Mons.
Bruno Forte
Aleteia.org, 06.02.2014
El tema nos interesa a todos por las recaídas
que tiene sobre la vida política y social del país. Intervengo, por eso, sobre
ello, no porque tenga competencias específicas en la materia, sino por la
cercanía que el servicio pastoral me consiente de tener con la gente y por la
posibilidad consecuente de ofrecer respuestas medianamente confiables a
cuestiones como esta: ¿qué espera el ciudadano común de la futura reglamentación
de la elección de sus representantes y de un posible, nuevo equilibrio
institucional del Estado?
La escucha de muchas realidades, comenzando
por familias y trabajadores, por jóvenes y ancianos, hasta empresas, organismos
institucionales y asociaciones, me permite decir que – a parte de la necesidad
de estabilidad, desafortunadamente siempre sujeto a posibles “cambios de
chaqueta” – las tres reservas más legítimas difundidas según yo son: la primera
es que le nueva ley electoral asegure una representación efectiva en el
Parlamento de las instancias del territorio y de los problemas reales de la
gente; la segunda es que los costes de la política – pagados por todos – sean
fuertemente redimensionados, gracias a una operación análoga a aquello que en
las familias quiere decir “apretarse el cinturón” frente a los problemas
puestos por la crisis en acto; la tercera es que quien se mete en política,
como candidato a representar al pueblo, tenga una elevada tensión moral y
entienda por eso servir al bien común y no servirse de los privilegios de la
“casta”.
Alrededor de la primera reserva, he podido
constatar muchas veces cómo la mayoría no sabe responder a la pregunta sobre
quién podría ser el parlamentario que lo represente: es como si el ciudadano
común sintiera que no tiene voz en el capitolio: peor aún, es como si la
mayoría de la gente no tuviera ninguna confianza en que los propios problemas y
los de la colectividad territorial interesaran verdaderamente a alguno de los
“poderosos”. La así llamada Primera República pecaba, ciertamente, de
clientelismo y de desigualdad vinculadas al mayor o menor influjo del político
local sobre las decisiones a tomar a nivel nacional: la gente, sin embargo,
tenía la impresión basada en que había alguien comprometido en resolver sus
problemas o, por lo menos, aquellos de gran tajada en la sociedad.
En los últimos años este cordón umbilical
entre el ciudadano y sus representantes se ha roto: desde el momento que los
parlamentarios son, de hecho, “nombrados” por los partidos, gracias al sistema
de las listas bloqueadas y a la ausencia de las preferencias, los efectos
resultan, por lo menos, extraños y lejanos respecto al territorio de quien
debería tener voz.
La solución está, antes que nada, en el
consentir un mayor conocimiento de los candidatos por parte de los electores,
mediante listas más cortas y colegios más chicos. El ejercicio democrático de
la elección preferencial de un candidato respecto a otros, aun teniendo la
desventaja de favorecer posibles relaciones clientelares entre electores y
electos, parece una facultad que no podrá ser negada a un buen mercado. Quién
se oponga a las preferencias o consienta que eso suceda, deberá darse cuenta del
por qué de una posición similar, que privilegia las oligarquías de los partidos
y debilita el sentido de participación activa de los ciudadanos en la elección
de los propios representantes y del futuro común.
La segunda reserva que percibo entre la gente
está relacionada con la drástica reducción de los costos de la política: ésta
podrá ser satisfecha, sobretodo, mediante la disminución del número de los
parlamentarios. En el estado actual el país está gobernado por una plétora de
representantes, articulados en un sistema bicameral perfecto que en realidad
es, a menudo, la base de la lentitud a veces exasperante de los procesos de
aprobación de las leyes. Transformar el Senado en una estructura de
representación de los organismos regionales y locales derribando los costes y
modificando, como consecuencia, las competencias, es un paso que podrá resultar
positivo.
Si la más grande potencia económico-política
mundial está gobernada – como son los Estados Unidos de América – por un número
de parlamentarios que en total es poco más de la mitad de los nuestros, no se
entiende por qué esto no pueda suceder también con nosotros. Con la reforma
institucional, sin embargo, es necesario también un reordenamiento de los
costes, la abolición de los privilegios que hacen hablar de una verdadera y
propia “casta”, un plan de los vitalicios y de todas las demás formas de
ventajas, que vuelven la mesa parlamentaria un ámbito, garante de la
tranquilidad económica del electo a tiempo indeterminado.
Volver a concebir la tarea del parlamentario
como la de un servidor del Estado deberá significar igualarlo a un tipo de
trabajo de responsabilidad, a ejercitar con fidelidad y profesionalidad, con
una compensación y con garantías no diversas de aquellas de la mayor parte de
quien se gana la vida con sacrificio y generosidad, asumiéndose responsabilidades
no menos significativas.
Esta última reflexión nos lleva a la tercera
reserva difundida entre la gente, aquella relativa a la calidad ética de quien
se mete en política. Sobre este punto no hay ley que tenga: como demuestran
tantos escándalos de vez en cuando emergentes, la actual implantación legislativa e institucional no
logra liberar a los ciudadanos de ilícitos perpetrados tras la fachada de la
más odiosa respetabilidad.
La acumulación de encargos súper retribuidos,
con evidente imposibilidad de obedecer los deberes impuestos por cada uno de
ellos, es un escándalo que requiere un reordenamiento urgente y sanciones
oportunas, donde fueran comprobados ilícitos u omisiones. Si no hay una fuerte
y convencida tensión moral, nutrida por la responsabilidad hacia el bien común
y de conciencia educada al sacrificio por amor del prójimo, si no se volve a
concebir la política como forma alta de la caridad y de la vida vivida como
servicio, de poco valdrán nuevos mecanismos electorales o reformas estructurales
de la implantación institucional.
Me atrevo aquí a desear a quien quisiera
comprometerse en el campo político estar ampliamente en una exigente disciplina
moral y en una fuerte tensión espiritual. Existe un Salmo que dice: “Si el
Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores. Si el Señor no
vigila la ciudad, en vano vigila el centinela” (127, 1). Con imágenes vivas y
concretas, esta palabra del Gran Código, que es la Biblia nos recuerda la
urgencia de verificar continuamente nuestras acciones sobre una medida alta y
definitiva, que está unida al fundamento trascendente de la vida y de la
historia. El Salmo sugiere, al mismo tiempo, no presumir sólo de las fuerzas
humanas, invitando implícitamente a la humildad y al invocación.
No será entonces inoportuno recordar que la
nueva generación de políticos que el país necesita deberá conjugar estas tres
realidades: continuo compromiso de discernimiento moral, humildad al ponerse en
juego y disponibilidad interior a un juicio más alto, a un amor más grande.
Desearlo parecerá para algunos un sueño con los ojos abiertos, pero es también
el mejor deseo que se pueda tener al destino común de todos.