régimen autocrático zarista a manos de aquellos que intentaron, sin éxito,
establecer un sistema republicano de gobierno, entonces dicho acontecimiento
debió celebrar su centenario el mes de marzo pasado (febrero en el calendario
juliano). Si, en cambio y como es moneda corriente, se llama revolución al
golpe de Estado (contrarrevolucionario) de la facción bolchevique contra la
democracia en ciernes que se había iniciado en marzo, la fecha se corre para el
7 de noviembre (25 de octubre del calendario juliano). El zar Nicolás II y la
dinastía Romanov fueron expulsados del poder por el gobierno provisional
surgido del consenso de los partidos políticos en marzo de 1917. Lenin,
Trotsky, Kamenev, Zinoviev y las principales figuras bolcheviques, para esa
época se encontraban fuera de Rusia, a miles de kilómetros del lugar donde se
desarrollaban los hechos, la ciudad de San Petersburgo.
Un conjunto de factores explosivos se conjugó entre
marzo y noviembre de 1917. En las grandes ciudades, el reclamo de elementales
derechos individuales se hacía sentir; por su parte, los pueblos no rusos
subyugados al imperio pugnaban por su independencia; el campesinado (que
constituía la mayoría de la población) exigía una reforma agraria que los hiciera
propietarios; por último y fundamentalmente, el rechazo generalizado a un
conflicto bélico que diezmaba a la población y la sumía en la miseria (la
Primera Guerra Mundial). El zar Nicolás II, pésimo militar, contribuyó
eficientemente a la debacle al asumir el mando de sus ejércitos. En el frente
interno político tuvo similar desempeño al permitir la intromisión del monje
Rasputín en los cruciales asuntos de Estado. Lo que desvaneció, entre propios,
la poca autoridad que le quedaba. Rota la cadena de mandos, el ejército de
andrajosos y famélicos entró en disolución. Los soldados mataban a sus jefes
para desertar en masa y regresar a sus aldeas en estado de conmoción. Nicolás
II abdicó y el gobierno provisional de Kerensky intentó construir poder y detener
el desbande militar exhortando al patriotismo guerrero. Era lo último que
querían oír los que estaban o venían del frente. El poder se encontraba al
garete y, como siempre en estos casos, a merced de la facción que pudiera
organizar una fuerza represora lo suficientemente brutal, dadas las
circunstancias, que impusiera el codiciado orden para dar por finalizada la
angustia que genera el vacío de poder.
Lenin, el líder de los bolcheviques, había esperado
esta oportunidad toda su vida. No la desaprovecharía. Supo interpretar como
ninguno el desconcertante caos político-social y sacar las conclusiones
correctas en relación a lo que se debía decir y hacer para tomar “el cielo por
asalto”. Prometió, en caso de acceder al poder, entregar la tierra a los campesinos;
conceder la autonomía a los pueblos no rusos que la demandaran; y,
principalmente, declarar unilateralmente el fin de la guerra. Tales promesas no
fueron suficientes para ganar la adhesión de las mayorías (los bolcheviques
siempre fueron minoría); sin embargo, tuvieron el efecto de posicionarlos, de
hecho, en la dirección de los acontecimientos. No fueron las masas las que
tomaron el Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional, sino un comando
bolchevique que no encontró resistencia. El primer experimento marxista había
comenzado. Lenin, Trotsky y los bolcheviques aplicarían su diseño de ingeniería
social a 130 millones de personas como si fueran conejillos de indias.
El ineludible exterminio hasta sus cenizas del
capitalismo “criminal” daría paso al “hombre nuevo” que el “profeta de
Tréveris” (Marx) había anunciado. Nada era más importante ni nadie debía
interponerse ante semejante objetivo y para ello contaban con una herramienta:
“el terror de masas”. La primera medida del gobierno de Lenin fue la creación
de la Cheka: la policía secreta con amplísimos poderes y casi sin límite legal
alguno dirigida por el comisario Feliks Dzerzhinski. Su función, “suprimir y
liquidar” todo acto “contrarrevolucionario” o “desviacionista”. Entre 1918 y
1922, durante el “Terror Rojo”, la Cheka asesinó a un millón de personas por
motivos políticos o religiosos (la Rusia zarista ejecutó entre 1825 y 1917 a
6.321 personas). Como la revolución tampoco era compatible con la libertad
de prensa se amordazó a la oposición. Lenin falleció en 1924. Le sucedió el
siniestro Stalin: el esteta del terror que hizo de éste un sofisticado arte.
La Revolución Rusa (bolchevique) se ha convertido en
un tipo clásico del golpe de Estado. Tiene la virtud de mostrar cómo un
conjunto relativamente minoritario de políticos profesionales, dado un contexto
de conmoción social, puede, si actúa con decisión, audacia y absoluta falta de
escrúpulos, adueñarse del poder frente a una mayoría de pusilánimes. La puesta
en práctica de las ideas de Marx devino en tragedia bíblica para los millones
de rusos, ucranianos, cosacos, tártaros, georgianos que, asesinados,
torturados, esclavizados en los Gulag o simplemente cautivos del régimen, las
sufrieron. Eso y no otra cosa fue la tristemente célebre Revolución Rusa. Ello,
sin embargo, no ha sido óbice para que los que se consideran de izquierda
continúen presumiendo de superioridad moral. Es que, el marxismo, aunque lo
simule, no es una ciencia sino una fe. En ese sentido la Revolución Rusa es un
ejemplo más de las consecuencias amargas de mezclar religión y política.