¿un oxímoron?
Por Luis María
Bandieri
Foro Patriótico
Manuel Belgrano; Mayo 2021
(Publicado en
academia.edu)
El federalismo,
entre nosotros, como objeto de estudio, ha sido, a la vez, objeto de
profundización y de ocultamiento. Profundización en cuanto a nuestra práctica
nacional; ocultamiento simultáneo en cuanto a la consideración de la naturaleza
jurídico política de la federación. En este último camino, no se ha ido
generalmente más allá de un balance de semejanzas y diferencias con el “modelo
(norte)americano” que fue objeto de adopción (“adopta para su gobierno...”,
art. 1º CN) por nuestro texto constitucional.
Una excepción resulta del pensamiento de Pedro Frías y su Instituto de
Federalismo de la Academia Nacional de Derecho de Córdoba, donde nace la
expresión “federalismo de concertación” o “cooperativo” para ser aplicado a
nuestro sistema nacional. Por su parte, los politólogos, dejando a un lado la
aproximación jurídica, que consideran de movida farragosa y, quizás, superabundante,
prefieren enfocar la articulación territorial desde la visual del poder, sin
acudir a demasiada teoría.
En cuanto a los
economistas, nos enseñan sobre los misterios de la coparticipación federal,
distribución primaria y secundaria de los recursos y pontifican, de vez en
cuando, sobre la inviabilidad, o casi, de las provincias en esa sociedad
federativa de socios desigualmente dotados. Mientras tanto, asistimos a la
globalización y a la mundialización, a las reivindicaciones del poder local y de
la proximidad frente a la distancia, y a implosiones financieras que recorren
el planeta como una pandemia. En ese marco de referencia, nuestro trabajo
propone, sobre ese fondo globalizado y mundializado, explorar las bases
teóricas del federalismo, formularse la pregunta sobre su viabilidad y proponer
una respuesta válida para nuestro país y nuestro tiempo.. Los límites de la
ponencia permiten sólo plantear el problema y enumerar las conclusiones. En un
trabajo anterior, al que se remite, el autor expuso los desarrollos más
circunstanciados, aquí faltantes (1).
¿Articulación
territorial del poder?
El control de un
territorio por el aparato de poder del Estado puede realizarse fundamentalmente
de dos maneras:
O con un modelo de
articulación territorial del poder en que las partes nacen y dependen del todo
-el centro-, que posee el monopolio del control.
O con un modelo de
articulación territorial del poder donde el todo -el centro- nace y depende de
las partes, entre las cuales y el centro se reparten dicho control.
El primero es un
modelo unitario o centralista. El segundo es el modelo federal.
“Dentro de la
división territorial del poder, el Estado federal es uno de los grados de
descentralización del mismo (del poder), en el reparto de competencias que se
efectúa entre un Estado central (Estado federal) y varios Estados miembros
(Estados locales o provinciales)”(2).
Hasta aquí, la
noción habitual, que asocia “federalismo” con una forma descentralizada de
articulación territorial del poder dentro de un Estado. “Federalismo” aparece
asociado a “Estado”: es una “forma de Estado”, una forma de articular
territorialmente el poder en él (así como la división o separación de poderes
es su articulación funcional).
Nuestro trabajo
nos lleva a conclusiones opuestas:
“Federalismo” y
Estado moderno (Leviatán) no resultan, en principio, compatibles.
“Estado Federal”,
del punto de vista jurídico político, resulta un oxímoron.
Globalización y
Federalismo
¿Hay lugar para el
federalismo en un mundo globalizado?
Si lo hay, ¿cómo
debe ser ese federalismo? Más específicamente, un seudo federalismo, como el
nuestro, ¿tiene alguna probabilidad de éxito en un mundo globalizado? O, en
todo caso, nuestro simulacro de federalismo, ¿agrava los problemas que conlleva
la globalización?
Las formas
políticas
Podemos
reemprender nuestro camino de búsqueda de una conceptualización del federalismo
en la posmodernidad, y para ello debemos partir de la noción de “forma política”.
“Formas
políticas”, son las figuras en que, a lo largo de la historia, se ha ido
desplegando y concretando dinámicamente la politicidad natural del hombre. Cada
forma expresa un orden de relaciones de la convivencia política, fundada en una
cosmovisión, asentada en un principio unificador y expresada en un simbolismo
propio. En cada una de ellas se despliega “un modo de organización que el
hombre ha forjado en su caminar político”(3) . Las formas políticas no son
tipos ideales sino concreciones de la realidad política. La circunstancia de
que algunas de ellas no tengan manifestación al presente no significa que no
subsistan “como posibilidades subyacentes a la realidad política presente”(4).
En un cuadro que simplifica las principales, encontramos:
FORMAS POLÍTICAS
El federalismo,
entonces, constituye, en el presente estadio histórico, una forma política a
igual título que la forma estatal. El híbrido “Estado federal” expresa, del
punto de vista terminológico y conceptual, un oxímoron, y en sus concreciones,
una seudoforma política que combina y acentúa los peores aspectos de ambas
formas violentadas esa reunión.
Federalismo,
pactum foederis y antecedentes teopolíticos
Se ha señalado la
Biblia como fuente de la idea de federación. La alianza entre Yavé y Moisés
–renovación de la que acordaran antes Noé, primero, y Abraham, luego- es el
pacto a partir del cual conviven las doce tribus de Israel como autónomas e
interdependientes, bajo aquel acuerdo fundamental y la legislación que de él se
deriva(5). En el 600, Johannes Altusio recoge esta tradición, que reaparece en
las diversas modalidades pacticias de las comunidades emigradas a Norteamérica.
Los founding fathers de los EE.UU. y los framers de la Constitución de 1787
relacionaron explícitamente la forma federal con el pacto bíblico. Jefferson,
como Thomas Paine, pensaban que esos pactos debían renovarse en cada
generación, para que las leyes constitucionales a que dieran lugar pudieran ser
renovadas creativamente. El pacto debe realizarse entre las comunidades
intermedias y basales (poleis, cantones, condados, provincias).
El modelo jacobino
de centralización, cancelación de cuerpos intermedios, de autonomías
ciudadanas, de particularidades territoriales, desemboca en un poder rígido
ejercido desde un centro único, cristalizados en constituciones rígidas y hasta
con cláusulas pétreas.
Podríamos definir
el pactum foederis como un compromiso para una finalidad común, en el cual las
partes conservan su respectiva integridad, empeñándose en una relación de
recíproca responsabilidad. Las dos nociones nucleares son “compromiso” (no
“consenso” fabricado) y responsabilidad. No necesariamente el pacto es entre
iguales: lo que interesa con los alcances del compromiso y el grado de responsabilidad
de los pactantes. Responsabilidad y compromiso son los presupuestos que están
en la base de la convivencia política que el pacto inaugura y preceden, por lo
tanto, toda ley positiva, incluso la ley constitucional. El pactum foederis
precede a la ley constitucional. Constituye la decisión basal sobre la
organización política de un pueblo. El constitucionalismo clásico, orientado en
la construcción centralista del Estado moderno, enterró los pactos bajo el peso
de constituciones monumentales, pese a lo cual aquí y allá reaparecen, como
reaparece el espíritu de nuestros “pactos preexistentes”, mencionados en el
Preámbulo (más cien entre el Pacto del Pilar (23 de febrero de 1820) y el Pacto
de San José de Flores (10 de noviembre de 1859). El pacto es la base de la ley
constitucional consiguiente y cada régimen de gobierno debe medirse con el
patrón del pacto para verificar que respeta la forma política establecida en
aquél. En fin, siguiendo a Jefferson, Paine y, en nuestro tiempo, Gianfranco
Miglio(6), cada generación debe escribir su propia ley constitucional,
renovación del pactum foederis basilar.
Federación y
Confederación, una sola y misma cosa.
Desde fines del
siglo XIX los constitucionalistas alemanes (especialmente Laband y Jellinek),
que influyeron en los franceses (Esmein, Hauriou, Duguit y Carré de Malberg),
formularán una distinción jurídica estricta entre las confederaciones y las
federaciones. La confederación de Estados, no constituye un nuevo Estado en sí
sino una asociación de Estados soberanos (Staatenbund). El Estado federal
(Bundesstaat), como su nombre lo indica, es, a la vez, Estado y federación.
Como Estado, el estado federal posee el atributo de soberanía. La
Confederación, por su parte, siendo una asociación de Estados, no posee la
soberanía y, por lo tanto, no puede considerársela un Estado. Por consiguiente,
el Estado federal se rige por una constitución, esto es, por el derecho
interno. En cambio, la Confederación se vincula por un tratado, esto es, por el
derecho internacional público.
En el siglo XX,
Hans Kelsen, siguiendo la huella de Jellinek, aunque diluye la teoría del
federalismo dentro de una teoría más amplia de la centralización y
descentralización del orden jurídico(7), confirma la distinción entre
Confederación como reagrupamiento de Estados, no siendo un Estado en si mismo
sino una unión de Estados en el nivel internacional, mientras el Estado federal
es un Estado en el sentido que le otorga el derecho internacional.
Será Carl Schmitt,
el encargado de poner las cosas en su quicio y establecer la consustancialidad
entre Confederación y Federación. Federación y Confederación no son, como creía
el constitucionalismo clásico –dice- dos “formas de Estado” distintas, basada
la primera en el derecho interno (constitución) y la segunda en el derecho
internacional (tratado). La Federación, ampliamente considerada, incluyendo las
confederaciones, puede definirse como “una unión permanente, basada en el libre
convenio, y al servicio del fin común de la autoconservación de todos los
miembros, mediante la cual se cambia el total status político de cada uno de
los miembros en atención al fin común”.(8)
Olivier Beaud, en
su reciente y solidísima obra, señala: “esta distinción (entre Estado federal y
Confederación de Estados, constituye más una desventaja que una ayuda y más
vale dejarla de lado si se quiere progresar en el conocimiento del fenómeno
federal”(9).
A partir de aquí,
nos referiremos a la federación como noción englobante de lo que se conoce
habitualmente como confederación y de lo que se conoce habitualmente como
Estado federal.
Soberanía y/o
autonomía
Teniendo ya en
claro que la federación es una forma política distinta de la forma estatal, y
que la definición de la confederación no resulta simplemente un paso previo,
descripción de algo imperfecto, para llegar a la definición perfecta, que sería
el Estado federal, es decir, superadas las trampas y los cazabobos doctrinarios
en los que durante mucho tiempo nos hemos quedado prisioneros, podemos
plantearnos ahora el tema de la “soberanía” y de la “autonomía” en una
federación.
La primera de
estas trampas reside en la relación entre la noción jurídico- política de
soberanía y la noción jurídico-política de federación. La soberanía es un
atributo inseparable del Estado. Por lo tanto, la solución clásica ha sido, en
la confederación, mantener la cualidad soberana en cada uno de los Estados
confederados, mientras que en los Estados federales la soberanía reside en el
nivel del gobierno central o “federal”, y las entidades federadas son
autónomas.
Considero que,
partiendo de la noción de federación como forma política distinta de la forma
política estatal, debemos, por un lado, dejar aparte la noción de soberanía,
que corresponde únicamente a la forma estatal y, por otro, ensanchar la noción
de autonomía, que es la aplicable a la forma federativa.
Una observación
previa. En toda aproximación teórica a la federación el jurista se encuentra
ante el obstáculo de la soberanía, que plantea una antinomia entre una dualidad
de poderes (central y territoriales) y una unicidad del poder (soberano). Pero
es distinto el grado de dificultad según que se trate de un jurista formado en
el common law que de un jurista formado en el derecho continental. Los juristas
angloamericanos hablan, simplemente de niveles de gobierno (levels of
government) y no de Estado (State es reservado, simplemente a los miembros de
la federación). En cambio, el jurista de formación continental choca
inmediatamente con la noción de Estado y su cortejo inevitable, la soberanía.
El problema se da para ambos, pero unos pueden soslayarlo de momento y los
otros deben afrontarlo sin más.
Un Estado es
soberano, cuando el poder que ejerce, en lo interno, es único, indivisible y superior
a cualquier otro dentro del alcance de su jurisdicción territorial, y en lo
externo, no sujeto jurídicamente a otra potencia, es decir, a otro u otros
Estados. Carl Schmitt (10) lo sintetiza
de este modo: soberano es el que decide por sí mismo acerca de su propia
existencia política; inversamente, se es soberano cuando sobre aquélla no
decide un extraño. En las federaciones dan dos antinomias respecto de este
punto.
La primera, el
miembro federado trata de mantener, mediante la federación, su independencia
política y asegurar su autodeterminación. Pero la federación, en interés de su
propia seguridad, no puede perder de vista los asuntos internos de sus
miembros: toda federación da lugar a intervenciones, lo que afecta el derecho a
la autodeterminación de los elementos federados.
La segunda
antinomia resulta de que coinciden en toda federación dos clases de existencia
política: la existencia común de la federación y la existencia particular de
los miembros federados. Es un “dualismo de la existencia política” (de allí,
acotemos, la imposibilidad de concebir a la federación como Estado) de difícil
resolución y que puede conducir a dos extremos: o bien se disuelve la
federación en las unidades particulares, o bien estos cesan de existir para dar
lugar a un Estado unitario y único.
En ambas está
presente, como elemento central de la dificultad, la noción de soberanía. John
Caldwell Calhoun (1782-1850) (11), que fuera vicepresidente de los EE.UU. y
notable teórico de los confederados, lo planteó en forma de dilema: “la
soberanía, atributo esencial del Estado, es una e indivisible; en consecuencia,
en una asociación de Estados, esto es, formada por varios Estados, aquélla no
puede pertenecer a la vez al Estado central y a los Estados miembros; o bien ella
es reasumida por los miembros, o bien ella reside en el Estado central. Si
pertenece a los miembros, estamos en presencia de un simple vinculum juris de
derecho público entre los miembros; si pertenece al Estado central, hay pura y
simplemente un Estado unitario y los miembros pierden su soberanía y, con ella,
su carácter estatal. Estas son las dos únicas alternativas posibles, sin
término medio posible y realizable”. La soberanía pone a la federación ante
este dilema bicornuto, aut/aut, sin tercera vía posible (soberanías
“compartidas”, por ejemplo).
La solución de
Calhoun a este entuerto (que está en la base de la posterior guerra civil
1861-1865) es otorgar los derechos soberanos, los State rights, a las entidades
federadas, expresados principalmente como derechos de nulificación y secesión,
mientras el órgano de gobierno de la federación, no soberano, tiene sólo y
estrictamente las competencias que la constitución le delegue. Calhoun propone
resolver las diferencias dentro de una federación por medio de las “mayorías
concurrentes” (concurring majority). En “A Disquisition on Government”,
publicado después de su muerte, nos ha dejado una pintura rigurosa de la
tiranía de las mayorías en un régimen de gobierno limitado teóricamente por la
constitución.
Aquí viene lo de
la "mayoría concurrente", que podría resumirse así: para tomar las
decisiones políticas y establecer la leyes respecto de los grandes problemas
políticos deben acordar una mayoría de la mayoría y una mayoría de la minoría.
Si una minoría substancial en el país, específicamente el gobierno de un
estado, pero podía tratarse de cualquier colectivo relevante, entendía que el
gobierno se estaba excediendo en sus límites y violando sus derechos, tendría
el derecho de vetar este ejercicio de poder por inconstitucional. Este derecho
de veto era recíproco, para impedir, a su turno, que la minoría paralizase al
gobierno. Aplicada a los gobiernos estaduales en los EE.UU., esta teoría
implicaba el derecho a la "anulación" de una ley o un fallo federal
dentro de la jurisdicción de un estado. La mayoría numérica, en cambio,
resultaba opresiva. Por cierto, en Calhoun se fundaron los confederados contra
los unionistas en la guerra civil. (12) La derrota confederada afectó la fama
póstuma de Calhoun.
Schmitt llama a la
solución de Calhoun “desacertada” y afirma que la única manera de mantener una
federación por encima de las antinomias señalas es a través de la “homogeneidad
nacional” de la población, lo que excluye conflictos internos existenciales, y
enemistades absolutas ad intra. Schmitt traslada el problema de la federación
al problema nacional. Su texto, de 1927, presentaba ya alguna dificultad para
explicar la Confederación Helvética, por ejemplo, carente de homogeneidad
nacional. En este tiempo, de “multiculturalidad”, esa homogeneidad no parece
invocable. Tampoco ante las reivindicaciones étnico-políticas, en nuestra
ecúmene latinoamericanas, de los llamados “pueblos originarios”, que rompe con
la interculturalidad clásica de nuestro ámbito.
Hay que dejar a un
lado la noción exclusivamente estatalista de la soberanía y acudir a la noción
federativa de autonomía. Para ello, es bueno remontarse a Dante Alighieri.
Dante y la
autonomía en una federación
El universo
dantesco resulta unido no solo en su vértice, sino también en cada una de sus
partes, como lo demuestra la relación establecida por el ilustre florentino
entre las dos autoridades supremas, el Papa y el Emperador.
Esta doctrina del
duplex ordo aparece como el fundamento que legítima una representación del
cosmos en que la reductio ad unum, que culmina en Dios, no impide, sino al
contrario, requiere y hace posible, la coordinación entre los varios ámbitos de
la creación, subordinándose el uno al otro en la consecución de sus respectivos
fines, sin dejar de perder por ello su peculiar autonomía.
Sin embargo, ésta
misma problematización, en lo concerniente a la reflexión dantesca, significaba
también que el ordo ad Deum, relativizando cualquier ordenamiento de tipo
terrenal, impedía la concepción de su soberanía y fundando, por ende, su
autonomía.
Hay que distinguir
entre autonomía y soberanía.
La soberanía, en
su acepción moderna, se la califica como un poder legibus solutus y superiorem
non recognoscens, el único que en virtud sólo de su fuerza está legitimado para
gobernar. Viceversa - nos indica Paolo Grossi(13), uno de los mayores expertos
en historia del derecho medieval– “si el medioevo jurídico es un mundo de
ordenamientos, esto es, de autonomías, de societates perfectae, no debemos
olvidar que el carácter esencial de toda autonomía es la relatividad; se trata
de independencias relativas, relativas respecto de algunos ordenamientos, pero
no respecto de otros. La entidad autónoma no aparece jamás como alguna cosa per
se stat, separada de todo el resto; al contrario, es pensada como bien inserta
en el centro de una espeso tejido de relaciones que la limita, la condiciona,
pero asimismo la concreta, porque no se la concibe aislada como solitaria sino
más bien inmersa en una trama de relaciones con otras autonomías”.
Esta noción de
“autonomía”, tan esencial en el “medioevo jurídico”, es fundamental para el
entendimiento del universo dantesco, repleto de una multiplicidad de entidades
políticas de varias dimensiones, nationes, regna et civitates, los cuales
estaban sometidos a la autoridad imperial, sin que por ello estuviesen
desprovistos de una propia jurisdicción, como también, de funciones y deberes
propios de acuerdo a una visión integralmente naturalística de la sociedad. El
mismo Imperio, desde luego, podía bien definirse “autónomo”, en cuanto limitado
a su vez por los principios constitutivos del ius humanum y, además, por estar
subordinado, si bien exclusivamente a los fines de la obtención humana de la
beatitud eterna, a la dirección “paterna” de la Iglesia. Pero, también la
Iglesia, así como estaba necesariamente vinculada a las enseñanzas tanto del
Viejo como del Nuevo Testamento, igualmente estaba vinculada a las leyes del
Imperio, dado que de él dependían su protección y tutela en lo referente a la
esfera temporal, es decir, el cuidado de sus bienes mundanos. Iglesia e
Imperio, por lo tanto, distinguiéndose y siendo recíprocamente independientes
en el ámbito de sus peculiares competencias, eran, sin embargo, instituciones
que formaban parte de un ordenamiento unitario más amplio y, por ende, tenían
que colaborar juntos en la consecución de sus respectivas finalidades. Todo
esto iba a dar como resultado un sistema en el cual las relaciones entre ambos
poderes tenían más bien un carácter de coordinación en vez que de
subordinación, y su auspiciada reductio ad unum era entendida en vista de
satisfacer la exigencia de preservar la unidad del mundo, sin comprometer la
especificidad ontológica de los respectivos dominios y, sobre todo, sin
perjudicar su capacidad bien sea de autoregularse como de autogobernarse.
Federación: la
pirámide y el laberinto
Una breve explicación
sobre los simbolismos en las formas políticas, de acuerdo con el cuadro inserto
más arriba.
Lo que los griegos
llamaban “despotismo”, es la forma política originaria del Imperio, forma con
pretensión universal que toma cuerpo en Oriente y con los primeros reyes
persas, Ciro, Darío y Jerjes, pretende trasladarse al Occidente, donde fracasa
ante la superioridad militar de las póleis griegas. Más tarde es reemprendido
por Alejandro, que pretendía dominar todas las tierras rodeadas por el océano
occidental (el Atlántico) y un todavía hipotético océano occidental. Los
imperios (egipcio, babilónico, azteca, Incario) se expresan en la pirámide,
símbolo vertical, ascensional, a modo de una escala por donde el poder
desciende desde los cielos al emperador que está en su cúspide y por donde éste
asciende a ese poder, y más allá cundo muere. Todas las colectividades
disociadas se integran y organizan jerárquicamente dentro de la estructura
piramidal, que opera como una síntesis simbólica. La masa arquitectónica de la
pirámide, que obliga a levantar la vista hacia el vértice alto y lejano,
impresiona a las multitudes y les ofrece una visión sintética del poder, que
está arriba, y al que quedan sometidos. Es notable, y poco señalado, que el
símbolo del Estado de Derecho resulte también piramidal, la “pirámide jurídica”
de cuño kelseniano (aunque su expositor haya sido Adolf Merkl). Es el imperio
impersonal de la ley suprema y de la norma fundamental que desde lo alto exige
obediencia. La crítica más profunda a este símbolo del poder moderno provino de
un escritor con sólida formación jurídica (era abogado de práctica y doctor en
derecho), que como Kelsen había nacido en Praga: se llamaba Franz Kafka y la
expresó en “El Proceso”.
El ágora y el
foro, en la polis y en la civitas, resultan símbolos horizontales, donde se
representa el ir y venir de los ciudadanos, politai o cives, en puridad
conjuntos restringidos y cerrados, que
discuten y deciden sobre la cosa pública.
El símbolo de las
autonomías federativas medievales, complejas, meandrosas, difíciles de seguir,
es también horizontal: el laberinto. Un laberinto es un entrecruzamiento de
sendas, algunas de ellas sin salida, a través de las cuales se trata de
descubrir la ruta que nos lleva al centro. Se parece a una red (símbolo de la
globalización, la web, la telaraña), pero la red atrapa insectos, peces y
hombres; en cambio somos libres de recorrer el laberinto, equivocarnos,
recomenzar y llegar a su centro. Además, la red es simétrica y regular,
mientras que lo propio del laberinto es circunscribir en el menor espacio
posible el entretejido más complejo posible de senderos y retardar así la
llegada del viajero al centro. El centro, de difícil acceso, representa el
equilibrio político, la coincidencia de los opuestos y de las antinomias, el
máximo de poder organizador con el mínimo de imposición.
Una definición de
la federación y algunas notas sobre la subsidiariedad:
Con lo visto hasta
aquí, podemos definir a la federación como la proximidad posible. Y postular un
principio de proximidad del poder: el poder, cuanto más cerca se ejerza, mejor
y más controlable; cuanto más lejos, más poder peor utilizado.
El poder no debe
medirse sólo por su eficacia, sino por su distancia. A menor distancia más
participación
Distancia
adecuada: el nivel de gobierno adecuado para cada competencia política
La proximidad
posible del poder
Hacer las cosas en
el nivel de competencia adecuado
El principio de
subsidiariedad, o de competencia suficiente, establece que los problemas deben
ser gestionados y resueltos al nivel más bajo y más próximo posible, no
debiéndose remontar su tratamiento a los escalones superiores sino sólo en el
caso de que la proximidad no pudiese afrontarlos.
Está en la base de
la forma política federativa.
Deriva de que el
hombre es un ser social, capaz de dirigir sus actos con prudencia y conservando
el derecho a sus acciones
El orden estatal
está determinado por la pirámide descendente normativa. El orden federativo
está determinado por la escala ascendente de la subsidiariedad.
El aparato
estatal, concentrador de poderes, no actúa subsidiariamente sino en incesante
acaparamiento vertical de competencias.
La subsidiariedad
federativa actúa en la proximidad desde autonomías originarias y previas, distribuyendo
horizontalmente competencias
El orden estatal
subsidia (ayuda), a veces, desde arriba. El orden federativo subsidia (acerca)
desde abajo.
El Estado define
el bien (común) a partir del derecho.
La subsidiariedad
federativa define el derecho a partir del bien (común). El Estado confunde el
bien común con el interés general (estatal).
El liberalismo
“desestatiza” el bien común para fragmentarlo en intereses privados.
El caso argentino
Nuestra Constitución,
ya se sabe, adopta el modelo federal. Pero hay un foso insuperable cavado entre
esta formulación institucional y la práctica política. Allí, en esa zanja donde
las palabras legales dejan de nombrar válidamente, se acumulan sin resolverse y
potenciándose mutuamente los conflictos innumerables. Hay que tratar de achicar
aquel foso o, cuando menos, tender entre sus bordes un tablón que mínima y
provisoriamente los comunique, permitiendo salvarnos de una caída.
Cuando una
constitución establece un sistema de articulación territorial del poder,
“federal” o “unitario” afirma, en uno y otro caso, una forma jurídica que se
desenvuelve para cada caso de aplicación según un discurso argumentativo
racional. Estas formas jurídicas que se inscriben en el texto constitucional
resultan entonces “tipos ideales” (para recordar otra vez, infaltablemente, a
Weber y sus idealtypen), es decir, cuadros hipotéticos donde se presentan de
modo coherente y homogéneo fenómenos diversos empíricamente observables. Los tipos
ideales nunca se dan como tales íntegramente en la práctica, pero la práctica
debe devolver a su vez un número suficiente de fenómenos que se ajusten al
idealtipo. Cuando la distancia entre las notas del tipo ideal y los fenómenos
observables se vuelve imposible de franquear, ese tipo ideal, aunque
legitimado, en principio, por su inscripción en la ley suprema, no obtiene ya
legitimación de ejercicio en su aplicación a los casos concretos. El discurso
argumentativo que lo invoca ya no resulta creíble. Es el momento, entonces, de
plantearse si el tipo ideal plasmado en una forma jurídica merece o no ser
mantenido. En todos los casos, se trata de “luchar contra el hechizamiento de
la inteligencia por el lenguaje”, contra el que advertía Wittgenstein. El destino
trágico de las federaciones meramente de nombre (como la ex URSS, por ejemplo)
debe obligarnos a un examen profundo del caso argentino. Cuando una federación
no funciona, el problema está lejos de ser un mero incidente académico entre
esa gente sedentaria, pacífica y concienzuda de donde se reclutan los
profesores de derecho constitucional. La cuestión se vuelve urgente y atañe,
sin excepción, a todos los integrantes del pueblo federado.
El actual estado
de la cuestión federal
La reformulación
federativa afirma la autonomía originaria, no delegada, de todas las
comunidades territoriales, minimizando la centralidad estatal; la cooperación y
solidaridad entre las unidades federadas; la subsidiariedad, que garantice que
los problemas serán resueltos al nivel decisional más bajo posible; la
participación democrática tanto hacia adentro de cada comunidad como en las
relaciones entre ellas. Este nuevo federalismo afirma que el porvenir no es de
los Estados nacionales, unitarios o federales al viejo estilo, sino de las
comunidades federadas y de las confederaciones a que den lugar. Otros autores
disienten con el “nuevo” federalismo y sostienen que la república compuesta de
ciudadanos, no de comunidades, minorías, etnias, etc., es aún posible y
deseable, a condición de minimalizar -también- el poder central, con
federalismo hacia adentro y confederación hacia afuera. Obsérvese que esta
polémica entre “comunitaristas” y “republicanos” se plantea en los EE.UU. y en
los países que conforman la CE, que semeja a una confederación. Ella, por
supuesto, no está zanjada en lo absoluto, pero representa el actual status
quaestionis del federalismo, del cual ni nuestra teoría ni menos aún nuestra
práctica constitucional han tomado debida razón.
Precisiones a esta
altura:
Las federaciones
meramente de palabra, que funcionan como centralizaciones de hecho –ejemplo,
las fenecidas URSS y Yugoslavia- tienen, en nuestro tiempo, un pronóstico
ominoso. La circunstancia bien conocida de que en el aceleramiento del estallido
de estas federaciones hayan influido las diversas religiones y etnias
federadas, condiciones que no se dan con tal intensidad en la Argentina, o en
Brasil, México o Venezuela, significa tan sólo que contamos con un poco más de
tiempo hasta que aquel pronóstico se vuelva diagnóstico.
En nuestra
tradición política conviven la tendencia federativa, tomada del modelo
norteamericano, con la tendencia centralista, de raíz borbónica, perpetuada en
nuestro presidencialismo del tipo “principado” y en el manejo unitario de
nuestros grandes partidos, sindicatos, etc. . El mínimo armónico entre ambas
tendencias exige aumentar el contrapoder federativo, máxime ante la progresiva
desaparición del Estado Nación como actor político protagónico.
CONCLUSIONES
“Federalismo” y
Estado moderno (Leviatán) no resultan, en principio, compatibles.
“Estado Federal”,
del punto de vista jurídico político, resulta un oxímoron.
El Estado moderno
fue concebido para operar una concentración y centralización del poder
político. El Estado moderno conlleva la idea de homogeneización, bajo un poder
único y concentrado, con sistemática cancelación de cuerpos intermedios,
autonomías cívicas y atención a particularidades territoriales.
Los procesos de
desconcentración y descentralización del poder son propios del Estado moderno
en su actual fase crepuscular, pero no resultan procedimientos federativos ni
apuntan un camino hacia ellos. Aparecen, más bien, como morigeraciones de
Leviatán, pero desde una ideología de base unitaria
La federación es
una forma política (no una forma de Estado) al mismo título que el Leviatán, y
se presenta como alternativa a éste. Mientras todo Estado conlleva una unidad
política vertical y monocéntrica, la federación se manifiesta como la
coordinación multilateral de diversas unidades políticas y una articulación de
autogobierno y gobierno compartido en una matriz horizontal y policéntrica de
distribución e interacción de poderes
Las antinomias que
se dan en toda federación por lo que Schmitt llamó un “dualismo de la
existencia política” no tienen resolución satisfactoria mientras se los encare
a través de la noción estatalista –y, por lo tanto, centralista- de soberanía.
Deben enfrentarse a través de la noción armonizadora de autonomía. Autonomía no
entendida como esfera de competencias dentro de una entidad soberana –al modo
de la doctrina constitucionalista y administrativista corriente-, porque
entonces continuaríamos dentro de los términos del mismo problema que
intentamos resolver. Autonomía considerada en su sentido prístino de
autogobierno armonizado el autogobierno de otras entidades igualmente
autónomas, sobre una base pactista.
El federalismo,
entonces, no es una forma estatal de articular territorialmente el poder, sino
una “forma política” (tal cual el Estado, la Ciudad, el Reino o el Imperio) de
base pactista, que se articula en tres principios: libertad, subsidiariedad,
autonomía.
Nuestras dos
principales tradiciones organizativas, que se encuentran confundídas en la
expresión “Estado Federal”, deben ser objeto de una armonización y ajuste
constantes , sirviéndose del instrumento del pacto con valor constitucional
para hace valer los elementos federativos, especialmente en posibilidad de
operar como contrapoder frente al hiperpresidencialismo o “principado”
republicano. Un campo de aplicación pactista es el tributario, que la reforma
de 1994 volcó bajo la forma irrealizable de la “ley convenio” (art. 75, inc.
2º, CN)
Referencias
(1) “La Vuelta de
la Confederación”, en “Hacia el Bicentenario (2010-2016) Memoria, Identidad y
Reconciliación”, EDUCA, 2010, p. 65/71
(2) Humberto
Quiroga Lavié, “Derecho Constitucional”, Depalma, Bs. As. 1993, 3ª. ed.
actualizada, p. 629
(3) Francisco
Javier Conde, “Teoría y Sistema de las Formas Políticas”, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid , 1953, p. 88
(4) Francisco
Javier Conde, op. cit., loc. cit.
(5) Uno de los
principales teóricos del actual federalismo, Daniel J. Elazar, fue uno de los
primeros en señalar esta vinculación bíblica de la concepción federal, en un
trabajo de 1977. Véase su trabajo de 1996 "Federalismo contemporáneo y
globalización", ponencia presentada en el Coloquio I: Teoría y Praxis del
Federalismo Contemporáneo, México, 13- 15 de junio, 1996.
(6) Ver Giovanni Di
Capua, “Gianfranco Miglio-Scienziato Impolítico”, Rubbettino, Catanzaro, 2006,
caps. 17 y 18